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Su mente había estado vagando, desperdiciando un tiempo precioso. ¿Qué diablos le sucedía? Gimió al erguirse. Había olvidado lo duro que era para los músculos cabalgar después de tanto tiempo sin hacerlo.

El linimento aparecía cada vez más atractivo, O quizá solo era la idea de que se lo aplicara Hassan. No tendría que haberlo rechazado con tanta presteza. Con una mueca de dolor, alargó la mano hacia la caja de toallitas de papel. Entonces frunció el ceño.

La noche anterior lo había dejado todo revuelto, pero lo habían ordenado y limpiado. Miró alrededor. Alguien había estado allí. Alguien había doblado su camisón, se había llevado el shalwar kameez, había hecho la cama.

Dominada por un pánico súbito, aferró la caja, pero incluso al introducir la mano supo que era inútil.

– ¿Busca esto?

Giró en redondo. Hassan dejó que la cortina se cerrara detrás de él y se acercó con el teléfono móvil entre los dedos pulgar e índice de la mano.

Durante un instante a ella no se le ocurrió nada que decir; él sabía la respuesta y no tenía mucho sentido exponer lo obvio. Pero como era evidente que esperaba alguna respuesta, se encogió de hombros.

– No imaginé que tendría una criada en el desierto.

CAPÍTULO 7

HASSAN no respondió con una de esas sonrisas irónicas que tan bien dominaba. Quizá no estaba de humor. Bueno, ¿quién podría culparlo?

– ¿A quién ha llamado, Rose -preguntó con serenidad y admirable dominio de sí-. Más importante aún, ¿qué ha contado?

– A nadie -repuso, decidiendo que era un momento idóneo para ir al grano-. Y nada.

– ¿Espera que crea eso?

Rose pensó que sería agradable. Aunque no lo culpaba por dudar de su rectitud. De haber estado en su lugar, ella también habría dudado.

– No fue por no intentarlo -aseguró-. Anoche no pude hablar con mi madre. Daba comunicando en todo momento, lo cual no me extraña. Probablemente siga así. Y no quise poner a mi hermano en una situación en la que tuviera que ocultar la verdad. Lo haría si se lo pidiera, pero el pobre no podría engañar a nadie.

– ¿Y por qué tendría que ocultar la verdad?

– Bueno, no podría comunicarle dónde me encontraba, solo quién me había secuestrado, y eso no me pareció una buena idea.

– ¿Y su despacho? -la miró de forma rara-. ¿No llamó allí?

– Tendría que haberlo hecho. Gordon se pondrá furioso. Pero únicamente podría haberle contado que usted me había secuestrado…

– ¿Me quiere decir que no lo haría? ¿No se lo contaría a su editor? ¿Ni a su hermano? ¿Por qué?

Analizándolo desde la perspectiva de Hassan, pudo comprender el problema.

– Primero quería averiguar por qué lo había hecho… antes de que Abdullah enviara a sus tropas.

– Oh, claro -al final se rindió al sarcasmo.

– Devuélvame el teléfono.

– ¿Bromea?

– Démelo y le demostraré que no realicé ninguna llamada -él no pareció considerarlo una idea buena-. Ya he llamado a la caballería, Hassan, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Entrégueme el teléfono.

Se lo dio con un encogimiento de hombros y Rose tecleó el código de su buzón de voz. Había tres mensajes de Gordon. El último, en el que le proporcionaba un número que sería atendido las veinticuatro horas del día, figuraba que había sido grabado menos de una hora antes. Lo extendió para que Hassan escuchara mientras los mensajes se repetían.

– Bastante concluyente, ¿no le parece? -Hassan no respondió, sencillamente cerró el aparato, se lo guardó en el bolsillo y la contempló como si intentara decidir qué tramaba-. Bueno, no esperaré que se disculpe, pero quiero que mi cadena tenga la exclusiva de toda la historia. Creo que es justo. Y va a necesitar algo de ayuda para obtener en el momento idóneo la atención de los medios que tanto busca. Yo Podría organizarlo…

Era bastante razonable y si tenía en cuenta todo lo que le había hecho pasar, debería haberse puesto de rodillas para agradecérselo. Pero la miró con expresión seria.

