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– Échale la culpa a Hollywood -al acercarse la puerta se abrió y el criado de Tim hizo una reverencia cuando Rose atravesó el umbral-. Rose, este es Khalil. Cocina, limpia y cuida de la casa para que yo pueda concentrarme en el trabajo.

El joven le devolvió la sonrisa con timidez.

– Santo cielo, Tim -exclamó Rose después de admirarlo todo, desde las exquisitas alfombras sobre lustrosos suelos de madera hasta la pequeña piscina situada en el jardín discretamente amurallado que había más allá de los ventanales-. Es un poco diferente de la casita pequeña que tenías en Newmarket.

– Si crees que esto es lujo, espera a ver las caballerizas. Los caballos tienen una piscina mucho más grande que la mía y allí dispongo de un hospital plenamente equipado, con todo lo que pueda pedir…

– ¡Vale, vale! -sonrió ante su entusiasmo-. Luego me lo puedes mostrar todo, pero ahora mismo me vendría bien una ducha -se levantó el pelo de la nuca-. Y necesito ponerme ropa más ligera.

– ¿Qué? Oh, lo siento. Siéntete como en casa, descansa, come algo. Tu habitación está ahí -la condujo a una gran suite-. Hay tiempo de sobra para verlo todo.

Ella se detuvo en la puerta, pero no fue el esplendor de la habitación lo que la sorprendió, sino el hecho de que toda superficie disponible estaba cubierta con cestas llenas de rosas.

– ¿De dónde demonios han salido?

– De donde crezcan las rosas en esta época del año

– Tim se encogió de hombros, abochornado por el exceso-. Habría pensado que estarías acostumbrada a ello. No creo que nadie envíe lirios, amapolas o crisantemos, ¿verdad?

– Casi nunca -reconoció al tiempo que buscaba una tarjeta, sin encontrarla-. Pero por lo general basta con una docena. Estas parecen haber sido encargadas al por mayor.

– Sí, bueno, el príncipe Abdullah las envió esta mañana para que te sintieras como en casa.

– ¿Cree que vivo en una floristería?

– Aquí lo hacen todo en una escala grande -Tim puso una mueca y miró el reloj-. Rose, ¿puedes quedarte sola una hora, más o menos? Tengo una yegua a punto de parir…

– Ve -rió-. Estaré bien…

– ¿Seguro? Si me necesitas…

– Relincharé.

– En realidad -su hermano sonrió relajado-, creo que el sistema telefónico te resultará más adecuado.

Sola, se concentró en las rosas. Eran capullos perfectos, de un blanco cremoso. Resistió la tentación de contarlas. Se llevó algunas a la nariz; las flores eran hermosas pero carecían de fragancia, un gesto estéril sin ningún significado real.

Y sus pensamientos retornaron al príncipe Hassan al Rashid. El playboy también era una especie de tópico. Pero esos ojos grises sugerían algo muy diferente detrás de la fachada.

El príncipe Abdullah tal vez quisiera conquistar su cooperación con el avión privado y las rosas, pero era Hassan quien tenía su absoluta atención.

CAPÍTULO 2

QUÉ quieres decir con que no puedes encontrarlo? -Hassan apenas pudo contener su ira-. Tiene guardaespaldas que lo protegen día y noche…

– Los ha esquivado -la voz de Partridge tenía algo de eco a través del contacto vía satélite-. Al parecer hay una chica involucrada…

Claro que habría una chica. Maldito fuera el muchacho, y malditos esos cabezas huecas que se suponía que debían cuidar de él…

Pero él mismo había tenido veinticuatro años, una vez, siglos atrás, y recordaba demasiado bien lo que era vivir cada momento bajo ojos que te vigilaban. Recordó lo fácil que era despistarlos cuando había una chica…

– Encuéntralo, Partridge. Encuéntralo y tráelo a casa. Dile… -¿qué? ¿Que lo lamentaba? ¿Que lo entendía? ¿Para qué serviría eso?-. Dile que no queda mucho tiempo.

– Haré lo que sea necesario, Excelencia.

