Al desabrochar el encaje que sostenía sus pechos y bajarle las braguitas a juego por las caderas, agradeció haberse metido también en el agua fría, los pantalones mojados que mantenían la mecha casi apagada.
– Ven -dijo, introduciéndola en la calidez de la túnica azul para envolverla con ella; sabía que en unos momentos entraría en calor. Quería seguir abrazándola. Pero tomó la toalla y le secó el pelo. Luego apartó la colcha y la metió en la cama. Habría dado cualquier cosa para tumbarse con ella, pero la cubrió y la arrebujó-. Te traeré algo caliente para beber.
– Hassan… -él esperó-. Lo siento. Lo siento mucho. Suelo pensar en lo que deseo y voy a buscarlo. Le hice lo mismo a Michael. Lo necesitaba y no se me ocurrió que quizá el no me necesitara a mi…
– Sshhh -se plantó a su lado en un instante-. No digas eso. Fue el hombre más afortunado del mundo. Un hombre que pueda morir con tu nombre en sus labios no podría lamentar nada… -ella le tomó la mano y la apoyó en su mejilla.
– ¿El nombre de quién tendrás tú en los labios, Hassan? -no podía decirlo. No debía. Pero daba igual. Ella lo sabía-. No debes hacerlo, Hassan. No puedes casarte con una pobre chica que te amará…
– ¡Rose! -demasiado tarde intentó detenerla.
– Una chica que te amará porque no podrá evitarlo, Hassan. Te amará, te dará hijos y tú no la amarás, le romperás el corazón.
– Los corazones no se rompen -mintió-. Estará satisfecha.
– Eso no basta. No para toda una vida.
No. Nunca bastaría. Retiró la mano y trató de devolverle un viso de cordura a una situación que rápidamente escapaba de todo control.
– ¿Preferirías que pasara las noches solo? -preguntó con aspereza.
– Preferiría que recordaras tu honor.
¿Honor? Empezaba a hablar como su hermana… y recordó su estúpida aceptación de que el matrimonio podría ser el único modo de redimirse. Durante un momento la llamada de sirena de la tentación llenó su cabeza. Pero no había honor en ese sendero resbaladizo. Era hora de poner fin a la situación.
– Recordé mi honor, sitti -repuso con frialdad, decidido a alejarse-, cuando tú habías olvidado el tuyo.
– ¿Es así? -se ruborizó enfadada y se apoyó en un codo-. Bueno, lamento contradecir a mi señor, pero yo diría que aquel día quedamos nivelados.
Entonces recordó algo. Hassan aún estaba en deuda con ella, Nadim lo había dicho.
Oro, sangre u honor. Tenía derecho a elegir.
Ese día había empleado los patrones de Hassan para retenerlo a su lado. ¿Podría utilizarlos para poner fin a esa tontería de un matrimonio arreglado? Era una locura, pero, ¿no había dicho Nadim que él nunca sería feliz con una novia tradicional?
¿Matrimonio? Tenía que estar loca. Había tomado demasiado sol. Era muy pronto para pensar en eso. No obstante, lo había sabido con Michael. No había permitido que personas mezquinas o que la disección psicológica que había hecho su madre de la relación le estropearan el breve tiempo que habían disfrutado juntos.
En la mente de Hassan también debía figurar el matrimonio, si no, ¿por qué se resistía a ella con tanto empeño? Entonces la ira se evaporó.
– Quédate conmigo, Hassan -pidió con una voz que apenas reconoció. Se echó sobre los cojines-. Quédate conmigo.
– Rose… por favor…no puedo.
– Sidi, debes quedarte -insistió implacable.
– Debo cambiarme, tengo la ropa empapada… -se excusó débilmente.
– Entonces será mejor que te las quites o serás tú quien se enfríe -aguardó un momento y, al ver que no se movía, continuó-: ¿Puedes arreglarte solo? ¿O necesitas algo de ayuda con los botones?
– No son los botones los que me plantean problemas. Eres tú -pero se sentó en un taburete y se quitó las botas mojadas. Luego se dirigió a la cómoda, abrió uno de los cajones y comenzó a buscar algo seco que ponerse.
Rose lo contempló unos momentos, luego se quitó la suave túnica.
– Prueba esto -ofreció.
