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—Soy el único paciente con el que se está usando la Ampliadora, Según me dijo él mismo. También me dijo que sigue trabajando en la máquina, perfeccionándola.

—Entonces es realmente experimental todo lo que le esta haciendo con esa máquina. Perfecto; veré qué es lo que puedo hacer. Llevará una semana, o más, la tramitación.

Él parecía preocupado.

—Espero que no sueñe esta semana que no existo, señor —dijo ella con vez metálica.

—No voluntariamente —dijo Orr, con gratitud; no, por Dios, no era gratitud, era interés. Él gustaba de ella. Era un pobre loco dedicado a las drogas, a él le gustaría ella. Ella gustaba de él. La señorita Lelache tendió su mano morena, que él estrechó con una mano blanca, exactamente igual a aquel distintivo que su madre siempre guardaba en el fondo de su alhajero, de SCNN o SNCC o algo así, al que ella había pertenecido allá a mediados del siglo pasado, la mano negra y la mano blanca unidas. ¡Cristo!

5

Cuando se pierde el gran camino, obtenemos benevolencia y rectitud.

Lao Tse, XVIII

Sonriente, William Haber subió con pasos rápidos los escalones del Instituto Onirológico de Oregon y atravesó las altas puertas de cristal polarizado hacia el frío y seco aire acondicionado. Era el 24 de marzo, y ya la calle tenía clima de sauna: pero adentro todo estaba fresco, limpio, sereno. Piso de mármol, muebles discretos, escritorio de recepción de metal brillante, recepcionista elegante:

—¡Buen día, doctor Haber!

En el hall se encontró con Atwood que venía de las guardias de investigación, con los ojos enrojecidos y el cabello despeinado después de una noche dedicada a analizar los electroencefalogramas de los durmientes; las computadoras hacían buena parte de esa tarea ahora, pero aún en ciertos casos se necesitaba una mente no programada.

—Buen día, jefe —murmuró Atwood.

En la oficina de Haber, la señorita Crouch exclamó:

—¡Buen día, doctor! —estaba contento de haber traído a Penny Crouch con él cuando ocupó el cargo de Director del Instituto, el año pasado. Era leal e inteligente, y un hombre que está al frente de una institución de investigaciones grande y compleja necesita una mujer leal e inteligente cerca de sí.

Entró con grandes pasos en su sagrado despacho privado.

Dejando caer el portafolio y las carpetas sobre el diván, estiro los brazos y luego, como siempre cuando entraba en su oficina, se acercó a la ventana. Era una gran ventana esquinal que miraba al este y al norte sobre una gran porción del mundo: la curva del Willamette, lleno de puentes debajo de las colinas; las innumerables torres de la ciudad, altas y lechosas en la bruma primaveral, a cada lado del río; los suburbios que se alejaban de la vista hasta que de sus extremos más remotos surgían las laderas de las montañas, y las montañas. El monte Hood, inmenso y a la vez retirado, alimentando nubes en torno de su cima; hacia el norte, el distante Adams, como un molar, y luego el cono puro de St. Helens, desde cuya gran extensión de ladera asomaba, más hacia el norte, el limpio domo del monte Rainier.

Era una vista que inspiraba. Siempre inspiraba al doctor Haber. Además, después de una semana de lluvia continuada, la presión barométrica había subido y volvía a aparecer el Sol sobre la bruma del río. Muy consciente por miles de lecturas de electroencefalogramas de las relaciones entre la presión atmosférica y la pesadez de la mente, casi podía sentir su psicosoma transportado por ese viento seco y brillante. Hay que mantener eso, hacer que el clima siga mejorando, pensó con rapidez, casi subrepticiamente. Había varias cadenas de pensamiento formadas y en formación simultánea en su mente, y esta nota mental no era parte de ninguna de ellas. Fue rápidamente formulada y rápidamente archivada en la memoria, mientras ponía en funcionamiento el magnetófono que estaba sobre el escritorio y empezaba a dictar una de las muchas cartas que le exigía la dirección de un instituto de investigación científica relacionado con el gobierno. Era una tarea molesta, por supuesto, pero había que hacerla, y él era el hombre indicado. No lo lamentaba, aunque reducía drásticamente su tiempo de investigación. Estaba en los laboratorios sólo cinco o seis horas por semana, generalmente, y sólo tenía un paciente propio, aunque por supuesto supervisaba la terapia de muchos otros.

A un paciente, sin embargo, lo conservaba. Él era un psiquiatra, después de todo. Se había dedicado a la investigación del sueño y a la onirología en primer lugar para encontrar aplicaciones terapéuticas. No le interesaba el conocimiento aislado, la ciencia por la ciencia: no tenía sentido aprender algo si no se podía utilizar. La relevancia era el criterio que empleaba. Siempre conservaría un paciente propio, para que le recordara ese compromiso fundamental, para que lo mantuviera en contacto con la realidad humana de su investigación en términos de la estructura de la personalidad perturbada de cada individuo. Porque no hay nada importante más allá de las personas. Una persona está definida únicamente por la medida de su influencia sobre otras personas, por la esfera de sus interrelaciones; y moralidad es un término que carece de todo significado a menos que se lo defina como el bien que uno le hace a los otros, el cumplimiento de la función propia en el todo sociopolítico.

Su paciente, Orr, iba a venir a las cuatro de la tarde, porque habían desistido del intento de las sesiones nocturnas; y, como le recordara la señorita Crouch en la hora del almuerzo, un inspector de SEB iba a observar la sesión de hoy, para asegurarse de que no había nada de ilegal, de inmoral, de inseguro, de despiadado, etcétera, en el funcionamiento de la Ampliadora. Maldita sea la intrusión del gobierno.

Ese era el problema del éxito y su acompañamiento de publicidad, curiosidad pública, envidia profesional, rivalidad de los colegas. Si hubiera sido todavía un investigador privado, que se afana en el laboratorio de sueños de la universidad y en un consultorio de segunda categoría de Willamette East Tower, lo más probable es que nadie se hubiera enterado de su Ampliadora hasta que él decidiera que estaba lista para el mercado, y hubiese podido trabajar sólo para refinar y perfeccionar el aparato y sus aplicaciones. Ahora aquí estaba, haciendo la parte más privada y delicada de su profesión, psicoterapia con un paciente perturbado, y por eso el gobierno debía enviar un abogado a molestar, un abogado que no entendería la mitad de lo que se hacía y que entendería mal el resto.

El abogado llegó a las 3:45, y Haber salió apresuradamente a la oficina exterior para saludarlo —para saludarla, porque resultó ser una abogada— y para tratar de establecer una impresión amistosa y cálida de entrada. Era mejor si uno se mostraba sin temor, dispuesto, y personalmente cordial. Muchos médicos dejaban traslucir su presentimiento cuando recibían un inspector de SEB; esos médicos no obtenían muchas concesiones del gobierno.

No resultaba fácil ser cordial y cálido con esta abogada. Producía diferentes sonidos metálicos. Un pesado broche de bronce en la cartera, pesadas joyas de cobre y bronce, zapatos de gruesos tacos y un inmenso anillo de plata con un horrible motivo de máscara africana, cejas fruncidas, una voz dura: diferentes sonidos duros. En los diez segundos siguientes Haber sospechó que todo era una máscara, como el anillo; mucho sonido y furia que significaban sólo timidez. Pero eso no era asunto suyo. Nunca conocería a la mujer que se escondía detrás de la máscara, y ello no importaba mientras él consiguiera darle una impresión adecuada a la señorita Lelache, abogada.