– Sabe lo que es usted, ¿verdad? -afirmó sin rodeos-. Es una idiota.

«No anda muy descaminado», pensó Rose.

– No puedo creer que sea tan estúpida -continuó él-. Tan irresponsable. Tan… tan…

– ¿Tonta? -aportó. Fue un error. Consiguió que él casi estallara.

– Disponía de los medios para salir de aquí pero decidió, en la mejor tradición de las heroínas de cómics, que tenía que ir en pos de la historia. ¿Es así?

– Hassan…

– Rose Fenton, la Intrépida Reportera. Jamás pierde una noticia, jamás se le escapa una exclusiva. No me conoce -prosiguió, soslayando el intento de ella de interrumpirlo-. Puede que no tenga ni idea de lo que he planeado hacer con usted.

Ella abrió la boca para decirle que no parecía un tratante de esclavas blancas, pero su entrecejo la advirtió de que más le valía que la interrupción fuera por algo bueno.

– ¿En qué diablos pensaba, Rose? ¿Qué sucederá la próxima vez que alguien la atrape en la oscuridad? ¿Se dirá que no hay nada de qué preocuparse porque la última vez, todo salió bien? Pensará, «¡Qué diablos! Hassan era un verdadero caballero y obtuve un aumento de sueldo por la historia que conseguí»? -ella esperó en silencio-. Y bien?

Se encogió ante el súbito latigazo de su voz. Parecía que al fin se había desahogado y estaba impaciente por recibir una explicación de su comportamiento aberrante.

Por desgracia, Rose no podía explicar por qué había seguido su instinto en vez de lo que dictaba la discreción.

– ¿Sabe?, no estoy tan convencida de eso último del caballero -informó ella-. Anoche fue… -no, mejor olvidar lo de la noche anterior-. Y en cuanto a la subida de sueldo -se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? No llamé a mi editor cuando podía y tendría que haberlo hecho, y usted aún no me ha prometido la exclusiva. Si no la consigo, puede olvidarse de ese aumento; probablemente tenga que buscarme otro trabajo.

Un sonido parecido a un siseo indignado escapó de labios de él, y mientras la aferraba por los brazos y la ponía de pie, hasta dejar su cara a meros centímetros de la suya, Rose llegó a la conclusión de que había abusado de su suerte hasta el límite.

Quizá un poco más.

– De acuerdo, de acuerdo -concedió rápidamente-. Soy estúpida. Muy estúpida. De hecho, soy famosa por ello. Pregúnteselo a cualquiera. Si me suelta y me devuelve el teléfono, llamaré un taxi y lo dejaré en paz.

Durante un instante él siguió sosteniéndola pegada a su cuerpo, de tal modo que la punta de los pies apenas lograba tocar el suelo. A la tenue luz del sol que se filtraba en la tienda, la atmósfera se alteró sutilmente.

La ira que lo dominaba amainó. Rose sintió que la invadía una oleada de calor. Se quedó sin aire y la boca se le ablandó, separó los labios, deseando más que nada que él la besara. La abrazara. La amara.

Si tanto le importaba su bienestar, no debería ser imposible. Si pudiera tocarlo, acariciarle la cara, tomarle la mano, quizá lo convenciera.

Pero tenía los brazos inmovilizados al costado, y pasado un momento Hassan la bajó con cuidado y le soltó los brazos. Solo entonces retrocedió un paso.

– Taxis… -tenía la voz trémula.

Bueno, también ella temblaba toda, y si lo que Hassan buscaba en esa ocasión era el control, iba a cerciorarse de ponerle difícil resistir ese tirón primitivo de necesidad que los dominaba a ambos.

Se equivocaba en que él no era un caballero. Había tenido un desliz una vez pero no lo repetiría. No sin una provocación insoportable. Al ver la intención de Rose en sus ojos, dio otro paso atrás.

– ¿Taxis? -instó ella, siguiéndolo con la esperanza de que olvidara las consecuencias y poder ver cómo sus ojos de granito se derretían como la lava.

– No estamos en Chelsea, Rose. Aquí no hay taxis.