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Una sombra cayó sobre ella y Rose alzó la vista. Hassan había despedido al guardia y sostenía el rifle con expresión tan distante que bien podrían haber estado en mundos distintos. Apartó la vista sin reconocer su presencia.

– ¿Es eso lo que querías? -inquirió él al final.

No del todo, pero al menos era un comienzo. Le ofreció la mano y él no tuvo más elección que tomarla para ayudarla a incorporarse. Pero en cuanto se levantó, la soltó.

Galaxias distintas.

– Estás mojado -comentó ella.

– Tenía calor.

– Calor -repitió.

– Y estaba polvoriento. Te hallabas en posesión de mi cuarto de baño, de modo que empleé un cubo.

– ¿Totalmente vestido? Pensé que ese tipo de recato quedaba reservado para las mujeres -maldición. Esa no era manera de seducir a un príncipe. Tenía que concentrarse. Recogió las sandalias y, con el bajo húmedo de la túnica arrastrando sobre la arena, abrió el camino al picnic que los esperaba, donde con algo de timidez se acomodó en los cojines.

Sin embargo, de momento todo iba bien. Había conseguido el picnic y también a Hassan. Salvo que él se había sentado en una roca próxima y miraba hacia las montañas, esperando que ella comiera y se aburriera con ese juego.

– ¿Para qué es el arma? -preguntó mientras abría los recipientes de la comida.

– Leopardos, panteras.

Había oído decir que había felinos en las montañas, aunque le pareció improbable que se acercaran tanto a la gente.

– ¿Los matas?

– Si atacan a los animales. A veces lo hacen -añadió al percibir la duda de ella-. Y si la elección fuera entre tú y uno de ellos, entonces sí dispararía a matar. A pesar de la tentación que experimentaría de dejarte librada a tu destino -ella chasqueó la lengua-. Probablemente bastaría con un disparo de advertencia -concedió él.

– El sonido era por tu hospitalidad, no por tu política con la fauna salvaje.

– ¿Pasa algo con la comida? -preguntó, mostrándose obtuso adrede.

– No. Está deliciosa, pero es demasiada para una persona.

– Seguro que es el modo que tiene mi cocinero de indicar que se te ve demasiado delgada.

– Pensaba que no tendría que haberlo notado.

– Tienes la tendencia a llamar la atención. Ella se tendió de espaldas y contempló el azul perfecto del cielo a través de las ramas de los granados.

– ¿Has recibido alguna noticia de Faisal? -inquirió Rose.

– Todavía no.

– ¿Es posible que ya se encuentre de camino?

– Ojalá fuera así, pero Partridge aún lo busca.

– ¿Y cuando lo encuentre? Entonces, ¿qué? ¿Darás una conferencia de prensa?

– ¿No querrás presentar tú al nuevo emir ante el mundo?

– Sería una historia magnífica.

– Imagino que la aparición de la periodista perdida con el joven emir merecerá todos los titulares.

– Probablemente -pero ya estaba cansada de la historia. Deseaba a Hassan.

– Termina tu almuerzo, Rose.

Contrariada, ella cerró los ojos.

– Hace demasiado calor para comer. Creo que me daré un baño.

– ¿Un baño? -repitió él.

¿Era su imaginación o detectó una nota de preocupación en la voz?

– Dijiste que bañarse en la corriente era una de las atracciones de este lugar. Montar a caballo, bañarse y yacer al sol. Bueno, pues ya he cabalgado, me he tumbado al sol y ahora quiero nadar. Luego comeré. Si tú no tienes hambre, puedes cantarme algo.

– No es una buena idea.

– Deja que yo juzgue eso. Después de todo, la belleza está en los oídos del oyente.

Se levantó y el caftán sencillo colgó de sus hombros. E1 escote era recatado y se abrochaba con diminutos botones de seda desde el cuello hasta el bajo. Comenzó a desabrocharlos desde el primero, tomándose su tiempo. Uno. Dos.

– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -exigió él. Se había puesto de pie y acercado. Podía detenerla o quedarse quieto y observar cómo se quedaba con un sexy traje de baño. Se hallaban en tierras salvajes y alguien tenía que protegerla.

Rose se soltó otro botón. Tres.

