– ¿Rose Fenton? No puede hablar en serio.
– Es mucho más agradable que reconocer que pueda haber sido secuestrada. Usted dijo que no haría nada… parecido.
«¿Como qué? ¿Qué pensaba Partridge que le estaba haciendo a su heroína de las ondas televisivas?»
– ¿De verdad? Yo recuerdo una conversación algo diferente. Sin embargo, puedes estar tranquilo de que la señorita Fenton se encuentra en perfecto estado y Contenta de ser mi invitada. Tu preocupación es injustificada, créeme. Es muy capaz de enfrentarse a la situación, De hecho, diría que se está aprovechando de ser el centro de una historia importante. Y prometo que no corre peligro.
– ¿No? -Partridge no quedó convencido, aunque ambos sabían que no le preocupaba el peligro físico.
– ¿Sabías que estuvo casada? ¿Por qué no llamas a tus contactos en Londres y averiguas todo lo que puedas sobre él? Con todo el interés que hay ahora en ella, no ha de resultarte difícil.
– ¿Es una orden o una sugerencia? -solo Partridge podía crisparse a larga distancia.
– Yo no hago sugerencias -repuso con sequedad-. Y mientras tanto, si tanto te preocupa el bienestar de Rose Fenton, te sugiero que encuentres a Faisal y lo traigas aquí sin demora. Luego tienes mi permiso para decirme a la cara lo que piensas en este momento.
– No necesito su permiso para eso -manifestó con rigidez-. Y cuando se lo haya dicho, tendrá mi dimisión.
– Puedes desafiarme a un duelo si eso te hace feliz, pero no hasta que no hayas localizado a Faisal.
Rose cruzó hasta la tienda y entró. Se quitó el keffiyeh, tiró a un lado la capa y se alisó el pelo, alzándolo del cuello.
Tenía calor, estaba polvorienta y la camisa se le pegaba a la espalda. Lo que necesitaba era una ducha, pero el depósito se hallaba vacío. Solo le quedaba el arroyo, aunque le daba la impresión de que lo tenía prohibido hasta que Hassan lo autorizara.
Echó un poco de agua en la jofaina y se lavó las manos y la cara. Luego se sirvió un vaso de té con hielo de un termo. Primero llamaría a su madre. Y comprobaría su buzón de voz.
Sin duda Gordon habría dejado un mensaje para ella. De hecho, varios mensajes. A nadie más se le habría ocurrido. Nadie más sabía que tenía el teléfono.
Permaneció durante un rato bajo la entrada, bebiendo té y contemplando el oasis. Reinaba tanta paz. En el calor hasta los perros tenían la sabiduría de no desperdiciar energía ladrando en vano.
«No estés de pie cuando puedas estar sentada; no estés sentada cuando puedas estar tumbada». En la soporífera quietud del mediodía, esa filosofía ejercía cierto atractivo. Se sentó en un sillón de loneta situado a la sombra del toldo.
El Saluki de Hassan se estiró a sus pies mientras que el desierto daba la impresión de que había todo el tiempo del mundo. Costaba pensar en otra cosa que no fuera el horizonte vacío. Solo quería estar ahí, cabalgar, charlar.
Hacer el amor.
«Junto a la corriente», pensó. Bajo las palmeras y los granados, donde quedarían ocultos al mundo por las adelfas. El haría que extendieran una alfombra de seda y cojines blandos.
Hassan era peligroso, representaba problemas, pero hacía que su sangre hirviera.
Hacer el amor.
Las palabras habían surgido en su cabeza sin que las invocara, pero ya no querían irse.
Hacía tiempo que el amor no figuraba en su lista de deseos. Desde que casi seis años atrás encontró a Michael muerto en el establo. Más tarde el médico la informó de que había sido rápido. Su corazón era una bomba de tiempo a la espera de activarse, y aunque hubiera estado con él no habría podido hacer nada para salvarlo.
Aunque los hijos de él la habían culpado por lo sucedido. Pero no tanto como se había culpado ella misma. No obstante, el doctor tenía razón. Michael había conocido los riesgos que corría al no querer compartir su estado y brindarle lo que necesitaba. Había sido tan gentil. Tan amable. Y ella lo había hecho feliz. No tenía nada que reprocharse.
