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A pesar de la valerosa exhibición de narcisos en los parques, en Londres la primavera no había llegado a establecerse, y su madre la había obligado a ponerse ropa interior térmica y un jersey grueso.

– ¿Te encuentras bien, Rose? Debes estar cansada del viaje.

– No te preocupes, Tim -la pregunta ansiosa de su hermano hizo que pareciera exactamente como su madre, y no estaba acostumbrada a que la cuidaran tanto. Se quitó el jersey-. No soy una inválida, solo tengo calor -espetó. Había estado de muy mal humor la semana anterior al caer con neumonía, pero la evidente preocupación de Tim hizo que se arrepintiera-. Diablos, lo siento. Lo que pasa es que durante el último mes mamá me ha tratado como a una heroína del siglo diecinueve a punto de morir de agotamiento -sonrió y enlazó el brazo con el de Tim-. Pensé que había escapado de su yugo.

– Bueno, he de reconocer que no tienes tan mal aspecto como había esperado después de los comentarios de mamá -bromeó como solían hacerlo-. Empezaba a preguntarme si debía alquilarte una silla de ruedas.

– No será necesario.

– Entonces, ¿solo un bastón?

– Únicamente si quieres que te golpee con él.

– Es obvio que te estás recuperando -rió.

– Me quedaban dos opciones: recuperarme con rapidez o morir de aburrimiento. Mamá no me dejó leer nada más exigente que una revista de tres años de antigüedad -le informó mientras la conducía en la dirección de un Range Rover polvoriento de color verde musgo-. Y cuando descubrió que veía las noticias, amenazó con confiscarme el televisor.

– Exageras, Rose.

– ¡En absoluto! -entonces cedió-. Bueno, quizá un poco. Solo un poco -sonrió-. Pero no estoy cansada, de verdad. Viajar en el avión privado del emir se parece a hacerlo en clase turista tanto como una bicicleta a un Rolls Royce. Sí, es volar, Tim, pero no como nosotros lo conocemos -respiró el cálido aire del desierto-. Esto es lo que necesito. Espera a que me quite la ropa térmica, y no podrás pararme.

– Te lo advierto, tengo órdenes estrictas de evitar que hagas alguna actividad demasiado física.

– Aguafiestas. Anhelaba que algún príncipe del desierto de nariz aquilina me llevara en algún corcel negro -al ver que su hermano no parecía demasiado complacido con la idea, le apretó el brazo-. Bromeaba. Gordon me dio un ejemplar de El Jeque para leer en el avión -sin duda era lo que su editor de noticias consideraba una broma. Tenía un extraño sentido del humor. O quizá había sido una excusa para transmitirle toda la información que había sido capaz de obtener de la situación en Ras al Hajar delante de los ojos atentos de su madre-. No sé si era una inspiración o una advertencia.

– ¿Quieres decir que lo leíste?

– Es un clásico de ficción femenina -protestó.

– Bueno, espero que lo tomaras como advertencia. He recibido instrucciones de mamá, y, créeme, montar a caballo queda descartado. Se te permite estar a la sombra junto a la piscina con una lectura ligera por la mañana, pero solo si prometes no meterte en el agua…

– He pasado semanas así, Tim. No prometo nada.

– Solo si prometes no meterte en el agua -repitió con una amplia sonrisa- y te echas una siesta por la tarde. Nos diste a todos un buen susto, ¿sabes?, al desmayarte en medio de las noticias.

– Muy mala costumbre -acordó con firmeza-. Se supone que yo las transmito, no que las produzco…

– calló al ver una limusina negra, con los cristales ahumados, alejarse del aeropuerto.

El ocupante del coche sin duda era la razón para el vuelo del avión privado del emir en el que su hermano había conseguido acomodarla. Con un impecable traje oscuro a medida, una camisa a rayas discretas y una corbata de seda, podría haber sido el presidente de cualquier empresa pública. Pero no lo era.

Sus miradas se habían encontrado y el reconocimiento mutuo había sido instantáneo antes de que una azafata cerrara con presteza la puerta de su sección, más acostumbrada a llevar princesas que curiosas periodistas.

