Alzó la rosa en la palma de la mano, pequeña, de forma exquisita, pero tan diferente de los capullos con los que la había inundado Abdullah. No tenía nada blando, nada que pudiera marchitarse y morir. Era algo inmutable.
¿Comprendía Hassan el mensaje que transmitía? ¿Que representaba una traición inconsciente de sus sentimientos? Sostuvo el cristal largo rato, y de pronto temió que nada de lo que pudiera hacer consiguiera que él cambiara de parecer. Temió que su voluntad fuera como la roca, que no le permitiera acercarse lo suficiente para intentarlo.
– ¿Señorita Fenton?
La figura que había al pie de su cama osciló ante sus ojos. ¿Lágrimas? ¿Qué sentido tenían? Jamás solucionaban nada.
– ¿Rose? -ella parpadeó y una mujer alta y esbelta, con el pelo negro veteado de plata adquirió nitidez-. Hassan me pidió que viniera a recogerla y la llevara a casa.
– ¿Casa? -¿a Londres, tan frío y desolado? No, esa era su casa. Con Hassan-. No entiendo -entonces lo comprendió. Estaba impaciente por sacarla de su país…
– Su madre la espera.
¿Su madre? Entonces comprendió quién era la mujer.
– Usted es la madre de Hassan, ¿verdad? Y de Nadim. Veo la semejanza.
– Hassan dijo que quería hablar conmigo.
– Ha sido muy amable al recordarlo… lo siento, lo siento, no sé cómo llamarla…
La mujer sonrió, se acercó y se sentó en la cama.
– Aisha. Me llamo Aisha.
– Aisha -no parecía suficiente para esa mujer de porte tan real-. Hassan debe tener cosas más importantes de las que preocuparse. Y usted también, con la llegada de Faisal.
– Ya he hablado con Faisal… Me llamó desde Londres. ¿Qué tiene ahí?
– Es un regalo de Hassan -abrió la mano para que ella lo viera.
– Vaya -la mujer mayor alargó la mano pero detuvo los dedos antes de tocar la rosa-. Hace tiempo que no la veo -levantó la vista y sorprendió a Rose con el poderoso impacto de su mirada, como la de Hassan.
– ¿La tenía hace mucho?
– Toda su vida -la sonrisa de Aisha surgió desde lo más hondo de su ser-. Su padre me la regaló… hace tanto tiempo. Antes de que nos casáramos…
– ¿Antes? -la madre de Hassan se llevó un dedo a unos labios que se curvaron en una sonrisa que contaba su propia historia. Era una sonrisa que lo sabía todo sobre el amor-. Y usted se la dio a Hassan… cuando se casó con su segundo marido.
– Le di todas las cosas de Alistair. Su ropa. Esta túnica -rozó la suave prenda que había sobre el pie de la cama-. Todas las cosas que él me había dado, todas las que yo le había dado. No se pueden llevar los recuerdos de un amor a la casa de otro hombre. Tengo entendido que usted ya ha estado casada, de modo que lo entenderá.
– Lo comprendo -después de enterrar a Michael, abandonó su casa y todo lo que había en ella para que su familia se peleara por las pertenencias, se quitó los anillos que él le había puesto y reinició su vida tal como la dejó desde el día en que lo conoció. Se había casado con el hombre, no con sus posesiones. Entonces asimiló las palabras de Aisha-. ¿Cómo sabía que he estado casada?
– Su madre me lo contó cuando ayer almorcé con ella. Una mujer muy interesante…
– ¡Está aquí!
– Llegó hace dos días. ¿Sabía que Hassan le envió un mensaje? Ella no sabía que era de él, desde luego, y yo no se lo conté. Solo sabía que alguien la había llamado para informarla de que usted se hallaba a salvo y bien. Le pidió que no se lo revelara a nadie y ella no lo hizo.
– ¡Mi madre! -Rose intentó levantarse pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, ruborizándose, se detuvo.
Aisha recogió la túnica azul y se la entregó.
– Tómese su tiempo, Rose. Daré un paseo. Hace mucho que no vengo al desierto.
En cuanto Aisha salió, Rose se levantó de la cama; no tenía tiempo que perder. ¿Su madre se hallaba en Ras al Hajar? ¿Había oído hablar de Hassan? ¿Por qué él no se lo había contado? Porque no quería que supiera que le importaba. Necesitaba pensar, relajarse, considerar todas las posibilidades.
