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– ¿Caballos de carrera?

– Sí. Caballos de carrera -afirmó tras una pausa-. ¿Tu madre amaba a tu padre?

¿Eso era todo? ¿Tres palabras? Quizá debería probar esa actitud con ella. Pero no podía. Y no sabía lo que su madre había sentido por su padre. Había sido su esposa. Era suficiente.

– El amor es una emoción occidental. Y encima, de finales del siglo veinte.

– ¿De verdad lo crees?

– Es un hecho.

– Sin embargo, la literatura siempre ha gustado de los amantes… Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra.

– Romeo y Julieta -añadió él-. Quizá debería haber dicho que los finales felices eran un desarrollo del siglo veinte.

– Lo catalogaré como un «No sé», ¿te parece?

– ¿Quién sabe algo sobre las vidas de otras personas? -acercó un cojín y apoyó el codo en él. La tenía lo bastante cerca como para tocarla. No resultaba fácil quitarse de la cabeza a Rose Fenton. Tendría que intentar mantener la cabeza centrada en cosas más elevadas-. Háblame de tu marido -repitió, fracasando.

– Eso es demasiado general -protestó ella.

– Respondiste mi última pregunta con una palabra. En esta ocasión tendrás que esforzarte más o mi atención comenzará a distraerse -advirtió.

Rose se sirvió un vaso de té con hielo. Lo miró con expresión interrogadora, él asintió y también le sirvió uno. Ganando tiempo.

– Acababa de salir de la universidad. Me hallaba sin trabajo hasta que conseguí uno en el otoño y Tim me pidió que lo ayudara a arreglar una casa terrible a la que se había trasladado. Una noche lo acompañé durante una visita a unos establos y allí conocí a Michael -bebió té.

– Atracción instantánea -se encogió de hombros-. Desde luego, mi madre dijo que solo buscaba una figura paterna.

– Me preguntaba si sería mayor que tú.

– Sus hijos eran mayores que yo -hizo una mueca-. Veintiséis y veinticuatro años, un par de jóvenes hoscos más preocupados por perder su herencia que por saber si Michael era feliz.

– ¿Fue feliz? -sabía que la pregunta era imperdonable, pero a pesar del hecho de que su vida siempre había estado resguardada por el privilegio y la riqueza, había descubierto que la simple felicidad, esa sensación de despertar cada mañana alegre de estar vivo, lo había eludido toda su vida adulta.

– Eso espero. Yo lo fui. Era el hombre más encantador del mundo, y yo debí complicarle mucho la vida.

– ¿Con sus hijos?

– Sus hijos, su ex esposa, sus amigos. Ninguno aprobó nuestra unión. Con los hombres se reducía a una cuestión de envidia, pero las mujeres -había sido casi pánico. Si Michael podía hacerlo, también sus hombres-. El debió saber cómo iba a ser, pero yo me lancé sobre él de forma poco decorosa -sonrió al recordar. Eran buenos recuerdos, y ese conocimiento llegó hasta lo más hondo de Hassan-. El pobre no tenía ni una oportunidad de escapar. Era demasiado caballero para dejarme caer. Demasiado amable.

– Amable -repitió. Esperaba que la joven que le eligiera Nadim pudiera decir lo mismo de él. Pero cuando miró a Rose, supo que la amabilidad no bastaba-. Rose… -su nombre era como una cerilla a una mecha, y al acercarse para reducir la distancia que los separaba, comprendió que sin importar lo mucho que se opusiera, la explosión había sido inevitable desde el momento en que la vio.

– No… -el deseo de ser abrazada por él, amada, la recorrió como un fuego en un bosque, y una hora atrás se habría lanzado a sus brazos sin pensar en el sentido común o en la razón.

Pero en ese momento no. Iba a casarse. ¿Qué importaba que lo hiciera con una mujer a la que no conocía, que no le importaba? Estaría mal, sería lujuria en vez de amor.

Aun cuando él le quitó el pañuelo que con tanto recato se había pasado en torno a la cabeza en un gesto que la dejó sintiéndose completamente desnuda, aun al inclinarse para pegar los labios a su pecho y arder por él, sabía que en esa ocasión no debía ceder a la terrible necesidad que experimentaba por Hassan.

