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– ¿Señorita Fenton? -Hassan había descendido y la invitaba a bajar por sus propios medios, lo que sugería que no había ninguna parte a la que ir a solicitar auxilio-. Hemos llegado.

– Gracias -repuso, sin moverse ni alzar la vista-, pero yo no pienso detenerme.

– Quédese ahí, entonces, mujer obstinada -exclamó exasperado-. Quédese para congelarse -hizo una breve pausa, mientras esperaba que en ella imperara el sentido común. En respuesta, Rose se quitó la capa de debajo de la cabeza y se cubrió con ella. El maldijo-. Está temblando.

El vehículo había dejado de sacudirse, pero no ella. Aunque no tenía nada que ver con el frío. Era el tipo de temblor incontrolable que surgía después de un accidente como resultado del shock.

Quizá si hubiera gritado o gimoteado cuando la secuestró, se lo hubiera pensado dos veces antes de llevársela, sin importar cuáles hubieran sido sus motivos. Por desgracia, ella no tenía demasiada experiencia con los ataques de histeria.

Sintió que el vehículo se movía cuando Hassan subió otra vez para situarse a su lado.

– Vamos -dijo-. Ya ha hecho más que suficiente para justificar su reputación -sin aguardar una respuesta, la alzó en brazos con la capa y, pegada a él, la llevó por la arena.

Ella pensó en protestar y afirmar que podía caminar por sí sola, pero al final decidió ahorrarse las palabras. Con un metro setenta y cinco de estatura, no era liviana. Quizá se lesionara la espalda; se lo merecería.

Vio el destello de una hoguera, las formas en sombras de hombres y palmeras contra el cielo nocturno Y luego se encontró dentro de una de esas tiendas enormes que había visto en algún documental de la televisión.

Vislumbró una estancia iluminada por una lámpara, con alfombras y un diván antes de que él apartara a un costado una cortina pesada y la depositara en una cama grande. ¡Una cama! Rose bajó los pies, se envolvió con la capa y se levantó con tanta precipitación que eso la mareó; él la estabilizó, la sostuvo un momento y volvió a dejarla en la cama, le alzó los pies y la descalzó.

Ya era suficiente. Con los zapatos bastaba.

– Váyase -soltó con los dientes apretados-. Váyase y déjeme en paz.

Hassan no le prestó atención y dejó los zapatos junto a la cama. Permaneció a su lado y la observó con ojos entrecerrados. Rose sintió que se ruborizaba. Al parecer satisfecho, él asintió y dio un paso atrás.

– Encontrará agua caliente y todo lo que necesite ahí -indicó otra habitación que había detrás de unos cortinajes gruesos-. Salga en cuanto se haya refrescado y cenaremos -dio media vuelta y desapareció.

¡Cenar! ¿Es que esperaba que se lavara dócilmente, que se peinara y que se sentara a compartir una comida civilizada con él?

Estaba indignada.

Pero también tenía hambre.

Se encogió de hombros resignada, se sentó y miró alrededor. Podía hallarse en una tienda, pero, al igual que con el avión privado, no se parecía en nada a las que ella conocía. La habitación ostentaba telas ricamente bordadas, muebles antiguos y un baúl grande que supuso que también se convertía en tocador.

Apoyó los pies en el suelo y sintió la seda suave de la alfombra. Como hacía una temperatura agradable, se quitó la capa, se dirigió al baúl y lo abrió. Como había sospechado, había una bandeja que contenía un espejo, cepillos y peines. También otras cosas que le devolvieron el temblor a los dedos.

Vio el maquillaje que solía usar, un bote con su crema hidratante favorita, la crema de protección solar que se aplicaba. El hombre había hecho los deberes. Lo cual sugería que su estancia allí podría ser prolongada.