Hassan se hallaba ante la entrada de su tienda y las palabras de Partridge reverberaron en su cabeza. «Lo que sea necesario»… su abuelo moribundo había usado esas mismas palabras el día que nombró a su nieto menor, Faisal, su heredero, y a su sobrino, Abdullah, regente. «Lo que sea necesario por mi país».

Había sido una especie de disculpa, pero, dolido y enfadado por verse desposeído, se había negado a entenderlo y se había comportado como el joven necio que era.

Mayor y más sabio, entendía que para que un hombre gobernara, primero debía aceptar que los deseos del corazón siempre debían ser sacrificados ante la necesidad.

En unas pocas semanas Faisal cumpliría los veinticinco años, y si su joven hermanastro quería asumir el cargo de rey, también él debía aprender esa lección. Y rápidamente.

Mientras tanto, habría que hacer algo para frenar el intento de Abdullah de un golpe de estado a través de los medios de comunicación. Quizá su primo no fomentara que la prensa llamara a su puerta, pero comprendía su poder y no pasaría por alto la oportunidad de meterse a alguien como Rose Fenton en el bolsillo.

Ella ya había hecho el gran recorrido de las mejores partes de la ciudad, y sería muy fácil, si no estabas con los ojos muy abiertos, engañarla para que creyera que todo era maravilloso. Y estaba en poder de Abdullah distraerla de todas las maneras posibles.

Puede que no sucumbiera a los regalos, al oro y las perlas que caerían en torrente sobre ella. Hassan tenía poca fe en el periodista incorruptible y entregado, pero Abdullah jamás había sido un dictador con un solo plan. Si el dinero no funcionaba, tenía a su hermano como rehén para obtener su cooperación.

Bueno, dos podían jugar a ese juego, y aunque estaba convencido de que ella no albergaría el mismo punto de vista de la situación, llegó a la conclusión de que le haría un favor a la señorita Fenton si la sacaba de circulación durante una temporada.

Y ocuparse de su inquieta familia, del ministerio de Asuntos Exteriores británico y de los comentarios poco amables de los medios británicos le daría a su primo algo más acuciante de qué preocuparse que usurpar el trono de Faisal. Puede que incluso lo empujara a abandonar. Así como Abdullah disfrutaba del tributo que acompañaba a su papel de jefe de estado sustituto, no le gustaban demasiado las responsabilidades de dicho cargo.

Sin duda Partridge se mostraría indignado, pero como era evidente que su secretario tenía plena conciencia de la urgente necesidad de hacer lo que fuera necesario, podía contar con que no hablara. Si no en privado, sí en público.

– ¿Una carrera de caballos? -Rose tomó una tostada. Hacía seis años que no iba a una carrera de caballos-. ¿Por la noche?

– Bajo focos. Está más fresco a esa hora. En particular en verano -añadió Tim, luego sonrió-. También se celebrará una carrera de camellos. ¿Quieres perdértela?

– Déjame reflexionarlo… Sí -durante un momento pensó que él le iba a dar una charla, recordarle que ya habían pasado seis años. Pero fue evidente que lo pensó mejor, porque se encogió de hombros.

– Bueno, depende de ti-si la decisión de su hermana lo decepcionó, no lo mostró-. Yo debo asistir por motivos obvios, pero luego puedo venir a recogerte.

– ¿Recogerme? – dejó de untar mantequilla en la tostada y alzó la vista.

Tim indicó el sobre cuadrado que había apoyado contra el frasco de mermelada.

– Nos han invitado a cenar después de las carreras.

– ¿Otra vez? -¿es que en Ras al Hajar nadie se quedaba en casa a comer una pizza y ver una película en vídeo-. ¿Quién?

– Simon Partridge.

– ¿Lo he conocido? -inquirió, recogiendo el sobre para extraer una hoja de papel. La caligrafía era fuerte y con carácter. La nota extrañamente formal-. «Simon Partridge solicita el placer…»

– No, es el secretario del príncipe Hassan.

A punto de aducir cansancio, un dolor de cabeza o cualquier cosa para escapar de otra velada formal, de pronto la idea del vídeo perdió su atractivo. No había visto al príncipe playboy desde que bajó del avión. Había estado atenta, pero al parecer se había desvanecido de la faz de la tierra.