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– Nadie podría culparlo por no tomárselo bien.

– Nadie lo hizo. Y nadie trató de detenerme. Desheredado, me afeité la barba, me dediqué a vestir de negro y me comporté muy mal. Puede que me quitara el derecho al trono, pero mi abuelo compensó la pérdida de otras maneras. Me vi con demasiado dinero y muy poco sentido común y me dediqué a demostrarle al mundo que el abuelo había tomado la decisión correcta, mientras Abdullah y sus partidarios se mantenían al margen, prácticamente animándome, con la esperanza de que me autodestruyera. Yo era inmaduro, malcriado y estúpido. Lo sé porque mi madre, que haría casi cualquier cosa antes que subir a un avión, voló a Londres con el único propósito de decírmelo a la cara.

– Sin embargo, no volvió a dejarse la barba. Ni adoptó una forma más conservadora de vestir. Tampoco moderó mucho su comportamiento.

– ¿El rebelde arrepentido como un perro apaleado? Cuánto habría disfrutado Abdullah con eso. Habría hecho correr rumores de que intentaba recuperar el favor perdido y que planeaba apoderarme del trono, una excusa perfecta para actuar en contra de Faisal y de mí. No, estoy dispuesto a soportar mi conducta hasta que mi hermano se encuentre instalado a salvo en el lugar que por derecho es suyo -la miró-. Y mientras mi primo menos predilecto esté ocupado buscándola a usted, Rose Fenton, aún hay tiempo.

Con la cabeza señaló hacia la costa, donde había aparecido un par de helicópteros de búsqueda. Se apoyó sobre un codo sin mostrar señal alguna de preocupación.

– ¿Qué hará si se presentan en el campamento?

– Dispararle al primer hombre que intente entrar en los alojamientos de las mujeres.

– ¿Alojamientos de las mujeres? ¡Vaya!

– ¿Qué tiene de malo?

– Bueno, para empezar, solo estoy yo, y no soy una de sus mujeres.

– Se halla bajo mi protección. Una mujer o cien, ¿qué diferencia hay?

– Pero matar a alguien… -lo observó.

– No he dicho matar. Solo disparar. Una bala en la pierna del más valiente por lo general basta para desanimar al resto -se encogió de hombros-. No esperarían nada menos -al ver que seguía sin estar convencida, añadió-: Me harían lo mismo si la situación fuera al revés.

– Pero… -tembló-… eso es tan primitivo.

– ¿Se lo parece? -los ojos grises brillaron bajo el sol-. Puede que tenga razón. Lo primitivo se encuentra más próximo de la superficie de lo que la mayoría está dispuesta a reconocer, Rose, como casi descubrió usted en persona anoche.

Hablaba del momento en que ambos habían estado a punto de abandonar cualquier atisbo de comportamiento civilizado, de lanzarse al abismo.

Claro que solo se había debido a la tensión. Captor y cautiva unidos en una atmósfera precaria y cargada, una olla de emociones combustibles que, bajo presión, alcanzó una temperatura increíble…

Apartó rápidamente la vista. Los helicópteros habían bajado en dirección a la costa.

– Creo que será mejor que volvamos mientras aún puedo moverme. Hace semanas que no realizo ningún ejercicio serio y después de esto quedaré rígida como una tabla de madera.

– ¿De verdad? -se levantó y le ofreció la mano. Tras una fugaz vacilación, ella la aceptó y Hassan la ayudó a incorporarse. Durante un momento retuvo sus dedos-. ¿No me diga que ha estado perdiendo el tiempo en el club de gimnasia?

– Si me ha vigilado con tanta atención, sabrá qué he estado haciendo -una tabla ligera de ejercicios durante la mañana para recuperar el tono muscular después de semanas de forzado ocio. Poca preparación para montar uno de los caballos de Hassan.

El no confirmó ni negó la acusación.

– Cuando me lo diga, será un placer darle un masaje con linimento.

Durante un instante fugaz ella permitió que su imaginación se desbocara para pensar en sus manos frotándole un ungüento por los hombros y la espalda, a lo largo de los tensos músculos de las piernas. No dudó de que sería capaz de hacer que se sintiera mucho mejor. Pero retiró la mano, hizo una mueca y comenzó a reír.

