– Quizá ya es hora de que ambos reconozcamos la verdad de la situación.
Durante un momento Hassan la miró con la cara pálida. Luego se acercó, aceptó las muñecas que le ofrecía y, sosteniéndolas con facilidad en una mano, le quitó el pañuelo que colgaba de su cuello. Sin decir una palabra, le ató las muñecas en un gesto simbólico que, sin embargo, eliminaba toda duda de la situación. Como si quisiera recalcarlo, aferró los extremos del pañuelo y la atrajo hacia él.
La protesta de ella se evaporó con un rápido jadeo cuando la tomó por los hombros y la pegó con fuerza a su cuerpo, de modo que la cabeza no tuvo otro sitio al que ir salvo atrás, dejándola vulnerable, expuesta.
– ¿Es esto lo que quiere?
Ella no podía creer que fuera a hacerlo. No se atrevería. Incluso al abrir la boca para advertirle de que cometía un gran error, lo hizo.
Sus labios eran duros, exigentes, y la castigaron por desafiarlo, por obligarlo a hacer eso. Pero así como la cabeza le decía que opusiera resistencia, que pateara, mordiera, que lo hiciera pagar con todos los medios limitados que tenía a su alcance, en ese instante entró en juego el instinto femenino con una ferocidad que le quitó el aire.
Le dijo que ese hombre era fuerte. Que podía protegerla contra lo peor que el mundo pudiera arrojar contra ella. Que le daría hijos sanos y ofrecería su vida para defenderlos.
Era algo primitivo, la mujer que elegía al varón más fuerte del grupo como pareja. Resultaba elemental y Salvaje. Pero bajo el calor insistente y provocador de su boca, de su lengua, Rose supo que de algún modo no terminaba de comprender, era ella quien había ganado.
Y con ese conocimiento se derritió, se disolvió, y durante unos segundos prolongados y benditos se entregó y le dio todo lo que tenía, yendo al encuentro invasor de su lengua de seda con toda la dulzura de sirena que tenía en su poder. Oh, sí, claro que quería eso. Lo deseaba a él. En más de cinco años jamás se había visto tentada, pero desde el momento en que lo Vio en el 747 de Abdullah, lo supo; ese era el momento que había estado esperando.
– Entonces, cuando yacía laxa en sus brazos, dispuesta a entregarse en cuanto lo solicitara, Hassan la soltó sin advertencia previa, y Rose se tambaleó.
Durante un instante él la miró como si no pudiera creer lo que había hecho. Luego retrocedió.
– Yo también odio perder el control -explicó, su rostro una máscara de contención-. Creo que ahora estamos empatados -giró en redondo y salió de la tienda.
Rose apenas podía respirar, apenas era capaz de mantenerse de pie, y tuvo que sujetarse al respaldo de una silla, sin apartar la vista del pañuelo de seda con el que Hassan le había inmovilizado las muñecas.
Aún temblaba, dominada por un anhelo no satisfecho. Se soltó las manos, tiró el pañuelo al suelo y corrió a la abertura de la tienda, pero Hassan había desaparecido en la noche. Un perro de caza estaba tendido ante la entrada, y un poco más lejos un hombre armado que, ante la mirada centelleante que le lanzó, hizo una inclinación respetuosa de cabeza.
Al menos notó que ya no sonreían con expresión boba. Oyó el encendido del motor del Land Rover y vio cómo se alejaba a toda velocidad. Retrasado por la necesidad de ponerla en su sitio, sin duda iba a contarle a los medios, su desaparición.
Alzó la barbilla y se dijo que se alegraba de verlo marchar. Sin embargo, el campamento parecía ridículamente vacío sin él; como si percibiera su soledad, el perro se levantó y plantó el hocico contra su mano. De forma automática le acarició la cabeza sedosa y luego se volvió para contemplar su prisión.
Comprobó el desorden de los dátiles sobre la alfombra cara y se agachó para recogerlos. Al comprender lo que hacía, se detuvo enfadada consigo misma, los rodeó y se retiró al refugio del dormitorio. El perro la siguió y se tumbó al pie de la cama.
Sin duda iba a esperar el regreso de su amo.