Sin duda su intención al dejarle la rosa era la despedida. No había sido capaz de convencerlo. ¿Podría convencer a las mujeres de su vida… a su madre, a sus hermanas? ¿La ayudarían?
Se secó el pelo y luego, a diferencia de la Rose Fenton que se habría puesto los vaqueros más a mano para ir en pos de la historia, se sentó ante el espejo y con cuidado se aplicó maquillaje. Habían lavado su shalwar kameez, doblado con pulcritud en uno de los cajones de la cómoda. Se lo puso alrededor de la cabeza.
Cuando estuvo, lista, Aisha había regresado de su paseo y la esperaba sentada en el diván, bebiendo café. Se volvió la miro y sonrió.
– Se la ve encantadora, Rose. ¿Quiere un poco de café?
– Estupendo. Y, si disponemos de un poco de tiempo, me gustaría que me aconsejara.
El avión se dirigió hacia la Terminal del aeropuerto con la bandera del emirato ondeando en su morro. Hassan, de pie en segunda posición en la fila para recibir al emir que regresaba, miró a su primo. Abdullah tenía la mandíbula rígida, pero ante la cantidad de periodistas de todo el mundo allí presentes poco podía hacer salvo esperar para recibir a su joven sucesor.
Detrás de él era consciente de Rose, que sobresalía de entre todos los periodistas, no con la ropa informal que por lo general usaba en los lugares peligrosos desde los que informaba, sino parecida a una princesa con su atuendo de seda. Parecía dominar la situación. Incluso los periodistas más veteranos daban la impresión de cederle espacio. Solo se había permitido mirarla una vez, y eso había bastado para saber que nunca sería suficiente.
El avión se detuvo y se acomodó la escalerilla ante la puerta, que se abrió para que Faisal saliera ante una andanada de fogonazos de las cámaras. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que declaraba su apoyo a su equipo favorito de fútbol americano. Hassan se sintió indignado. ¿Cómo podía tomarse el momento tan a la ligera? ¿Cómo lo había permitido Simon Partridge? Ambos sabían lo importante que sería ese momento.
Entonces, detrás de Faisal, apareció la figura esbelta de una mujer. Una rubia de California con una sonrisa tan ancha como el Pacífico. La siguió Simon Partridge, con una expresión que era una súplica muda que pedía comprensión.
Faisal descendió con agilidad y se dirigió hacia Abdullah, para realizar una inclinación de respeto sobre sus manos. Durante un instante Abdullah se mostró triunfal. Pero entonces Faisal, con toda la confianza de la juventud, extendió las manos y esperó que su primo le devolviera el honor, lo reconociera primero como su igual, luego como su señor.
Abdullah mostró unos instantes de vacilación y Hassan contuvo el aliento, pero Faisal no movió un músculo, sencillamente esperó, y tras un momento que pareció estirarse una eternidad, el regente terminó por ceder ante su rey.
Luego Faisal se situó ante Hassan y extendió las manos, pero en esa ocasión con una sonrisa irónica, como si fuera consciente de la reprimenda que le esperaba. La inclinación de Hassan ocultó una expresión pétrea, en la que se ocultaba un considerable grado de respeto. El niño se había convertido en un hombre. E incluso sin los atavíos de un príncipe para conferirle dignidad, había obligado a retroceder a Abdullah.
Rose observó todo desde cierta distancia, presentando a los personajes del acto como una voz de fondo incorpórea para las imágenes que eran transmitidas vía satélite a su cadena de televisión. Notó, sin expresarlo en voz alta, que la joven mujer que lo acompañaba fue desviada a una limusina mientras Faisal continuaba con la ceremoniosa llegada.
Entonces, mientras el emir se dirigía a su coche con Hassan a su lado, Rose preguntó:
– ¿Está contento de hallarse en casa, Su Alteza?
– Muy contento, señorita Fenton -se detuvo y se acercó a su micrófono. Hassan, desgarrado entre el deseo de dejar una distancia segura entre ellos y mantener las riendas firmes de su joven protegido, al final lo siguió, pero permaneció a dos metros de ella, con la vista clavada en algún punto encima de su cabeza-. Aunque como puede ver mi viaje fue bastante sorpresivo, de ahí mi atuendo informal. Todos hemos estado bastante preocupados por usted -hizo que sonara como si su súbita desaparición hubiera provocado su repentino regreso.