Mi dios, pensó, ¿qué ha hecho Orr?
Seis mil millones de personas.
¿Dónde están?
Pero la abogada no debía darse cuenta. No debía.
—¿Ha estado alguna vez en el Este, señorita Lelache?
Ella lo miró vagamente y dijo:
—No.
—Bien, ¿para qué molestarse? De todos modos New York está amenazada, y también Boston; el destino de este país esta acá. Éste es el polo de crecimiento. Aquí está, como decían cuando yo era un chico. Ah, de paso, ¿lo conoce a Dewey Furth, en la central de SEB de aquí?
—Sí —contestó ella, aún vacilante, pero empezando a reaccionar, a comportarse como si nada hubiera ocurrido.
Un espasmo de alivio recorrió el cuerpo de Haber. Él sintió repentinos deseos de sentarse, de respirar fuerte. El peligro había pasado. Ella estaba rechazando la experiencia increíble. Se estaba preguntando a sí misma ahora, ¿qué es lo que me pasa? ¿Por qué miré por la ventana esperando ver una ciudad de tres millones? ¿Es que estoy sufriendo un momento de locura?
Por supuesto, pensó Haber, el hombre que presenciara un milagro rechazaría la visión de sus ojos si los que están con el no vieron nada.
—El aire está pesado aquí —dijo Haber con un toque de solicitud en la voz, y se acercó al termostato, en la pared—. Lo mantengo caldeado, una vieja costumbre de investigador de sueños; la temperatura del cuerpo desciende mientras se duerme, y uno no quiere que un grupo de sujetos, o pacientes, se resfríen. Pero esta calefacción eléctrica es excesiva, el aire se torna pesado y me hace sentir aturdido… Él se despertará pronto —pero él no deseaba que Orr recordara claramente su sueño, que lo contara, para confirmar el milagro—. Pienso que lo dejaré un rato más, no me interesa el recuerdo de este sueño; él está en el dormir de la tercera etapa ahora. Dejémoslo ahí mientras terminamos de conversar. ¿Había algo más que usted quería preguntarme?
—No, no creo —los sonidos que emitía sonaban vacilantes ahora; ella pestañeó, tratando de recobrar la calma—. Si usted envía la descripción completa de su máquina, del funcionamiento, y de los usos para los que la emplea, y los resultados, todo eso, usted sabe, a la oficina del señor Furth, creo que se completará todo este asunto… ¿Ha patentado ya el aparato?
—Presenté una solicitud.
Ella afirmó con la cabeza.
—Puede ser conveniente —ella se había desplazado, resonando débilmente, hacia el hombre que dormía, y ahora estaba parada junto a él con una extraña expresión en su delgado rostro moreno.
—Usted tiene una extraña profesión —dijo ella de pronto—. Los sueños; observar el funcionamiento del cerebro de las personas, decirles qué deben soñar… Supongo que hará buena parte de sus investigaciones por la noche.
—Antes sí. La Ampliadora nos permite evitar esos horarios; con su uso, podemos obtener el estado s cuando lo deseamos, y de la clase que deseamos estudiar. Pero hace unos pocos años hubo un periodo en el que nunca me acostaba antes de las 6 de la mañana, que duró trece meses —Haber rió—. Ahora me ufano con mis antecedentes. Pero en estos tiempos permito que mi personal cargue con la parte más pesada del trabajo. ¡Compensaciones de la madurez!
—Las personas que duermen son tan lejanas —dijo ella, observando a Orr—. ¿Dónde están?…
—Aquí —replicó Haber, y señaló la pantalla del electroencefalógrafo—. Exactamente aquí, pero incomunicadas. Esa característica del dormir es lo que suena a misterioso a los humanos. Su extrema privacidad. La persona que duerme le da la espalda a todo el mundo. ‘El misterio del individuo es mayor mientras duerme’, dice uno de los autores de mi especialidad. Pero por supuesto, un misterio no es más que un problema que aún no hemos resuelto… El debe despertarse ahora. George… George… Despierte, George.