– No, Hassan… -las dolorosas palabras salieron de su interior y apartó su mano mientras se ponía de pie, encendida-. Suéltame -se protegió con el vestido. ¿Cómo había podido olvidar abotonárselo? Sin duda el pensaría que era algo deliberado.

Quizá lo fuera. El cielo sabía lo mucho que se había esforzado por mantener la distancia. Pero ella se había desabrochado el vestido, atormentándolo, e incluso entonces, cuando la detuvo, se había sentado a su lado con el escote abierto para provocarlo…

Ardiendo de vergüenza, Rose unió los bordes y, aferrándolos con una mano, corrió al agua hasta que le cubrió la cintura, y solo entonces soltó la tela para meter las manos y refrescarse la cara y el cuello, los pechos y los hombros, hasta que quedó empapada.

Al volverse supo que había dado igual. Hassan se hallaba detrás de ella.

Al ver los ojos enormes y el pelo en mechones mojados sobre su cara, Hassan sintió que se quedaba sin aliento. La seda fina se pegaba a ella y la definía como mujer.

Era alta, esbelta, asombrosamente hermosa. Era su igual. Su pareja perfecta. Sus hijos serían fuertes. Las hijas que tanto anhelaban reflejarían su belleza.

Pero para tenerlos, para tenerla a Rose, tendría que abandonar su hogar, vivir en su mundo, verla partir para abarcar la última noticia en algún lugar con problemas, fuera de su vista, de su protección. No podría hacerlo.

No debía hacerlo. En su país lo necesitaban. Pero gimió al alargar los brazos y pegarla a él.

Durante un momento Rose se resistió.

– No, Hassan.

La voz sonó ronca con una necesidad similar a la que él sentía en su cuerpo, aunque dio la impresión de que también ella al fin había reconocido la necesidad, de luchar contra dicha atracción.

El emitió el tipo de sonidos amables que aplacarían a un caballo nervioso.

– Te oigo, Rose. Está bien. Lo entiendo. Pero ahora ven. El agua está demasiado fría.

O quizá solo se trataba del frío que atenazaba su corazón. Pero ella parecía incapaz de moverse, de modo que la alzó en vilo y la sacó del arroyo para recorrer el sendero pedregoso hasta la tienda. El lugar estaba vacío; sus hombres habían encontrado excusas para alejarse.

Nada podría haber indicado de manera más directa que aprobaban su elección. Los hombres mayores habían sido padres sustitutos para él, y le habían enseñado tal como se enseña a los hijos. Y sus hijos eran sus amigos de la infancia.

Habían visto en Rose las mismas cualidades que él admiraba: coraje, determinación y una voluntad indomable. Y le habían mostrado su respeto dirigiéndose a ella como sitti, ansiosos por complacerla.

Para ellos era tan sencillo. Él la deseaba, la haría suya y jamás se marcharía de su casa. Su abuelo no habría experimentado problema alguno con eso. «Si la deseas, tómala», habría dicho. «Tómala y reténla. Dale niños y será feliz».

Incapaz de hacerle eso, sospechaba que su propio rango quedaría seriamente reducido.

A pesar del calor, cuando entraron en la tienda Rose temblaba sin control. La dejó de pie y buscó una toalla.

– Rose, por favor, debes quitarte ese vestido -instó, y se puso a hurgar en la cómoda la suave túnica que su madre le había regalado a su padre cuando se casaron y que lo acompañaba a todas partes. Al volverse, vio que se afanaba por terminar lo que había empezado con los botones, pero sin éxito.

– Lo sien… siento -tartamudeó-. Me tiemblan mu… mucho las manos.

– Shh, no te preocupes. Yo lo haré.

– Pero…

– Yo lo haré -sin embargo, los ojales se habían cerrado en torno a los botones y costaba soltarlos. Desesperado, asió los bordes de la seda, con los dedos ardiendo contra el frío de la piel de Rose, y los arrancó; el peso del agua hizo que cayera al suelo.

Había arreglado que la mujer de uno de sus hombres fuera al centro comercial a comprar ropa interior para Rose. Al comprobar su elección, tuvo que reconocer que había gastado el dinero de manera imaginativa.