El cuarto de baño estaba bien equipado con el champú y el jabón a los que estaba acostumbrada. Vertió agua caliente en una jofaina, se lavó las manos y la cara, confirmadas todas sus sospechas acerca de Khalil. ¿Qué otro podría desconectar el teléfono del Range Rover y quitar la bombilla sin despertar sospechas? No es que culpara al joven. En un país donde lo primero, y siempre, era la lealtad a la tribu, el foráneo siempre se encontraba en desventaja.

Un hecho que el mismo Hassan había podido comprobar cuando pasaron por encima de él para la sucesión al trono.

Regresó al tocador, se retocó el maquillaje, se peinó y se cepilló el polvo del shalwar kameez. Luego recogió el largo pañuelo de seda. A punto de pasárselo en torno al cuello, cambió de parecer. Se lo enroscó alrededor de la cabeza, tapándose el pelo con modestia al estilo tradicional. Solo entonces se reunió con su insistente anfitrión.

Hassan se alisó el pelo mientras iba de un lado a otro de la alfombra. Había esperado lágrimas, histeria; había estado preparado para eso. Lo que no había esperado era el desafío, incluso cuando le castañeteaban los dientes por el shock.

¿Qué demonios iba hacer con ella? Habría que vigilarla día y noche o probablemente se mataría tratando de regresar a la ciudad.

Allí afuera, en el desierto, con unos pocos hombres escogidos, podría confiarles su vida, que no representaría ningún problema. Había esperado que la distancia y las dunas la mantuvieran prisionera, aunque su primer encuentro con Rose Fenton sugería que no iba a ser tan fácil. De modo que tendría que ofrecerle algo para que deseara quedarse. Algo importante.

Al volverse vio que las cortinas se hacían a un lado. Contuvo el aliento al observarla. En la oscuridad, no había visto lo que llevaba puesto cuando la capturó. Había dado por sentado que iría vestida como una mujer occidental moderna. El shalwar kameez era bonito, pero inesperadamente recatado. El largo pañuelo sobre los rizos rojos era exactamente el tipo de protección que sus hermanastras, sus tías y su madre se habrían puesto para una reunión familiar.

Lo sorprendió ver que lucía algo parecido. Hizo que sintiera como si de algún modo la hubiera violado y, pasado el primer momento de quietud, cruzó rápidamente la estancia para apartarle una silla.

Ella no la ocupó de inmediato, sino que miró alrededor, contemplando el baúl de mapas con los rebordes de latón, el escritorio plegable de viaje.

– Cuando sale de acampada -comentó-, desde luego lo hace con estilo.

– ¿Le molesta eso? -podía estar recatada, pero aún irradiaba fuego.

– ¿A mí? -se acercó para ocupar la silla que sostenía para ella y se sentó con todo el aplomo de su abuela escocesa ante un té en la vicaría-. Diablos, no, Su Alteza -desplegó la servilleta de algodón y la depositó sobre su regazo-. Si tengo que ser secuestrada, prefiero que lo haga un hombre con el buen sentido de instalar un cuarto de baño en su tienda.

– No soy Su Alteza -espetó-. Para usted ni para nadie. Llámeme Hassan.

– ¿Quiere que seamos amigos? -rió.

– No, señorita Fenton. Quiero comer.

Se dirigió a la entrada de la tienda y dio una orden antes de reunirse con ella. Llevaba el pelo al descubierto, lo cual revelaba una cabellera tupida, no tan negra como creía recordar. A la luz de la lámpara, un destello rojizo mostraba las raíces de su padre, de las Tierras Altas. Pero todo lo demás, desde la túnica negra sujeta con una faja hasta el khanjar que llevaba a la cintura, procedía de otro mundo. La delicada funda de plata tallada era antigua y muy hermosa, pero el cuchillo que contenía no era delicado, ni un adorno.

Sería fácil olvidar eso, pensar en Hassan como un hombre civilizado. Estaba convencida de que podía ser encantador. Pero no la engañaba. Había una yeta de acero, templada con el mismo fuego empleado en la daga. El sentido común le indicó que sería inteligente no avivar los rescoldos. Mas su naturaleza le sugería que no sabría resistir la tentación. Aunque todavía no.