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Tal vez. Pero al menos era sincero al respecto. Estaba preparada para darle una oportunidad. Incluso varias.

Entonces, ¿qué había sido de la periodista imparcial?

Se encontraba a la espera. De los hechos, de que emergiera la verdad. Y como no le quedaba otra opción que permanecer allí, retrasaría la llamada a su oficina hasta que tuviera una historia. La verdadera. Después de todo, era inútil gastar la batería.

Su madre. Al menos podría tranquilizarla en persona. Tecleó el número pero comunicaba. Lo intentó varias veces sin éxito, hasta que le resultó obvio que llegaba demasiado tarde; probablemente su madre ya conocía la noticia por medio de Tim. Y ella sí que comprendía el poder de la prensa. Se habría olvidado del ministerio de Asuntos Exteriores y estaría hablando con Gordon. Hassan era afortunado.

Desconectó el aparato y miró a su alrededor. Tenía suerte de que él no la hubiera registrado. Hasta el beso había dado por hecho que se comportaba como un caballero. Pero lo más factible es que las mujeres a las que conocía llevaran un atuendo tan tradicional que no les permitía ocultar teléfonos.

No podía contar con que su suerte durara para siempre. Necesitaba un sitio seguro para su único vínculo con el mundo exterior.

Había una caja nueva de toallitas de papel en el tocador. Abrió la tapa, quitó algunas para hacer espacio y luego introdujo el teléfono en el fondo de la caja, la arregló y dejó el extremo de una toallita en la abertura para dar a entender que la había usado.

Bostezó. Los nervios, la tensión y el agotamiento de pronto se mezclaron y le provocaron necesidad de dormir. Pero la idea de quedarse en ropa interior la ponía un poco nerviosa. Sin duda un hombre que se había tomado tantas molestias de proporcionarle su maquillaje favorito no habría pasado por alto el hecho de que necesitaría cambiarse de ropa. Apartó la manta de la cama. No, no lo había olvidado.

Recogió el camisón y lo extendió. Era… Era… Contuvo una sonrisa. Era tan tranquilizador y respetable. El tipo de camisón con el que se sentiría segura una solterona victoriana. Ningún hombre que tuviera en mente segundas intenciones elegiría algo así, a menos que pensara abrirse paso entre metros y metros de algodón con encaje.

– De acuerdo -el perro alzó la cabeza-. Hassan no es tan malo -extendió el camisón-. Pero me gustaría saber dónde habrá encontrado algo así. Imagino que en el desván de su abuela. De su abuela escocesa -tembló. Aunque era ideal para una noche fría del desierto.

Se quitó la ropa y se lo puso. Se cepilló el cabello y cuando al fin se metió en la cama, acomodando los pliegues del voluminoso camisón a su alrededor, decidió que su madre lo habría aprobado.

Lo último que se preguntó antes de dormirse fue si Hassan habría recurrido al mismo guardarropa para las prendas de día.

¿Despertaría para encontrarse con una falda de tweed? ¿O un traje de chaqueta y falda de cachemir?

Hassan se sentó en la cama largo rato, sin dejar de mirarla. ¿Cómo una mujer que había creado tanto caos podía dormir de forma tan apacible? Resultaba tentador despertarla, perturbarla, pero algo le dijo que sería él quien sufriría.

Era tan hermosa, su piel tan pálida en contraste con el rojo de su pelo. No había cedido ni un ápice ante él, e incluso en su sueño tenía más poder para inquietarlo que cualquier mujer que hubiera conocido.

No era una sensación reconfortante. No le gustaba. Pero sospechaba que cuando Rose se marchara sería aun peor.

CAPÍTULO 5

ROSE se movió. Se sentía cálida y maravillosamente cómoda; se arrebujó más bajo la manta. Era tan agradable. El peso que tenía contra la espalda también se movió, adaptándose a la curva de su columna vertebral. También eso fue agradable. Había necesitado tanto tiempo para acostumbrarse a despertar sola.

Se quedó helada y abrió despacio los ojos con los sentidos en alerta máxima.

No estaba sola.

