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Pudo oír a su hermano a cierta distancia tratando de calmar al caballo nervioso. Entonces también ese sonido se desvaneció cuando los cascos del caballo encontraron arena.

Reinaba un gran silencio y oscuridad. No había luna, aunque las estrellas brillaban en todo su esplendor por la falta de polución. Una sombra se separó de la oscuridad.

– ¿Tim?

Pero no se trataba de su hermano. Incluso antes de volverse supo que no era Tim. Este lucía una chaqueta de color crema y ese hombre llevaba de la cabeza a los pies una túnica de una oscuridad tan densa que absorbía la luz en vez de reflejarla. Hasta su cara estaba oculta con un keffiyeh negro que solo dejaba entrever los ojos.

Sus ojos eran lo único que necesitaba ver.

Era Hassan. A pesar de la descarga de miedo que la inmovilizó donde estaba, a pesar de la adrenalina que dominó su corazón, lo reconoció. Pero no era el príncipe urbano que subía a un avión privado con un caro traje italiano, no era Hassan en su papel de príncipe playboy.

Era el hombre prometido por los ojos grises como el granito, profundos, peligrosos y totalmente al control de la situación; algo le indicó que no iba a preguntarle si necesitaba ayuda.

Antes de que pudiera hacer algo más que girar a medias para correr, antes siquiera de pensar en gritar una advertencia a su hermano, le tapó la boca con la mano. Luego, rodeándola con el brazo libre, la alzó del suelo y la pegó con fuerza a su cuerpo. Tanto como para que la daga curva que llevaba a la cintura se le clavara en las costillas.

Le inmovilizó los codos y con los pies sin apoyo, no pudo propinarle ninguna patada. Pero se debatió con todas sus fuerzas. Él la sujetó con más fuerza y esperó; pasado un momento, Rose se detuvo. No tenía sentido agotarse de manera innecesaria.

Al quedar inmóvil a excepción de la rápida subida y bajada de sus pechos mientras trataba de recuperar el aliento, él se decidió a hablar.

– Le agradecería que no gritara, señorita Fenton -musitó-. No tengo ningún deseo de herir a su hermano -su voz era como su mano, como sus ojos, dura e intransigente.

Entonces sabía quién era ella. No se trataba de ningún secuestro fortuito. No. Claro que no. Puede que hubieran pasado algunos días desde que intercambiaron aquella mirada fugaz en el avión, pero había oído esa voz después. La oyó insistiéndole en que debía ir a las carreras. Y ella le había asegurado que asistiría. Esa había sido la causa de la invitación; había querido cerciorarse de que iría con el fin de planear el lugar y el momento exactos para secuestrarla.

Entonces no había hablado con Simon Partridge, sino con Hassan. Se dio cuenta de que no estaba tan sorprendida como habría imaginado. La voz encajaba mucho mejor en él.

Pero, ¿qué quería? El hecho de haber leído unas páginas de El Jeque en un momento de ocio no significaba que suscribiera esa fantasía. En ningún momento pensó que iba a llevarla al desierto para aprovecharse de ella. Era una periodista y concedía poca atención a la fantasía. Además, ¿por qué iba a molestarse si con solo chasquear los dedos podía tener a su lado a la mujer que deseara?

– ¿Y bien? – al ver que no disponía de mucha elección, ella asintió, prometiendo su silencio-. Gracias -como si quisiera demostrarle que era un caballero,

Hassan quitó de inmediato la mano de su boca, la depositó en el suelo y la soltó.

Quizá estaba tan acostumbrado a la obediencia que no se le ocurrió que no se quedaría callada ni quieta. O quizá tampoco importaba mucho. Después de todo, solo la acompañaba Tim, y con súbito pavor recordó el silencio repentino que había reinado.

– ¿Dónde está Tim? ¿Qué le ha hecho? -exigió al girar en redondo para mirarlo, su propia voz apagada en la absoluta quietud de la noche desértica.

– Nada. Todavía va tras el caballo favorito de Abdullah -los ojos centellearon-. Imagino que permanecerá ausente un rato. Por aquí, señorita Fenton.

