– Te gustará -indicó Tim-. Tenía muchos deseos de conocerte, pero ha estado fuera de la ciudad.
– ¿De verdad? -entonces rió-. Dime, Tim, ¿adónde vas cuando sales «fuera de la ciudad» en Ras al Hajar?
– A ninguna parte. Esa es la cuestión. Dejas la civilización detrás.
– He hecho eso -en los últimos años había estado en varios sitios muy poco civilizados-. Es algo sobrevalorado.
– El desierto es distinto. Razón por la que, si eres Hassan, lo primero que haces al llegar a casa es ¡levarte a tus sabuesos y halcones de caza al desierto. Y si eres su secretario, lo acompañas.
– Comprendo -lo que comprendía era que si Simon Partridge se hallaba de vuelta en la ciudad también lo estaría el príncipe Hassan-. Háblame de Simon Partridge. Es poco habitual que alguien como Hassan tenga un secretario británico, ¿no?
– Su abuelo tuvo uno y sobrevivió para contarlo.
– ¿De verdad?
– El padre de Hassan. Era escocés. ¿No te lo dije?
– Tim frunció el ceño.
– No. Eso explica muchas cosas.
– Quizá considera que puede confiar en Partridge para que sea su hombre de confianza en un cien por cien, sin que su lealtad se halle dividida por lazos tribales ni enemistades familiares que se interpongan en el camino.
– ¿Una espalda que se interponga en el camino por si alguien tiene el deseo de apuñalarlo? -reflexionó-. ¿Qué saca Simon Partridge de ello?
– Solo un trabajo. No es el guardaespaldas de Hassan. Partridge estuvo en el ejército, pero su Jeep se topó con una mina de tierra y tuvo que licenciarse por invalidez en una pierna. Su coronel y Hassan fueron al mismo colegio…
– Eton -murmuró Rose sin pensarlo.
– ¿A qué otro sitio podían ir? -Tim había dado por hecho que se trataba de una pregunta-. Partridge también. ¿Y bien? ¿Qué le contesto?
– Dile que… la señorita Fenton acepta… -una cosa eran las carreras, pero no pensaba perderse la oportunidad de conocer al secretario de Hassan.
– Estupendo -sonó el teléfono y Tim contestó, escuchó y luego repuso-: Iré de inmediato -estaba camino de la puerta cuando recordó a Rose-. El número de Simon viene en la invitación. ¿Puedes llamarlo tú?
– No hay problema -levantó el auricular, marcó y, mientras sonaba, observó otra vez la caligrafía decidida y llegó a la conclusión de que por una vez Tim tenía razón. No le cupo duda de que le caería bien el dueño de esa letra.
– ¿Sí?
– ¿El señor Partridge? Simon Partridge? -hubo una breve pausa.
– Creo que tengo el placer de hablar con la señorita Rose Fenton.
– Hmm, sí -rió-. ¿Cómo lo sabía?
– ¿Qué le parece si le digo que soy adivino? -ofreció la voz.
– No lo creería.
– Y no se equivocaría. Su voz es inconfundible, señorita Fenton.
Así como Simon Partridge parecía algo mayor de lo que había imaginado por la descripción de Tim, su voz era ronca, con un matiz de profunda autoridad en ella, terciopelo sobre acero.
– Porque hablo mucho -repuso-. Tim ha tenido que ir a las caballerizas reales, pero me pidió que lo llamara para informarlo de que será un placer aceptar su invitación para cenar esta noche.
– No tengo duda de que el placer será mío.
Su formalidad era tan… extranjera. Se preguntó cuánto tiempo llevaba en Ras al Hajar. Había dado por hecho que era algo reciente, pero quizá no fuera así.
– Sabe que primero ha de asistir a las carreras, desde luego…
– Todo el mundo va a las carreras, señorita Fenton. No hay otra cosa que hacer en Ras al Hajar. ¿Asistirá usted?
– Bueno…
– Debe ir.
– Sí -aceptó, cambiando rápidamente de parecer. Razonó que si después de todo no faltaba nadie, Hassan estaría presente-. Sí, me apetece mucho ir -y de pronto así era.
– Hasta la noche, señorita Fenton.
