—¿A hacer qué?
—A cambiar la realidad soñando que es diferente —replicó el cliente, tenazmente, pero sin esperanza.
La señorita Lelache volvió a hundir la punta de su mentón entre las manos y fijó la vista por un momento en una caja de lápices azul que estaba sobre el escritorio, en el nadir de su campo visual. Miró subrepticiamente al cliente; allí estaba sentado, tan dócil como siempre, pero ahora ella pensó que por cierto él no se aplastaría si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido. Era particularmente sólido.
La gente que va a ver a un abogado suele estar a la defensiva, si no en la ofensiva; naturalmente, necesitan conseguir algo: una herencia, una propiedad, un mandato, un divorcio, un encarcelamiento, cualquier cosa. No podía imaginar qué buscaba este individuo, tan inofensivo e indefenso. No solicitaba nada coherente y sin embargo no sonaba a incoherente.
—Muy bien —dijo ella cautamente—. Entonces, ¿qué hay de malo en lo que él les ordena hacer a sus sueños?
—No tengo derecho a cambiar las cosas. Ni él a obligarme a hacerlo.
Dios, él realmente lo creía; estaba en el extremo mas profundo. Sin embargo, su certeza moral la atrapaba, cómo si también ella fuera un pez que nada en torno del extremo más profundo.
—¿Cambiar las cosas, cómo? ¿Qué cosas? ¡Déme un ejemplo! —no tenía piedad con él, pero sí la habría tenido por un enfermo, un esquizoide o un paranoide con fantasías de manipular la realidad. Aquí había “otra victima de estos tiempos nuestros, que ponen a prueba las almas de los hombres” como había dicho el presidente Merdle, con su facultad para tergiversar las citas, en uno de sus mensajes; y ahí ella se estaba comportando cruelmente con una pobre víctima sangrante, que tenía agujeros en el cerebro. Pero no se sentía con deseos de ser amable con él.
—La cabaña —dijo él, después de pensar un poco—. En mi segunda visita, él me preguntó sobre mis ensoñaciones, y le dije que algunas veces soñaba despierto con tener un lugar en las Zonas Salvajes, usted sabe, un lugar en el campo como en las novelas antiguas, un lugar donde podría aislarme de la gente. Por supuesto que no lo tenía; ¿quién puede tenerlo? Pero la semana pasada debe haberme ordenado que soñara que tenía un lugar así, porque ahora lo tengo. Una cabaña con un alquiler por treinta y tres años en tierras del estado, en el Parque Nacional de Siuslaw, cerca de Neskowin. El domingo alquilé un aeromóvil y fui a verla; es muy linda, pero…
—¿Por qué no debería tener una cabaña? ¿Es eso Inmoral? Montones de personas se han anotado en esos sorteos para obtener esas cabañas desde que abrieron partes de las Zonas Salvajes, el año pasado. Usted ha tenido mucha suerte.
—Pero es que yo no tenía ninguna cabaña —dijo él—. Nadie tenía. Los parques y bosques se reservaban estrictamente como zonas salvajes, lo que queda de ellas, con campamentos sólo en los bordes. No había cabañas alquiladas por el gobierno. Hasta el viernes pasado, cuando yo soñé que había.
—Pero escuche, señor Orr, yo sé…
—Sé que usted sabe —dijo él suavemente—. Yo sé, también, todo; cómo decidieron alquilar partes de los parques nacionales la primavera pasada. Y yo presenté una solicitud y obtuve un número que resultó premiado, etcétera. Pero también sé que eso no era verdad hasta el viernes pasado. Y el doctor Haber lo sabe, también.
—Entonces su sueño del viernes pasado —dijo ella, burlona—, cambió la realidad retrospectivamente para todo el Estado de Oregon y abarcó una decisión tomada en Washington el año pasado, además de modificar la memoria de todo el mundo, salvo la suya y la del doctor Haber. ¡Qué sueño! ¿Lo recuerda?