Lo cual había sido una pena. El príncipe Hassan al Rashid figuraba entre los primeros de su lista de personajes que debía conocer. Entre los recortes de periódicos, la fotografía del rostro anguloso con penetrantes ojos grises había sido la única que había captado su atención.

El príncipe Hassan se había detenido al entrar en la nave, y en el instante antes de que se cerrara la puerta, sus ojos la habían inmovilizado con una mirada que le provocó rubor en las mejillas y le hizo desear bajar hasta los tobillos la falda que le cubría las pantorrillas. Era una mirada que hizo que se sintiera enteramente femenina, vulnerable de un modo que para una periodista de veintiocho años resultaba embarazoso.

Una periodista de veintiocho años, con un matrimonio, una guerra y media docena de entrevistas exhaustivas con primeros ministros y presidentes a su espalda.

Pero era capaz de reconocer a un hombre muy peligroso cuando lo veía, y la fotografía del príncipe, un retrato formal, impasible y posado, no se acercaba a lo que de verdad representaba.

Sabía que, de acuerdo con las costumbres de él, le mostraba más respeto soslayando su presencia que si hubiera viajado a su lado, pero como periodista no podía evitar sentirse decepcionada. Lo que más la perturbaba era su decepción como mujer.

Además, semejante respeto contradecía su fama como playboy, cuya riqueza, según los rumores, pasaba directamente de los pozos de petróleo a las muñecas y cuellos de mujeres hermosas y a las mesas de juego más exclusivas del mundo.

Pero al llegar a Ras al Hajar, su hogar, al parecer había decidido seguir las costumbres. Al bajar del avión antes que ella, para ser recibido por los funcionarios formados en la pista, había prescindido del caro traje italiano para ponerse el atuendo de un príncipe del desierto. Un príncipe de negro.

Tim la vio mirar en dirección a la limusina mientras el sol de la mañana se reflejaba en las oscuras ventanillas.

– El príncipe Hassan -murmuró.

– ¿El príncipe qué? -preguntó, fingiendo ignorancia. Hacía tiempo que había aprendido que la gente le revelaba más cosas de esa manera. Pero Tim no recurrió a los rumores locales tal como había esperado.

– Nadie que deba interesarte, Rose. Es solo el playboy del país.

– ¿De verdad? Por las reverencias que le dedicaron al bajar del avión, pensé que debía ser el siguiente en la línea de sucesión.

– No es el siguiente en la línea de nada -Tim se encogió de hombros-. Hassan recibe tantos respetos porque su padre recibió una bala destinada al viejo emir. De hecho, varias balas.

– ¿Oh? -«hazte la tonta, Rose, hazte la tonta»-. ¿Recibió disparos? -la mirada de incredulidad de Tim la advirtió de que quizá había ido demasiado lejos en su fingimiento.

– Sí, le dispararon, y su recompensa por una bala en el hombro y una pierna destrozada fue la mano de la hija predilecta del viejo emir y una vida de ocio. Aunque no vivió demasiado para disfrutarla.

– ¿No sobrevivió al ataque, entonces?

– Se recuperó muy bien, pero unos meses después de la boda falleció en un accidente de tráfico.

– Qué terrible -luego-. ¿Fue un accidente?

– Eres suspicaz, ¿eh? -su hermano sonrió, luego se encogió de hombros-. Tu conjetura es tan válida como la mía, y eso es lo único que puede hacer la gente… conjeturar.

– Bueno, vivió lo suficiente para tener un hijo -sintió pesar ante los recuerdos profundamente enterrados-. Es lo más cerca que podemos llegar de la inmortalidad.

– Rose -musitó Tim.

Ella respondió con un «Hmm» distraído mientras observaba cómo se alejaba la limusina del aeropuerto. Podía ser su trabajo estar interesada en cualquiera tan próximo al trono sin poder llegar a aspirar a él, pero algo más avivaba su curiosidad sobre el hombre que había detrás de esos ojos grises.