– ¿Hassan?
El tono titubeante y algo ansioso de su voz lo recuperó del borde de la locura. Era hora de poner fin a esos sueños tontos.
– Lo siento. Me preguntaba… ¿Crees que ayudaría si tuvieras fotos de mi boda para acompañar el artículo?
– ¿Tu boda? -comenzó a reír, pero él no la acompañó.
Hassan supo el momento exacto en que Rose reconoció que no era un comentario hipotético. Todo su cuerpo se quedó quieto, la piel se le acaloró. ¿Cómo podía resistirla? Las palabras clamaron en su cabeza. «Te amo. Te deseo conmigo, siempre». Ese «siempre» era el problema. Puede que ella lo viera en su cara, porque dio la impresión de encogerse.
– ¿Boda? -repitió con incertidumbre.
– Nadim tiene razón -afirmó con una casual falta de interés-. Ahora tendré que quedarme aquí, con Faisal, y un hombre debe tener hijos. Le he pedido que me encuentre una novia apropiada. Alguien sereno, que no replique.
Hubo un prolongado y silencioso momento en el que Rose apartó las muñecas de sus manos y se cerró el vestido. El sol brillaba sobre su piel como polvo dorado, su cabello era como fuego, pero pareció tener frío y, al alzar la vista, tembló.
– ¿Hijos? -repitió la palabra con desprecio-. ¿Y qué pasa si tienes hijas? -preguntó con un leve titubeo en la voz-. ¿Cambiarás a tu mujer por otra modelo?
– No, no lo haré. No tendrá sentido, ya que el sexo de la descendencia lo determina el hombre -¿qué sentido tendría cuando una mujer que no fuera Rose sería igual que cualquier otra?
– Lo sé. No estaba segura de que tú lo supieras. ¿No son los hombres primitivos los que culpan a las mujeres por la falta de hijos varones? Aunque, ¿qué naturaleza se atrevería a desafiar tus deseos?
Su burla fue salvaje. Si pudiera decirle que daría cualquier cosa por tener hijas con ella. Cada una bautizada en honor de una flor, igual que su madre. Pero no era su intención que lo considerara un hombre moderno.
– Eso está en las manos de Alá, Rose.
– Oh, comprendo. Bueno, ya veo por qué no te importa con quién te cases.
– ¿Quién dijo que no importaba? Están los vínculos familiares. La tierra. La dote. Esas cosas importan mucho.
– Es decididamente medieval.
– Si crees eso, encontrarás un espíritu afín en Simon Partridge -se sintió primitivo ante la idea de que hallara un espíritu afín en cualquier hombre que no fuera él-. Afirma que voy al galope de regreso al siglo catorce.
– Entonces, ¿por qué trabaja para ti?
– No lo hace. Al menos no lo hará en cuanto traiga de regreso a Faisal. Le molestó mucho el modo en que te secuestré.
– Entonces tienes razón, Hassan. Nos llevaremos bien.
Quiso tomarle la mano, decirle que no era como quería las cosas. Intentar que entendiera que así era como debía ser. Al final comprendía lo impotente que había sido su abuelo durante esos años, y se sintió muy avergonzado por no haber sido lo bastante maduro para aceptar su decisión y hacer que las últimas semanas del anciano en la tierra fueran apacibles.
Con un gesto le indicó que se sentara.
Durante un momento ella lo desafió, luego se dejó caer en los cojines como si sus piernas hubieran cedido. Había olvidado abrocharse los botones. El vestido se abrió un poco y le ofreció una visión de encajes, atormentándolo con la suave elevación de sus pechos.
Quizá se lo mereciera, pero, necesitado de algo de distracción, tomó un poco de pan, lo llenó con el cordero, el tabule y la ensalada y se lo ofreció. Sospechó que Rose lo aceptó porque era demasiado esfuerzo discutir. Pero no intentó comer.
Se preparó otro para él, no porque tuviera hambre, sino porque si no ocupaba las manos temía que concluirían lo que ella había comenzado.
