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La señorita Lelache estaba sentada detrás del biombo de carpetas y ficheros que separaba en parte su semioficina de la semioficina del señor Pearl, y se consideraba a sí misma la Araña Venenosa.

Allí estaba sentada, venenosa; dura, brillante y venenosa; esperando, esperando.

Y la víctima llegó.

Una víctima nata. Cabello como el de una niñita, castaño y fino, pequeña barba rubia; piel suave y blanca, como la del vientre del pez; humilde, dócil, vacilante. ¡Mierda! Si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido.

—Bien yo, yo creo que es una, una cuestión de, de derechos de privacidad, o algo así —estaba diciendo—. Invasión de la privacidad, quiero decir. Pero no estoy seguro, y por eso busco asesoramiento.

—Bien, adelante —dijo la señorita Lelache.

La victima no podía hablar; su balbuceo se había agotado.

—Usted está bajo Tratamiento Terapéutico Voluntario —dijo la señorita Lelache, refiriéndose a la nota que el señor Esserbeck le había enviado previamente— por infracción a las regulaciones federales que controlan la distribución de drogas.

—Sí. Si acepto el tratamiento psiquiátrico, no se me procesará.

—Ese es el quid del asunto, sí —dijo la abogada secamente. El hombre le parecía no exactamente un débil mental sino desoladoramente simple. Ella aclaró su garganta.

El aclaró su garganta. Lo que el mono ve, el mono hace.

Gradualmente, con mucho apoyo y ayuda, él explicó que lo estaban sometiendo a una terapia que consistía, en esencia, en dormir y soñar bajo inducción hipnótica. Sentía que el terapeuta, al ordenarle que soñara ciertos sueños, podía estar infringiendo sus derechos de privacidad, tal como los definía la Nueva Constitución Federal de 1984.

—Bien. Algo parecido a esto se vio el año pasado en Arizona —dijo la señorita Lelache—. Un hombre bajo TTV trato de iniciarle un juicio a su terapeuta por implantar en él tendencias homosexuales. Por supuesto, el psiquiatra simplemente usaba las técnicas de condicionamiento habituales, y el demandante en realidad era un homosexual reprimido; fue arrestado por tratar de violar a un niño de doce años a plena luz del día en el centro de Phoenix Park, aun antes de que el caso llegara a la corte. Terminó en Terapia Obligatoria en Tehachapi. Bien, lo que quiero significar es que se debe ser cauto al iniciar este tipo de pleitos. La mayoría de los psiquiatras que reciben pacientes derivados por el gobierno son hombres cuidadosos, profesionales respetables. Ahora bien, si usted puede proporcionar algún elemento que sirva como prueba real, porque las meras sospechas no bastan. En realidad, podrían llevarlo a usted a Terapia Obligatoria, os decir, el Hospital Mental de Linnton, o a la cárcel.

—¿Es posible que ellos… me envíen a otro psiquiatra?

—No sin una causa real. La Escuela de Medicina lo derivó a usted a ese doctor Haber; y los profesionales de la Escuela son buenos, usted sabe. Si usted presentara una demanda contra Haber, los peritos intervinientes serían hombres de la Escuela de Medicina, probablemente los mismos que lo entrevistaron a usted. No aceptarán la palabra de un paciente, sin pruebas, contra la de un médico. No en esta clase de caso.

—Un caso mental —dijo el cliente—, entristecido.

—Exactamente.

El no dijo nada por un rato. Después levantó su vista hacia ella, esos ojos claros, una mirada sin ira y sin esperanza; sonrió y dijo:

—Muchas gracias, señorita Lelache. Lamento haberle hecho perder su tiempo.

—¡Bueno, espere!— dijo ella. Él podía ser simple, pero por cierto no parecía loco; ni siquiera neurótico. Sólo desesperado—. No debe resignarse con tanta facilidad. Yo no dije que usted no tuviera posibilidades. Dice usted que realmente desea abandonar las drogas y que el doctor Haber le está dando ahora una dosis mayor de fenobarbital que la que usted tomaba por su cuenta; eso podría garantizarle la investigación, aunque lo dudo mucho. Pero la defensa de los derechos de privacidad es mi especialidad, y deseo saber si ha habido una violación de la privacidad. Acabo de decir que usted no me ha contado su caso, si es que lo tiene. ¿Qué ha hecho ese doctor, específicamente?