—Sí —dijo él, en tono áspero y firme—. Era sobre la cabaña y el arroyo que corre frente a ella. No espero que crea todo esto, señorita Lelache. Creo que ni siquiera el doctor Haber lo ha tomado en serio todavía, porque en ese caso sería más cauto. Usted ve, las cosas se dan así: si él me dijera cuando estoy bajo hipnosis que sueñe que había un perro rosado en el cuarto, yo lo haría, pero el perro no podría estar allí porque en la naturaleza no hay perros rosados, no son parte de la realidad. Lo que ocurriría es que, o bien consigo un perro lanudo blanco teñido de rosa, y alguna razón creíble de su presencia allí, o, si el doctor insiste en que sea un perro rosado genuino, entonces mi sueño tendría que cambiar el orden de la naturaleza para que incluya perros rosados. En todas partes; desde el pleistoceno o cuando sea que aparecieron los perros. Siempre habrían sido negros, marrones, amarillos, blancos y rosados. Y uno de los rosados habría entrado desde el hall, o sería el collie del médico, o el pequinés de su recepcionista, o algo. Nada milagroso, nada que no fuese natural. Cada sueño cubre por completo sus huellas. No habría más que un normal perro rosado de todos los días cuando me despertara, con una razón perfectamente buena para estar allí. Y nadie notaría nada nuevo, salvo yo… y él. Yo mantengo las dos memorias, de las dos realidades, y lo mismo le ocurre al doctor Haber. El está allí en el momento del cambio, y sabe sobre qué es el sueño. No admite que lo sabe, pero sé que lo sabe. Para todos los demás, siempre ha habido perros rosados. Para mí y para él, ha habido y no ha habido.
—Pistas temporales duales, universos alternados —dijo la señorita Lelache—. ¿Ve muchos shows de televisión por la noche tarde?
—No —dijo el cliente, casi tan secamente como ella—. No le pido que crea esto. Por cierto, no sin alguna prueba.
—Bien. ¡Gracias a Dios!
Él sonrió, casi una risa. Tenía un rostro amable; parecía como si gustara de ella.
—Pero escuche, señor Orr, ¿cómo demonios puedo obtener una prueba sobre sus sueños? En especial si usted destruye todas las pruebas, cambiando todo desde el pleistoceno.
—¿Puede usted —dijo él, repentinamente excitado, como si tuviera una esperanza—, puede usted, en su carácter de abogada mía, pedir estar presente en una de mis sesiones con el doctor Haber, en el caso de que usted estuviera dispuesta?
—Bien, es posible. Podría arreglarse, si hay un buen motivo. Pero vea, llamar a un abogado como testigo en un posible caso de violación de la privacidad, va a estropear completamente la relación paciente-terapeuta. No es que parezca que usted tiene una relación muy buena, pero eso es difícil de juzgar desde afuera. El hecho es que usted debe confiar en él, y también, usted sabe, él debe confiar en usted, en cierto sentido. Si usted lo amenaza con un abogado porque quiere sacárselo de la cabeza, bien. ¿Qué puede hacer él? Probablemente esté tratando de ayudarlo.
—Sí. Pero me está usando para sus fines experimentales… —Orr no siguió: la señorita Lelache se había puesto rígida, la araña había visto, por fin, a su presa.
—¿Fines experimentales? ¿Ah, sí? ¿Qué, esa máquina de la que me habló antes? ¿Tiene te aprobación, de SEB? ¿Qué es lo que ha firmado usted, autorizaciones, algo más que las fórmulas de TTV y las fórmulas de consentimiento a la hipnosis? ¿Nada? Parece ser que usted tendría causa para una demanda, señor Orr.
—¿Usted podría venir a observar una sesión?
—Puede ser. La línea a seguir sería el derecho civil, por supuesto, no la privacidad.
—Usted entiende que no estoy tratando de crearle problemas al doctor Haber, ¿verdad? —preguntó Orr, preocupado—. No deseo hacer eso. Sé que él intenta hacer bien. Sólo que quiero que me curen, no que me usen.
—Si los motivos de él son buenos, y si está usando un aparato experimental con un sujeto humano, entonces el doctor Haber debería tomarlo como cosa normal, sin resentimiento; si es algo limpio, no tendrá ningún problema. En dos oportunidades he tenido misiones similares a ésta, contratada por SEB. Observé un nuevo inductor de hipnosis en la práctica en la Escuela de Medicina, y no resultó; también observé una demostración del modo de inducir la agorafobia por sugerencia, para que las personas se sientan bien entré la multitud, en el Instituto, en Forest Grove. Eso sí resultó pero no fue aprobado, porque decidimos que entraban en el rubro de las leyes del lavado de cerebros. Es probable que pueda conseguir una orden de SEB para investigar ese aparato que su médico está usando. Eso lo dejaría a usted fuera del cuadro, ya que yo no aparecería como abogada suya, y aun puede ser necesario que no lo conozca. Soy un oficial acreditado, observador de SEB. Luego, si todo esto no conduce a nada, usted y él quedarían en la misma relación de antes. El problema es que debo conseguir qué se me invite a una de sus sesiones.