George despertó como solía hacerlo, rápido, pasando de un estado al otro sin gruñidos, sin miradas confundidas, sin recaídas. Se sentó en el diván y miró primero a la señorita Lelache, luego a Haber, que acababa de retirarle el casco. Se incorporó, desperezándose un poco, y se acercó a la ventana. Se quedó parado mirando.
Había un equilibrio singular, casi cierta monumentalidad en el porte de su delgada figura: estaba completamente rígido, aún en el centro de algo. Sorprendidos, ni Haber ni la mujer hablaron. Orr giró y miró a Haber.
—¿Dónde están? —preguntó—. ¿Adonde fueron todos?
Haber vio que los ojos de la mujer se agrandaban, vio que la tensión aumentaba en ella, y se sintió en peligro. ¡Hablar, debía hablar!
—Por el electroencefalograma, yo diría —dijo, y oyó su voz profunda y cálida, tal como la pretendía— que acaba de tener un sueño muy cargado, George. Fue desagradable; en realidad, fue casi una pesadilla. El primer sueño ‘malo’ que ha tenido acá, ¿verdad?
—Soñé con la Plaga —dijo Orr, y tembló de la cabeza a los pies, como si fuera a descomponerse.
Haber asintió con la cabeza. Se sentó a su escritorio. Con su docilidad habitual, con su forma de hacer lo acostumbrado y aceptado, Orr se acercó y se sentó frente al medico, en la gran silla de cuero en la que se sentaban entrevistados y pacientes.
—Ha tenido que salvar un gran obstáculo, y ello no fue fácil, ¿verdad? Esta fue la primera vez, George, que ha tenido que manejar una ansiedad real en un sueño. Esta vez, bajo mi dirección, y tal como se lo sugerí en la hipnosis, usted encaró uno de los elementos más profundos de su enfermedad psíquica. El asunto no fue fácil ni agradable. En realidad, ese sueño fue un infierno, ¿verdad?
—¿Recuerda usted los Años de la Plaga? —preguntó Orr sin agresividad con un tono un poco inusual en la voz, ¿sarcasmo? Y se volvió para mirar a la señorita Lelache, que se había retirado a su silla del rincón.
—Sí, los recuerdo. Yo ya era un hombre cuando se desató la primera epidemia. Tenía veintidós años cuando se hizo aquel primer anuncio en Rusia de que los contaminadores químicos de la atmósfera se estaban combinando para formar virulentos carcinógenos. La noche siguiente pasaron las estadísticas hospitalarias desde Ciudad de México. Luego previeron el tiempo de incubación, y todo el mundo empezó a contar. A esperar. Y hubo luchas y disturbios, y la Banda del Día del Juicio Universal y los Vigilantes. Ese año murieron mis padres; mi esposa al año siguiente. Después mis dos hermanas y sus hijos. Todos aquellos que yo conocía —Haber extendió los brazos—. Sí, recuerdo esos años —dijo, apesadumbrado— cuando debo recordarlos.
—Se encargaron del problema de la población excesiva, ¿verdad? —dijo Orr, y esta vez la ansiedad era clara—. Realmente lo hicimos.
—Sí. Ellos se encargaron. No hay superpoblación ahora. ¿Había alguna otra solución, además de la guerra nuclear? Ahora no hay hambruna perpetua en América del Sur, África y Asia. Cuando las vías de comunicación se restablezcan del todo, ni siquiera habrá los focos de hambre que quedan. Dicen que una tercera parte de la humanidad aún se va a la cama con hambre; pero en 1980 eso era el 92 por ciento. Ahora no hay crecientes en el Ganges, causadas por el amontonamiento de cadáveres de personas que habían muerto de inanición. No hay falta de proteínas y raquitismo entre los hijos de la clase trabajadora de Portland, Oregon, como había antes de la Crisis.