– Voy a meterme en el arroyo -casi sintió pena por él. Cuatro.

– Puede que haya serpientes en el agua.

– ¿Qué probabilidades hay de que me muerda una?

– Hassan no respondió. Más botones. Cinco. Seis. El vestido comenzaba a separarse en su pecho y el sol empezaba a morderle la piel-. Y si una lo hace, ¿moriré?

– Sería doloroso.

No era diestra en desvestirse de forma seductora, pero la cara de él le indicó que lo hacía bien. Hassan quería apartar la vista. De verdad. Pero no fue capaz, no más de lo que sería capaz de mentirle. Ni siquiera para ahorrarse ese aprieto. Los dedos de Rose temblaron en el siguiente botón y bajó los ojos.

Él se había acercado. Sin mirarlo, supo que estaba cerca. Sintió unas gotas de sudor en el labio.

Las secó con la lengua y siguió afanándose con el botón. Los dedos de él se cerraron en torno a sus muñecas y la detuvieron.

– ¿Qué quieres, Rose?

Lo quería a él. En cuerpo, corazón y alma.

Quería alzar la mano hacia su cara, apoyar la palma en su mejilla, descansar la cabeza contra su pecho y captar el ritmo tranquilizador de sus latidos. Lo deseaba tanto que el calor le lamía los muslos y anhelaba tenderse sobre los cojines con él a su lado, a la sombra de los árboles durante la larga tarde mientras averiguaban todo lo que había que descubrir del otro.

El momento era perfecto para ello, aunque Hassan parecía decidido a negarse a aceptar ese don. Sin embargo, la distancia que intentaba mantener entre ellos sugería que no encontraba demasiado fácil el sacrificio del deseo ante la necesidad honorable.

Avergonzada, y con un esfuerzo de voluntad que le provocó un escalofrío, sonrió.

– Solo quería tu atención, Hassan.

– La tienes -garantizó-. Abróchate esos botones y la mantendrás -Rose tuvo ganas de sugerir que dejarlos de esa manera conseguía su objetivo. Agitó la mano libre, pero él no había terminado-. Y cuando lo hayas hecho, tal vez me digas qué es lo que quieres de verdad, Rose.

CAPÍTULO 8

DESESPERADA, Rose pensó que Hassan no dejaba de formular las preguntas adecuadas, pero, de algún modo, las respuestas no se relacionaban.

– Una entrevista -improvisó. Como era evidente que la seducción no se le daba bien, quizá era mejor probar con lo que mejor hacía-. Dentro de uno o dos días vas a ser el centro de las noticias, y como me tienes aquí, y yo a ti hasta que llegue Faisal, bien podemos aprovecharnos de la situación.

La mirada de él, hasta entonces clavada en su rostro, descendió y se detuvo en la abertura del escote del caftán. Sus ojos la abrasaron.

– ¿O quizá siempre te desnudas para las entrevistas?

Rose contuvo una réplica aguda. No quería que pensara que hacía eso por costumbre.

– De algún modo tenía que conseguir tu atención -logro decir.

– Créeme, la tienes -un músculo se agitó en la comisura de su boca.

– Entonces, pongámonos a trabajar.

– Ya se ha hecho con anterioridad.

– No de la forma en que yo voy a escribirla -no quería tratarlo mal-. Voy a escribir sobre ti, Hassan al Rashid, de modo que cuando Faisal sea emir puedas estar junto a su mano derecha y la gente no te recordará como un rebelde sin causa, enfadado porque no conseguiste tus deseos, sino como un leal hermano y amigo.

– ¿Pretendes redimir mi destrozada reputación tu sola? ¿Con qué?

– Tiempo, paciencia. Tu cooperación. Piensas cooperar, ¿no?

– Me parece que no tengo elección -reinó una pausa larga en la que pareció que se tambaleaba ante un precipicio.

Hassan quiso desnudarla y luego vestirla solo con piedras preciosas, unirla a él con cuerdas de perlas, hacerle el amor sobre un lecho de pétalos de rosa. Durante un momento pensó que iba a perder el sentido por la desesperada necesidad que sentía por esa mujer. Era como si la hubiera estado esperando toda la vida. ¿Iba a ser siempre así? Podía tenerlo todo en el mundo menos el deseo de su corazón…