– Gracias, Hassan, pero creo que será mejor que sufra. Usted ya representa suficientes problemas.

Suficientes problemas. ¿Cuántos eran suficientes? ¿Hasta dónde tenía que llegar un hombre antes de alcanzar el límite de los problemas en que podía me- terse y, aun así, encontrar la salida al final?

Siempre que diera por hecho que deseara salir.

Hassan caminaba impaciente con el teléfono al oído a la espera de que Simon Partridge contestara. Mientras esperaba y se dijo que lo mejor era encarar la realidad.

Rose Fenton era una mujer con el mundo a punto de rendirse a sus pies. Dentro de una semana la prensa le suplicaría que contara su historia. Probablemente Hollywood querría hacer una película y su agente celebraría una subasta para colocar su libro.

Cada vez que se acercaba a ella le facilitaba todo. Solo tenía que mirarlo para que deseara contarle sus secretos más profundos, sus anhelos más íntimos, en los que siempre parecía estar el deseo de dedicar una vida a conocerla.

A cambio, se ofreció a darle un masaje. ¿Hasta dónde podía ser torpe un hombre? Aunque resultaba demasiado fácil imaginar la cálida seda de su piel deslizándose bajo sus manos.

Soltó un gemido sentido. Era imprescindible que la situación acabara cuanto antes.

– ¡Vamos, Partridge! ¿Dónde diablos estás?

Piel de seda, labios de seda. Se detuvo, cerró los ojos y durante un momento se permitió recurrir al recuerdo de sus labios cálidos abriéndose para él, al dulce sabor de Rose en su lengua.

Había tenido la intención de mantener todo de forma estrictamente impersonal. Guardar las distancias. Tendría que haber sido fácil. Ella era una reportera y, por principio, a él le desagradaban los periodistas. Pero desde el momento en que contestó al teléfono y su voz le llenó la cabeza, quedó cautivado.

Dejó de andar y se apoyé en el tronco de una antigua palmera. ¿A quién quería engañar? Rose tenía algo especial que hacía que la gente pusiera las noticias de la noche para ver el informe desde su último destino. Era algo especial que hacía que a la gente le importara, y ya había descubierto de qué se trataba.

Bajo su fachada de dureza era vulnerable. Reía con más presteza de la que lloraba, aun cuando lo que más deseaba fuera eso último.

Ese día había estado apunto de manifestar su dolor. Hassan había querido abrazarla, consolarla, saber qué clase de hombre podía provocar esa expresión en sus ojos… Querer ser ese hombre.

– Sí… Hola… -una voz aturdida irrumpió en sus pensamientos.

– ¿Partridge?

– ¿Excelencia? -se oyó un ruido-. ¿Qué sucede?

– Nada. Eso es lo que pasa -su irritación congeló la distancia que los separaba-. ¿Lo has encontrado?

– Excelencia, en cuanto lo haga se lo comunicaré. Pero aquí son las cuatro de la mañana…

– ¿Y? -espetó.

– Que no he podido acostarme hasta las dos -replicó Partridge de mal humor, plenamente despierto ya-. La mejor información de que dispongo es que Faisal se ha encerrado en una cabaña en las Adirondacks con una joven. Pero nadie sabe con quién ni en qué cabaña, y hay un montón. Como no están alineadas en orden a lo largo de un bonito camino, lleva tiempo comprobarlas -hizo una pausa-. Y mientras hablamos de personas perdidas, ¿cómo se encuentra la señorita Fenton? Imagino que se ha enterado de su desaparición. La CNN no para de hablar de ello.

Hassan sonrió con gesto sombrío ante el sarcasmo de su secretario. El secuestro de Rose explicaba su inusual malhumor.

– ¿Y quién sugieren que es el responsable?

– Parece que nadie tiene idea. O por lo menos no lo dicen. La explicación de Abdullah es que debió alejarse del coche de Tim mientras él perseguía al caballo y se perdió, o lo achaca a que quizá cayó en una hondonada.