Bueno, solo había una cama, grande, pero ella había llegado primero y no tenía ganas de compartirla. Una voz la advirtió de que después del modo en que lo había besado apenas podía esperar disponer de alguna elección. Y una voz aún más suave le dijo que se engañaba si fingía desear ninguna.
Se tapó la boca con la mano. ¿Qué diablos había hecho? No tenía por costumbre meterse en la cama del primer hombre que la secuestraba. De hecho, de ningún hombre, punto. Estaba demasiado ocupada para prestarle atención a enamorarse. Ya sabía lo que era y lo había tachado de la lista.
No cabía duda de que Hassan sabía cómo volver a encender el fuego de una chica.
Sospechaba que sería capaz de encender lo que quisiera con esos ojos que pasaban del frío al calor en menos de un segundo. En cuanto lo vio lo reconoció por lo que era. Un hombre muy peligroso.
Se quitó los zapatos y se tiró sobre la cama. El teléfono móvil se le clavó en el muslo.
Hassan pisó con fuerza el acelerador y salió del campamento como si lo persiguieran los perros del infierno. ¿Sabía ella lo que acababa de hacer? ¿Por qué tenía que ser de esa manera? Ya dificultaba las cosas que fuera hermosa. Pero a eso podía resistirse. Ya había resistido los encantos de muchas mujeres a las que les habría encantado permanecer cautivas en Su campamento del desierto. Quizá ahí radicaba la diferencia. Rose Fenton era fuerte, disponía de recursos. Luchaba contra él.
Lo desdeñaba por lo que le había hecho, y luego alargaba las manos y lo retaba a hacer lo peor. En ese momento había eliminado la fachada civilizada que llevaba sobre su herencia desértica para desnudarlo hasta la médula, haciendo que fuera el hombre que su abuelo había sido en su juventud, un guerrero del desierto que había luchado para apoderarse de lo que quería, ya fueran tierras, caballos o una mujer.
Nunca lo había tenido que hacer, pero cuando surgió la posibilidad no lo pensó ni dos veces. Había trazado sus planes, convocado a los hombres que harían cualquier cosa que les ordenara y raptado a Rose Fenton bajo las mismas narices de su hermano.
Había pensado que sería difícil y que ella se opondría, pero no fue así. Que ella careciera de miedo se lo había facilitado. Quería la historia, O así había sido hasta que sus nervios la traicionaron momentáneamente y se asustó.
Incluso entonces lo desafió, se burló de él, lo instigó a sacar su faceta más primitiva. Y por todos los cielos que había estado a punto de conseguirlo. Le había atado las muñecas como si fuera una especie de presa que había capturado en una incursión, para hacer con ella lo que quisiera. Le había atado las muñecas, la había besado y a punto había estado de tomarlo todo.
Pero aun entonces ella había ganado. Al no oponerse, al no luchar por su honor, había conseguido que a él no le hirviera la sangre y saltara al abismo. Había sido mucho más inteligente y más fría de lo que le había acreditado. Aceptó su farol y le devolvió el beso, ardiente y dulce. Lava sobre nieve.
Menos mal que ella no sabía que no se trataba de un farol, de lo contrario uno de los dos se habría metido en serios problemas.
Tuvo la impresión de que habría sido él. Y aún podía ser así, si Partridge no encontraba pronto a Faisal.
Rose sacó el teléfono del bolsillo y por una vez en la vida le costó saber qué era lo mejor. Sabía que debía contactar con alguien, pero, ¿con quién?
Tim no. No quería involucrarlo. En esa enemistad familiar solo podrían aplastarlo.
Entonces, Gordon. Sí, Gordon. Debería llamar a su editor de noticias. Pero gracias a Hassan no tardaría en recibir un comunicado de prensa. Lo único que podría hacer sería añadir el nombre de su secuestrador, y aún no estaba lista para eso. Significaría que tenía que escoger bandos, y aunque el cerebro le sugería que Abdullah, como regente y jefe de su hermano, merecía su lealtad, el corazón no se hallaba tan seguro. Pero, ¿Hassan no estaba haciendo lo mismo que había pretendido Abdullah, o sea, utilizarla?