Hassan se volvió y soltó una palabra breve y desesperada al ver la túnica azul que le entregaba, cálida de haber estado en contacto con su cuerpo. Se le secó la boca, el corazón le martilleó con fuerza y el tirón de la necesidad se tomó tan intenso que incluso moverse era una tortura.
– ¿Qué quieres, Rose?
– No paras de preguntarme eso, pero ya conoces la respuesta -yacía sobre los cojines con el pelo húmedo alrededor de la cara, los hombros desnudos como seda cremosa contra el algodón blanco, el cuello suplicando ser enmarcado entre perlas-. Tienes que saldar cuentas conmigo antes de poder siquiera pensar en matrimonio, sidi. Estás en deuda.
– ¿En deuda? -¿podía fingir que no entendía?
– Dijiste que podría tener lo que quisiera.
– Y hablaba en serio. Estipula tu precio. El deseo de tu corazón.
– Quiero…
«Que sean diamantes. O su peso en oro…»
Ella dejó caer el vestido, extendió la mano hacia él y murmuró su nombre en una caricia imperceptible.
– Hassan.
El sonido de su propio nombre llenó su cabeza, reverberó hasta que la piel le tembló por el impacto. Alcanzó algo profundo en él, todas sus añoranzas, la necesidad…
Ella había mirado en su alma, había visto el vacío y la llamada de la sirena de sus labios prometía que en sus brazos nunca más tendría que estar solo.
Sus dedos se tocaron, se enlazaron y no se soltaron.
CAPÍTULO 9
CON la cabeza apoyada en la mano, Hassan yacía de costado y observaba el suave subir y bajar de sus pechos. Rose dormía como una niña, boca arriba, indefensa, como convencida de que nada en el mundo podía lastimarla.
Sus pestañas se movieron y suspiró, se estiró y sonrió en su sueño. Para un hombre acostumbrado a la idea del amor, los últimos días habían sido una revelación, un despertar, y ese era el momento de romper los vínculos, de obligarse a alejarse de ella, de su calor, de su amor.
Todo había cambiado pero, al mismo tiempo, nada lo había hecho. Eran dos personas muy distintas y, sin embargo, permanecían encerradas en sus propias culturas, en sus propias expectativas.
Ella seguiría marchándose, porque su vida verdadera estaba en otra parte. El seguiría en Ras al Hajar, porque a pesar de todo aún era su hogar.
Los recuerdos que tenían de esos últimos días y noches juntos tendrían que bastar para toda una vida, ya que su situación carecía de solución, solo les esperaba el inevitable dolor de corazón por un sueño imposible.
– ¿Hassan?
Se volvió a regañadientes. Rose, envuelta en la túnica azul, el pelo bendecido por la luz de las estrellas, era todo lo que un hombre podía desear.
– Lo siento, espero no haberte perturbado.
– Es demasiado tarde para sentirlo -rió en voz baja-. Me perturbaste en cuanto te vi -apoyó la mano en su mejilla y la acarició.
Era una invitación que solo podría resistir un hombre sin corazón, y si algo había aprendido en los maravillosos días que pasó con ella, era que tenía corazón.
Pero quizá ella percibió la distancia que él tanto se afanaba por establecer, porque al rato se apartó un poco y lo miró.
– Has encontrado a Faisal, ¿verdad? -preguntó.
Directa al grano, sin rodeos. Ya era capaz de leerlo como si fuera un libro abierto. Costaría engañarla.
– Sí. Viene de camino a casa -no pudo evitar mirarla y ver el efecto que surtía en ella el reconocimiento de que el idilio se hallaba próximo a su fin.
– Debe ser un alivio para ti -le acarició la manga en un gesto de consuelo.
– Sí -y no. Había comenzado a sufrir la loca ilusión de que podrían quedarse donde estaban para siempre. Aunque no hubiera podido encontrar a Faisal, en algún momento tendría que haber llevado a Rose a su casa. Su madre había llegado con el equipo de noticias de la cadena de televisión y no esperaba con paciencia mientras Abdullah se retorcía las manos y afirmaba que sus hombres hacían todo lo posible por encontrarla. Según Nadim, Pam Fenton le hacía la vida bastante difícil a Su Alteza. Después de conocer tan bien a su hija, no habría esperado menos.