– Háblame de tu familia -ella había dejado el pan. Si Hassan no la hubiera contemplado, su voz lo habría engañado-. ¿Amaba tu madre a tu padre?
– Rose…
– Sé que ella no eligió con quién iba a casarse, pero, ¿lo amaba? -alzó la vista y lo sorprendió con la guardia baja mientras la miraba. Hassan apartó los ojos-. ¿Lo conocía? -insistió.
– No.
– ¿Nada? ¿Nunca habían hablado el uno con el otro?
– En una ocasión mi madre me comentó que era el hombre más hermoso que jamás había visto. También tenía el pelo rojo.
– Oh. Entonces, ¿lo había visto?
– Desde luego. Vivía en el palacio. En esa época las mujeres estaban más resguardadas, pero no había nada que no supieran, o vieran. Pregúntaselo a Nadim.
– Lo haré.
– ¿Esto es para tu artículo?
¿Artículo? Durante un momento ella lo había olvidado. Lo escribiría porque se lo había prometido, pero no tenía nada que ver con un artículo sobre el hombre que debería haber sido emir. Lo quería saber para sí misma.
– Quiero llenar huecos de tu entorno. A los editores les gustan esos detalles; y a los lectores les encantan.
– Apuesto que sí.
– No… no en ese sentido. Sencillamente les fascina una vida que ha sido tan distinta de la suya.
– ¿No deberías tener una grabadora? ¿Un cuaderno de notas?
– Por lo general, sí, pero mi bolso se quedó atrás cuando me presentaste tu urgente invitación -se encogió de hombros-. No te preocupes, te enviaré un borrador para que puedas corregir cualquier error. No quisiera escribir nada que la avergüence.
– ¿A quien? -la observó.
– A tu madre.
– Oh, claro. ¿No te gustaría hablar con ella en persona? Si quieres, Nadim lo arreglará.
– ¿Es Nadim quien se encarga de todo en tu familia?
– Mi hermana menor, Leila, se encuentra demasiado ocupada criando a sus hijos, y mi madre se dedica a obras de caridad, tiene una vida social ocupada -se encogió de hombros-. Nadim siempre fue diferente. Exigió que la mandaran a estudiar a Inglaterra y siguió la carrera de medicina en los Estados Unidos.
– ¿Y su padre la dejó ir?
– Su madre, nuestra madre, lo convenció. Había ido con mi padre a Escocia. El había insistido entonces y nada se le negaba… Allí ella vio una vida diferente para las mujeres.
– ¿Una que le habría gustado a ella?
– Tendrás que preguntárselo tú misma. No lo sé. Claro que todo el mundo advirtió a Nadim de que ningún hombre querría casarse con ella en cuanto abandonara la protección del hogar.
– Dudo que estuviera sola -comentó con voz seca.
– No -logró esbozar una sonrisa-. La acompañó un séquito de mujeres protectoras. Y su marido también es médico, con ideas más liberales que la mayoría de los hombres. Incluso la deja trabajar.
– ¿La deja trabajar? ¿La deja trabajar? -intentó imaginar la reacción de su madre ante semejante exhibición de machismo-. Bueno, eso sí que es ser liberal.
– No tuvo mucha elección. Se negó a casarse con él hasta que aceptara. Dirige una clínica para mujeres en la ciudad. No habrá sido incluida en tu recorrido turístico de Ras al Hajar; las necesidades de las mujeres normales jamás figuraron muy alto en la lista de prioridades de Abdullah -le arrojó el resto del almuerzo a los pájaros-. Háblame de tu marido.
– ¿Michael? -quería preguntarle cosas solare Nadim, la clínica, sus propias prioridades, no hablar de sí misma-. ¿Por qué?
– Para llenar tus huecos -le devolvió su respuesta. Estaba interesado en los detalles, en una vida tan distinta de la suya, donde una esposa era una compañera, no una posesión-. Tenemos toda la tarde. Puedes hacerme una pregunta y luego es mi turno. Es justo, ¿no? -tomó su silencio por una afirmación-. Dijiste que criaba caballos.
– Se supone que soy yo quien ha de entrevistarte, Hassan.