El sol se filtraba suavemente a través de la cortina negra de la tienda de Hassan. La sensación somnolienta de confort se evaporó al recordar con terrible claridad los acontecimientos de la noche anterior. ¿Qué podía hacer una chica? ¿Debía volverse y dejar que su captor la tomara en brazos para concluir lo iniciado entonces? O debería decantarse por la indignación?

Se decidió por eso último y antes de correr el peligro de debilitarse se incorporó dominada por la indignación. Su acompañante también se levantó de un salto y ladró excitado.

Era el perro. Solo el perro.

Volvió a dejarse caer sobre la almohada y permitió que su corazón desbocado se relajara un poco. No se trataba de Hassan. El alivio luchó con la decepción. Era evidente que llevaba sola demasiado tiempo.

El perro bostezó, luego se acomodó con la cabeza en su estómago.

– De modo que duermes en la cama, ¿eh? -comentó en cuanto recuperó el aire-. A mi madre le daría un ataque si pudiera verte -le acarició la cabeza-. No aprueba que los perros se suban a la cama -tampoco aprobaba demasiado a los maridos. Solo los amantes recibían su beneplácito Era uno de esos desacuerdos entre madre e hija que aún no había sanado entre ellas, mucho después de que ya no tuviera marido.

Un movimiento que captó por el rabillo del ojo hizo que alzara la cabeza. Hassan, atraído sin duda por el ruido, había abierto las cortinas.

– ¿Ha dormido bien?

Asombrosamente bien, mientras que él daba la impresión de haber pasado una noche mala. Pero antes de poder formular una respuesta sensata, los interrumpieron.

– ¡Lo sabía! -una mujer pequeña, cubierta con una capa y un velo, apareció a su lado y, sin aguardar una invitación, entró. Después de confirmar sus peores sospechas, se volvió hacia él-. ¡Por el amor del cielo, Hassan! -exclamó entre indignada y exasperada-. ¿En qué diablos estás pensando?

¿Sería su esposa? Rose ni siquiera había pensado que tuviera una. Hacía tiempo que no se ruborizaba, pero enfrentada a un bochorno casi constante, descubrió que aún recordaba cómo se hacía.

Hassan no contesto en el acto ni intentó defenderse. Al parecer ella tampoco esperaba que lo hiciera, ya que se acercó a la cama. Retiró la capa y el velo y se reveló como una mujer joven y hermosa vestida con una pesada camisa de seda y una falda de corte bonito que se detenía justo encima de las rodillas.

– Nadim al Rashid -dijo al tiempo que extendía una mano pequeña hacia Rose-. Me disculpo por la conducta de mi hermano. Su corazón está en el lugar adecuado, pero, como la mayoría de los hombres, tiene el cerebro de una mula. Ahora mismo vendrás conmigo a casa; allí estarás a salvo hasta que regrese Faisal. Y, mientras tanto, podremos pensar en algún modo de explicar tu desaparición.

¿Faisal? La mente de Rose se puso a trabajar. Esa joven no podía ser más que la hermanastra de Hassan. Eso la convertiría en la hermana de Faisal y, sin embargo, tenía toda la intención de arreglar el lío de Hassan. La acción directa parecía ser una característica de la familia.

Rose lo miró, pero él daba la impresión de querer evitarla; se mordió el labio. No era conveniente reír de forma muy obvia. Observaría la diversión mientras Nadim lo reprendía.

– ¿En qué estabas pensando, Hassan? -repitió, pero no le dio oportunidad de responder-. No, no me lo digas, lo adivino. ¿Has hablado con Faisal? -Hassan le lanzó una mirada de advertencia, que ella soslayó-. ¿Y bien?

Al ver que no había manera de detenerla, se encogió de hombros y le concedió el punto.

– Envié a Partridge a los Estados Unidos a buscarlo, pero eludió a sus guardaespaldas y se marchó a alguna parte.

– Qué desconsiderado -soltó ella-. Me pregunto quién le enseñaría ese truco.

– Yo llevo la situación -manifestó él con los dientes apretados-. Déjamela a mí.