Los ojos de Rose, que se adaptaron con rapidez a la oscuridad, vieron la silueta de un Land Rover esperando en las sombras. No era el tipo de vehículo de moda que conducía su hermano, sino el modelo básico que dominaba el terreno duro como un pato el agua, de esos que usaban los militares de todo el mundo.

No dudó de que fuera mucho más práctico que un caballo. Hassan la condujo hacia el coche.

A pesar del miedo que le ponía la piel de gallina, su instinto de periodista se puso en alerta roja. Pero aunque su curiosidad era intensa, no quería que pensara que iba por propia voluntad.

– Debe estar bromeando -manifestó y plantó los pies en el suelo.

– ¿Bromeando? -repitió la palabra como si no entendiera. Luego levantó la cabeza para mirar más allá.

La luna salía y cuando Rose se dio la vuelta vio la silueta oscura de su hermano en la distancia. Había logrado lazar al caballo y lo conducía de vuelta al Range Rover, ajeno a la situación de ella y al peligro en el que iba a meterse.

Hassan había subestimado su habilidad, la empatía que lograba establecer incluso con el más difícil de los caballos, y al comprenderlo, juró en voz baja.

– No tengo tiempo para discutir.

No pensaba dejar que Tim se mezclara en problemas, pero cuando respiró hondo para lanzar un grito de advertencia, quedó envuelta en la oscuridad. Oscuridad real, de esa que hacía que una noche estrellada pareciera el día. El la inmovilizó y la subió a su hombro.

Demasiado tarde comprendió que tendría que haber dejado de ser la corresponsal ecuánime para gritar cuando tuvo la oportunidad. No pidiendo ayuda, ya que eso sería inútil, sino para que Tim llamara a su editor y le contara lo que había sucedido.

¡Si tan solo pudiera soltarse las manos! Pero las tenía sujetas a los costados… Bueno, no del todo inutilizadas. Una de ella aún sostenía el teléfono móvil. Tuvo ganas de sonreír. El móvil. Ella misma podría llamar a su editor…

Entonces fue arrojada sin ceremonias al suelo del vehículo y a través de la tela que la cubría oyó el ruido de un motor.

Apenas tres días atrás había bromeado con la idea de ser secuestrada por un príncipe del desierto. Craso error. No resultaba nada gracioso. Yacer en el suelo duro del Land Rover hacía que recibiera golpes y, como si se diera cuenta, su captor rodó hasta quedar debajo de ella, recibiendo la peor parte. Aunque no sabía si estar encima del hombre que pretendía secuestrarla podía considerarse una mejora… no le quedaba otra alternativa, va que él aún la sujetaba con el brazo.

Quizá lo más inteligente sería dejar de debatirse, soslayar la intimidad de sus piernas enredadas e intentar deducir qué diablos pretendía Hassan. Analizar por qué había corrido semejante riesgo.

Sería mucho más fácil pensar sin el sofocante peso de la capa que la privaba de sus sentidos, sin los brazos de él a su alrededor.

Supuso que debería tener miedo. El pobre Tim se volvería loco. Y estaba su madre. Cuando se enterara de que su hija había desaparecido, Pam Fenton no tardaría en llamar al ministerio de Asuntos Exteriores.

Siempre que le llegara la noticia. Rose tuvo la impresión de que su desaparición se mantendría fuera de los medios de comunicación si Abdullah podía arreglarlo. Y probablemente podría. No costaría convencer a Tim de que su seguridad dependía de ello. Y la embajada haría lo que considerara más viable para ponerla a salvo. «Menos mal que tengo el móvil», pensó; Gordon jamás la perdonaría por no darle esa exclusiva.

¡Cielos! ¿Qué le había pasado a su instinto de supervivencia? No tenía miedo; no planeaba escapar. Tendría que estar agradecida de que Hassan no le hubiera hecho daño, de que no la hubiera atado o amordazado. Bueno, no lo necesitó. Ella no había gritado cuando pudo, cuando tendría que haberlo hecho. Incluso en ese momento yacía quieta, sin dificultar en nada las intenciones de ese hombre. Eso era porque la curiosidad había podido con la indignación.