—Si le cuento —dijo el cliente con apesadumbrada objetividad—, usted va a pensar que estoy loco.

—¿Cómo sabe que voy a pensar eso?

La señorita Lelache era agresiva, una cualidad excelente en un abogado, pero sabía que exageraba un poco.

—Si le dijera —dijo el cliente en el mismo tono— que algunos de mis sueños ejercen cierta influencia sobre la realidad, y que el doctor Haber lo ha descubierto y está usando… esta capacidad mía, para sus propios fines, sin mi consentimiento… usted pensaría que estoy loco, ¿verdad?

La señorita Lelache lo miró fijamente un momento, con su mentón apoyado sobre las manos.

—Bien, continúe —dijo luego, secamente.

Él había acertado lo que ella estaba pensando, pero maldito si ella pensaba admitirlo. De todos modos, ¿qué había de extraño si era loco? ¿Qué persona sana podía vivir en este mundo sin enloquecer?

Él miró sus manos por un momento, obviamente tratando de coordinar sus pensamientos.

—Sabe —dijo— él tiene esa máquina, un aparato como el electroencefalógrafo, pero que proporciona una especie de análisis y de realimentación de las ondas del cerebro.

—¿Usted quiere decir que él es un científico loco con una máquina infernal?

El cliente sonrió apenas.

—Tal vez yo lo hago aparecer así. No, creo que tiene una reputación excelente como científico investigador, y que está seriamente dedicado a ayudar a la gente. Estoy seguro de que no intenta hacerme daño, ni a mí ni a nadie. Sus motivos son muy elevados —encontró la mirada desencantada de la Araña Venenosa por un momento, y vaciló—. La, la máquina. Bien, no puedo decirlo cómo funciona, pero él la usa conmigo para mantener mi mente en el estado d, como él lo llama; con ese término se refiere al modo especial de dormir que tenemos cuando soñamos. Es muy diferente del modo de dormir común. Me hace dormir hipnóticamente, y luego hace funcionar su máquina para que empiece a soñar en seguida, cosa que uno no hace normalmente. O así es como yo lo entendí. La máquina asegura que yo sueñe, y creo que intensifica el estado d, también. Luego sueño lo que él me ha dicho que sueñe durante la hipnosis.

—Bien, suena a método con el que un psicoanalista a la antigua se asegura sueños para analizar. Pero en lugar de eso, él le dice qué es lo que debe soñar, mediante sugerencia hipnótica, ¿verdad? De modo que supongo lo estará condicionando a través de los sueños, por alguna razón. Es un hecho bien establecido que bajo hipnosis una persona puede y está dispuesta a hacer casi cualquier cosa, aun cosas que su conciencia no le permitiría en estado normal; eso se sabe desde mediados del siglo pasado, y está legalmente establecido desde Sommerville c. Projansky en 1988. Bien, ¿tiene usted motivos para creer que este doctor ha estado usando la hipnosis para sugerirle la realización de algo peligroso, algo que usted consideraría moralmente repugnante?

El cliente dudó.

—Peligroso, sí. Si usted acepta que un sueño puede ser peligroso. Pero él no me ordena que haga algo, sino que lo sueñe.

—Bien, los sueños que él le sugiere, ¿le resultan moralmente repugnantes?

—Él no es… no es un hombre malo. Tiene buenas intenciones. Yo me opongo a que me use como instrumento, como medio, aun cuando sus fines sean buenos. No puedo juzgarlo; mis propios sueños tuvieron efectos inmorales, y por eso traté de suprimirlos con drogas y me metí en este enredo. Quiero salir de esto, alejarme de las drogas, curarme. Él no me está curando; me alienta.

Después de una pausa, la señorita Lelache dijo: