—¿Usted quiere decir que está soñando? —ella parecía alarmada.
—Exacto.
—¿Todas estas reacciones son normales?
—Absolutamente. Todos pasamos por eso todas las noches, cuatro o cinco veces, durante al menos diez minutos por vez. Se ve un estado d muy normal en la pantalla del electroencefalógrafo. La única anomalía o peculiaridad que podrá ver es un ocasional pico alto entre las marcas, una especie de efecto de confusión que nunca he visto antes en un estado d. Su modelo se parece a un efecto que se observa en los electroencefalogramas de hombres que trabajan duro en ciertas tareas: trabajo artístico o creativo, pintura, poesía, y también leer a Shakespeare. Lo que este cerebro está haciendo en esos momentos, no lo sé todavía. Pero la Ampliadora me da la oportunidad de observarlos sistemáticamente, y luego podré analizarlos.
—¿Es posible que la máquina cause ese efecto?
—No —en realidad, él había tratado de estimular el cerebro de Orr con una repetición de una de esas marcas de pico, pero el sueño resultante de ese experimento había sido incoherente, una mezcolanza del sueño anterior, durante el que la Ampliadora había registrado el pico, y el presente. No había necesidad de mencionar los experimentos no convincentes—. Ahora que está bien dentro de este sueño, apagaré la Ampliadora. Observe, trate de ver si se da cuenta cuando retiro la entrada —ella no notó nada—. Sin embargo, puede producir un estado de confusión; no pierda de vista esas marcas. Puede detectarlo primero en el ritmo theta, allí, desde el hipocampo. Se produce en otros cerebros, sin duda. Nada es nuevo. Si puedo descubrir cuáles otros cerebros, en qué estado, podré especificar con mayor exactitud cuál es el problema de este individuo; puede haber un tipo psicológico o neurofisiológico al que él pertenece. ¿Ve las posibilidades de investigación de la Ampliadora? Ningún efecto sobre el paciente, salvo el de poner temporariamente a su cerebro en alguno cualquiera de sus estados normales que el médico desea observar. ¡Mire esto! —ella no advirtió el pico, por supuesto; la lectura de electroencefalogramas en una pantalla requería práctica—. Fundió su fusible. Sigue en el sueño ahora… En seguida nos va a contar —no pudo seguir hablando; su boca se había secado. Lo sintió: el traslado, la llegada, el cambio.
También la mujer lo sintió; parecía atemorizada. Sosteniendo el pesado collar de bronce junto a su garganta como talismán, estaba mirando con angustia, con terror, la vista desde la ventana.
Haber no había esperado eso. Había pensado que sólo él podría tener conciencia del cambio.
Pero ella le había oído cuando le ordenaba a Orr lo que debía soñar; había estado junto al paciente dormido; estaba, como él, en el centro. Y cómo él se había vuelto para mirar por la ventana cuando las torres se desvanecían como un sueño, sin dejar huella, los insubstanciales kilómetros de suburbio disolviéndose como humo en el viento, la ciudad de Portland, que había tenido una población de un millón de personas antes de los Años de la Plaga, pero sólo tenía unos cien mil habitantes en estos días de la Recuperación, un revoltijo confuso como todas las ciudades norteamericanas, pero unificada por sus colinas y su río brumoso, atravesado por siete puentes, el antiguo edificio de cuarenta pisos del First National Bank, que se destacaba contra el cielo entre los edificios del centro, y más allá, por encima de todo, las serenas y pálidas montañas…
Ella vio todo mientras sucedía, y él comprendió que ni por un momento había pensado en la posibilidad de que la observadora de SEB pudiera ver el cambio. No había sido una posibilidad; él ni siquiera lo había pensado. Y esto implicaba que él mismo no había creído en el cambio, en el efecto de los sueños de Orr, aunque lo había sentido, lo había visto con asombro y temor, con entusiasmo, una docena de veces ya; aunque había observado mientras el caballo se convertía en montaña (si es que se puede observar la superposición de una realidad a otra), aunque había estado probando y usando el poder efectivo de los sueños de Orr por casi un mes, sin embargo no había creído en lo que estaba ocurriendo.
Todo el día presente, desde su llegada al trabajo en adelante, no había pensado una sola vez en el hecho de que, una semana atrás, él no era el Director del Instituto Onirológico de Oregon, porque no existía el Instituto. Desde el viernes último, había habido un Instituto durante los últimos dieciocho meses. Y él había sido su fundador y director. Que las cosas fueran así —para él, para todos los integrantes del personal, para sus colegas de la Escuela de Medicina y para el gobierno que lo subvencionaba— él lo había aceptado por completo, y también todos los otros, como la única realidad. Él había suprimido su recuerdo del hecho de que, hasta el viernes, las cosas no habían sido así.
Ciertamente, ese había sido el más logrado de los sueños de Orr. Había empezado en el viejo consultorio del otro lado del río, bajo aquel maldito mural del monte Hood, y había terminado en esta oficina. y él había estado allí, había visto cómo las paredes cambiaban a su alrededor, había sabido que el mundo se estaba transformando, y lo había olvidado. Lo había olvidado de manera tan completa que nunca se había preguntado siquiera si un extraño, una tercera persona, podría tener la misma experiencia.
¿Cómo se sentiría la mujer? ¿Lo comprendería, se volvería loca, qué es lo que haría? ¿Conservaría ambas memorias, como él, la verdadera y la nueva, la antigua y la verdadera?
Esto no debía ser. Ella iba a interferir, a traer a otros observadores, a estropear completamente el experimento, a destruir los planes.
El debía detenerla a todo costo. Se volvió hacia ella, dispuesto a la violencia, con las manos crispadas.
Ella estaba parada, simplemente, allí. Su piel morena se había tornado lívida; su boca estaba abierta. Estaba deslumbrada; no podía creer lo que había visto a través de la ventana. No podía creerlo y no lo creía.
La extrema tensión física de Haber se distendió un poco. Al verla se sintió seguro de que estaba tan confundida y traumatizada como para ser inofensiva. Pero él debía moverse rápidamente, de todos modos.
—Dormirá un rato todavía —anunció Haber; su voz sonaba casi normal, aunque un poco más ronca que la tensión de los músculos de la garganta. No tenía idea de lo que iba a decir, pero empezó a hablar; había que destruir la tensión—. Le daré un corto período de estado s ahora. No demasiado largo, para que su recuerdo del sueño no sea débil. ¿Es una hermosa vista, verdad? Esos vientos del este que han estado soplando, son un regalo del cielo. En otoño e invierno, en ocasiones no veo las montañas por meses; pero cuando las nubes se levantan, ahí están. Es un lugar estupendo, Oregon. El estado menos deteriorado de la Unión. No estaba muy explotado antes de la Crisis. Portland recién empezaba a tornarse importante a fines de la década de 1970. ¿Es usted nativa de Oregon?
Después de un minuto, ella afirmó con la cabeza, muy aturdida. El tono normal de la voz de él, por lo menos, le estaba llegando.
—Yo soy de Nueva Jersey. Era tremendo el deterioro ambiental allá cuando yo era un chico. La cantidad de remodelaciones y de limpieza que la Costa Este debió hacer después de la Crisis, y que sigue haciendo, es increíble. Aquí, en cambio, el deterioro real de la población excesiva y del mal manejo ambiental aún no se había producido, salvo en California. El sistema ecológico de Oregon estaba intacto todavía —era peligroso eso de hablar del tema crítico, pero él no podía pensar en otra cosa: se sentía como obligado a hacerlo. Su cabeza estaba demasiado ocupada con los dos conjuntos de recuerdos, dos sistemas completos de información: uno del mundo real (ya no más) con una población humana de casi siete mil millones y un incremento geométrico, y uno del mundo real (ahora) con una población de menos de mil millones y aún no estabilizada.