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– Oh, bueno, solo era una idea -y cuando él salió de la tienda y la atmósfera dejó de vibrar con amenazas y deseos silenciosos, añadió-: Imagino que eso significa que debo parar.

Entonces se sentó en la cama. Había perdido el teléfono pero no le importaba. La situación ya no tenía nada que ver con la historia. Además, se suponía que estaba de vacaciones.

¿Qué había dicho cuando la tomó cautiva? ¿Un poco de placer, un poco de romance? Bueno, en ese momento era exactamente lo que quería.

Era una pena que por una vez en la vida su príncipe playboy hubiera decidido comportarse bien. En teoría, aplaudía su decisión de reformarse. En la práctica, no le agradaba demasiado el momento elegido, aunque comprendiera el motivo.

Se apoyó en las almohadas y sonrió. Era responsable de ella y dependía de Rose cerciorarse de que se tomara bien en serio sus responsabilidades.

– No puedes besarme y huir, Hassan -musitó en el silencio del calor del mediodía-. No te lo permitiré.

Hassan no perdió el tiempo en enfriarse. Recogió un cubo de agua del abrevadero de los caballos y se lo echó por la cabeza.

Una acción semejante por lo general habría provocado bromas de los hombres con los que había crecido, a los que conocía de toda la vida. Fue revelador que ninguno de ellos siquiera sonriera.

Rose Fenton lo agitaba con solo respirar. Deseó no haber oído hablar jamás de ella, que nunca hubiera ido a Ras al Hajar. Deseó, deseó, deseó…

Sus hombres aguardaban órdenes. Las dio y le habría gustado poder eliminar sus problemas con tanta facilidad…

Entonces se dio cuenta de que sí podía. O al menos uno. Si llamaba a Nadim y aceptaba su oferta de ocultar a Rose durante unos días, la perdería de vista. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y lo activó. Lo haría en ese mismo instante.

Su hermana se puso al teléfono, no muy contenta de que la interrumpiera en el trabajo que realizaba en la clínica de uno de los barrios más pobres de la ciudad.

– ¿De qué se trata, Hassan? Estoy ocupada.

– Lo sé y lo siento pero quiero que… necesito que… -maldita sea., no podía.

– ¿Qué sucede, hermano? ¿Tu dama periodista empieza a ser demasiado ardiente para poder controlarla? -la risa exhibió un toque de simpatía que lo desequilibró momentáneamente.

Pero aunque Rose Fenton lo quemaba hasta la médula, no iba a reconocérselo a su hermana menor.

– No. Lo que pasa es que creo que tienes razón.

– Bueno, siempre hay una primera vez para todo. ¿Razón en qué?

– Acerca del matrimonio. Creo que es hora de que tenga una esposa.

– ¡Hassan! -no intentó ocultar el asombro ni la felicidad que le provocaba la noticia.

– Deberé quedarme aquí en cuanto Faisal vuelva. Necesitará a alguien en quien confiar.

– Y tú necesitarás a alguien que te dé calor en esa fría fortaleza que llamas hogar.

– Arréglalo, ¿quieres?

– ¿Tienes a alguien en especial en mente? ¿O quizá la señorita Fenton desea reclamar el premio?

– Por favor, sé seria, Nadim.

– Lo soy. Tiene poder sobre ti. No podré hablar con nadie más hasta que aclares eso.

– Lo aclararé, pero, mientras tanto, ¿querrás buscar a una chica tranquila que no sea respondona?

– Nadim guardó silencio tanto rato que tuvo miedo de haberse traicionado-. Una chica que sea una madre apropiada para mis hijos -anunció con brusquedad-. Estoy seguro de que sabrás encontrar una lista adecuada de vírgenes.

– Déjamelo a mí, Hassan -manifestó con suavidad-. Veré si puedo encontrar a alguien que te guste.

– Me has insistido mucho tiempo. Ahora no me hagas esperar -cortó la comunicación.

Un hombre debía casarse tarde o temprano, y si no podía tener a la mujer que deseaba, entonces aprendería a desear a la mujer que tenía. Pero no quiso meditar demasiado en la diferencia.