Y en ese momento Hassan le había recordado que la vida continuaba. Era una mujer joven. Se juró que la próxima vez que él deseara jugar al salvaje, no escaparía con tanta facilidad. Al dejar el vaso se dio cuenta de que sonreía.
Hassan cortó, le arrojó el teléfono al hombre que sostenía las riendas de su caballo, montó y cabalgó de vuelta al oasis, con la esperanza de que el esfuerzo físico apaciguara la necesidad, las emociones encontradas que le provocaba Rose Fenton.
Venían de mundos distintos y se veía obligado a enfrentarse al abismo que los separaba. No era nada relacionado con la riqueza y el poder. Se trataba de algo básico, parte de quienes eran ellos.
Le provocaba ira. Inquietud. La deseaba tanto que le parecía que la piel era dos tallas más pequeñas para su cuerpo; peor era la certeza de que ella lo sabía. Por la expresión de sus ojos no haría falta mucho para tentarla a compartir la cama con él. Pero sería de acuerdo con los términos de Rose, no los suyos. En una o dos semanas ella se iría, reanudaría su carrera, proseguiría su vida. Sin embargo, lo habría marcado para siempre, mientras que Rose no tardaría en olvidarlo, su imagen quedaría borrosa por media docena de encuentros casuales.
Respiró hondo y se obligó a estirar los dedos, forzándose a desterrar ese pensamiento. No era una buena idea reflexionar en ello. Se negó. Se mantendría apartado de ella. Ya tenía suficientes problemas que requerían su atención.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Lo único que había deseado era alejarla de Abdullah, crear suficiente confusión mientras traía a Faisal a casa y lo presentaba ante su pueblo con la prensa del mundo de testigo.
A cambio, ella se había apoderado de sus sentidos. El susurro ronco de su voz era un eco constante en su cabeza. Sabía que durante el resto de su vida lo único que tendría que hacer sería cerrar los ojos para verla. Un momento indignada, al siguiente riendo, luego mirándolo con ojos que eclipsaban el sol.
Lo habían educado para creer que un matrimonio pactado, en el que ambas partes reconocían un mismo objetivo, tenía más posibilidades de éxito que un encuentro fortuito con una desconocida. Lo había aceptado; sabía que podía funcionar. Nadim era feliz. Leila, su hermana menor, estaba satisfecha. Lo sabía, pero había resistido todos los intentos de su familia por convencerlo de que una mujer específica sería la esposa perfecta.
No obstante, jamás había creído en el amor sentimental. Nunca había creído en ese reconocimiento instantáneo cuando un hombre veía a la única mujer que tenía en su poder hacerlo feliz el resto de su vida.
Hasta ese momento, en que el vacío de un futuro sin Rose Fenton a su lado lo consternaba.
Era una locura. Ridículo. Imposible.
Abrió los ojos y dejó que la preciada imagen se desvaneciera. Del mismo modo en que tendría que dejarla partir. Rose pertenecía al mundo, mientras que él pertenecía a ese lugar. Quizá Nadim tenía razón. Era hora de tomar una esposa, tener hijos, asumir su sitio en el futuro de su país. Faisal necesitaría a alguien en quien pudiera confiar para que le cuidara la espalda.
Y mientras tanto mantendría la distancia con la hermosa Rose Fenton. Supuestamente había ido al desierto a cazar. Quizá era hora de llevar a los halcones y a los perros al desierto. Hora de establecer una lejanía entre la mujer que quizá pudiera tener pero nunca retener.y él.
Era una idea atractiva. Por desgracia, la vida no resultaba tan sencilla. Sabía que aunque ella protestara, no podía dejarla sin su protección.
Delante vio el campamento. Se desvió con la intención de llegar al borde del agua y meterse en ella para enfriar su encendida piel.
Un grito lo distrajo, y al volverse vio a uno de sus hombres correr a su encuentro.
Rose suspiró, miró el reloj y se dio cuenta de que llevaba sentada allí más tiempo del imaginado.