– Hasta entonces, señor Partridge -colgó sintiéndose un poco jadeante.
Hassan cerró el teléfono móvil que había comprado esa mañana en el souk y registrado bajo un nombre ficticio y lo arrojó sobre el diván. Más allá de la entrada de la enorme tienda negra podía ver el exuberante palmeral regado por las pequeñas corrientes que atravesaban el agreste país fronterizo. En primavera era el paraíso en la tierra. Tuvo la impresión de que Rose Fenton quizá no lo viera de la misma manera.
– Vuelve pronto, Faisal -murmuró. Al oír su voz, el sabueso que había a SUS pies se levantó y apoyó una cabeza larga y sedosa en su mano.
Rose se hallaba completamente insatisfecha con su reducido guardarropa. Se había sentido desaliñada en la fiesta de la embajada. Había dado por hecho que sería elegante pero informal. Tim no había sido de ninguna ayuda y al final había recurrido a su vestido negro, apto para todas las ocasiones. Desde luego, el resto de las mujeres había aprovechado el acontecimiento para lucir sus últimos vestidos de marca, haciendo que el vestido negro diera la impresión de haber dado la vuelta al mundo. Bueno, y así era.
No había previsto tanta vida social y, además, no disponía de nada que pudiera servir para una velada al aire libre en las carreras, seguida de una cena privada.
Al final se decidió por el shalwar kameez que le regalaron en un viaje al Paquistán y que había llevado con la esperanza de realizar una entrevista con el regente, algo que había estado eludiendo desde su llegada, aunque ya empezaba a quedarse sin excusas.
Los pantalones eran de seda salvaje de una tonalidad verde apagada, la túnica un poco más clara y el pañuelo de seda aún más ligero. Tendría que habérselo puesto para ir a la fiesta de la embajada.
– ¡Vaya! -la reacción de Tim fue inesperada. Por lo general jamás notaba lo que se ponía nadie-. Estás deslumbrante.
– Eso me preocupa. De repente me da la impresión de que todos los demás lucirán vaqueros.
– ¿Importa? Vas a dejar boquiabierto a Simon.
– No estoy segura de que sea el efecto que busco, Tim -al recordar el efecto de la voz de él sobre su capacidad para respirar, pensó que quizá se engañaba-. Al menos no hasta que lo conozca mejor.
– Con ese traje no me cabe la menor duda de que querrá conocerte mejor -miró el reloj-. Será mejor que nos vayamos. ¿Lo tienes todo?
El teléfono móvil, la grabadora, el cuaderno de notas y el bolígrafo. Pero no dijo nada, porque tuvo la sensación de que a su hermano no le agradaría mucho. Tim la llevó por el codo y la ayudó a subir al Range Rover.
– ¿Está muy lejos?
– A unos tres kilómetros de las caballerizas. Más allá de estas colinas bajas, hay un terreno llano perfecto para correr.
Un caballo claro sin jinete saltó de un barranco bajo y aterrizó delante de ellos, para levantarse sobre las patas traseras y hender el aire con los cascos delanteros. Tim giró para evitarlo, haciendo que el coche derrapara de costado sobre la grava suelta.
– Es uno de los caballos de Abdullah -explicó al controlar el Range Rover-. Alguien va a tener problemas… -en cuanto frenaron, abrió la puerta y bajó-. Lo siento, pero debo intentar atraparlo.
– ¿Puedo ayudarte? -se volvió cuando él abrió la parte de atrás del vehículo y sacó una cuerda.
– No. Sí. Usa el teléfono del coche para llamar a las caballerizas. Pídeles que envíen un remolque para caballos.
– ¿Adónde?
– Di entre la villa y las caballerizas; nos encontrarán.
La luz interior del coche no se había encendido; alargó el brazo y activó el interruptor del teléfono, pero no sucedió nada. Se encogió de hombros, alzó el auricular pero no había tono. Recogió su bolso y sacó el teléfono móvil nuevo que Gordon había incluido con los recortes de prensa y el libro. Era pequeño, muy potente y hacía prácticamente todo salvo tocar el himno nacional, pero no veía bien en la oscuridad, de modo que bajó para situarse ante los faros. Justo cuando sus pies tocaban el suelo los faros se apagaron.