Con un suspiro, activó otra vez el teléfono. Buscó en la memoria y marcó el número de Pam Fenton.

Rose se quitó el polvo del paseo a caballo, buscó en el baúl algo holgado y fresco que ponerse para el calor de la tarde mientras más allá de las cortinas oía cómo preparaban la mesa para el almuerzo. Pero Hassan no regresó, aunque no había esperado que lo hiciera.

Pasado un rato se oyó una tos discreta detrás de la cortina.

– ¿Desea comer, sitti?

¿Sitti? ¿Sería milady?

Sobresaltada por semejante cortesía y honor, se levantó, se pasó un pañuelo largo de seda alrededor de la cabeza y salió. La mesa, tal como había sospechado, estaba preparada para una persona. Había carne. Pan árabe recién horneado. Tabule y rodajas de tomate.

– Sukran -dijo, empleando una de las pocas palabras que conocía del idioma-. Gracias. Parece delicioso -el hombre hizo una reverencia-: Pero me gustaría comer allí, junto al arroyo -no esperó a que protestara, sino que pasó a su lado como si no tuviera duda de que la seguiría.

– Sitti… -la persiguió al salir de la tienda. Ella fingió no oírlo-. Sitti -imploró-. La comida está aquí -ella no frenó-. Mañana -ofreció él-. Mañana, insh’Allah, llevaré la comida para usted al arroyo.

Rose se volvió para mirarlo y el rostro del hombre se relajó. Luego ella miró otra vez hacia el agua.

– Justo ahí -señaló el lugar que había escogido para el picnic. Y continuó andando.

A su espalda oyó un gemido de consternación y sonrió satisfecha. No podían detenerla. Era una sitti, una milady, su señora y, por eliminación, la señora de Hassan. No podían dejar que marchara sola. Podría lastimarse. Podría intentar escapar.

Pero tampoco podían refrenarla. Solo Hassan tenía poder para ello.

Era problema de ellos, no suyo. Ya se les ocurriría algo.

Mientras tanto, se sentó en una roca plan que había sobre una de las corrientes que alimentaba el oasis, se quitó las sandalias y metió los pies en el agua.

Era de un frescor agradable. Se apoyó sobre las manos y alzó la cara a la brisa que soplaba desde las montañas. Luego se daría un baño.

Un hombre armado con un rifle apareció y se apostó a corta distancia, cuidando de no mirar en ningún momento directamente en su dirección. Rose se preguntó para qué sería el arma. ¿Habría serpientes?

Al rato aparecieron otros dos hombres en el campo de su visión. Llevaban una alfombra grande que extendieron sobre el suelo. Mantuvieron los ojos apartados. Ella fingió no darse cuenta, convencida de que los avergonzaría con su atención.

Llevaron unos cojines.

Movió los pies en el agua. Se sentía como una princesa de cuento de hadas.

Cuando llegó la comida el corazón se le aceleró un poco. ¿Se presentaría él? O había dejado el campamento, para adentrarse en el desierto, donde no podría atormentarlo?

¿O no sería más que una ilusión? Quizá Hassan ya había recibido noticias de Faisal…

El sol titilaba sobre la seda azul de su vestido. Hassan luchó por recuperar el aliento al observarla desde cierta distancia y trató de no sentir nada.

Imposible.

Con los pies en el agua, parecía una princesa exótica salida de las Mil y Una Noches. Scheherazade no podría haber sido más hermosa al contar sus historias. Tenían eso en común. Y la inteligencia.

Su firme educación feminista chocaría en su sociedad dominada por los hombres, pero ella sabría aprovechar a su favor esos convencionalismos.

La vida jamás sería aburrida con ella cerca para atormentarlo. Y habría innumerables días como ese, con Rose esperándolo.

Dejó que el sueño se desvaneciera. Nada de días innumerables. ¿Cuánto pasaría antes de que ella anhelara recuperar la vida que conocía, su libertad?

Quizá disfrutaran de algunas semanas, pero no sería capaz de retenerla. Y no podría dejarla ir. Los dos estarían atrapados.