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—La Plaga —dijo Orr.

Haber se inclinó sobre el gran escritorio.

—George, dígame una cosa. ¿Está superpoblado el mundo?

—No —dijo el hombre.

Haber pensó que se estaba riendo, y se echó hacia atrás con cierta aprensión; después comprendió que eran las lágrimas lo que les daba a los ojos de Orr ese brillo extraño. Estaba a punto de estallar. Mucho mejor; si se desmoronaba, la abogada se sentiría menos inclinada a creer en lo que él dijera y que concordara con lo que ella pudiera recordar.

—Pero hace media hora, George, usted estaba sumamente preocupado, angustiado, porque creía que la población excesiva era una amenaza para la civilización, para todo el sistema ecológico terrestre. Ahora no espero que esa ansiedad haya desaparecido; nada de eso. Pero creo que su calidad ha cambiado desde que usted la experimentó en el sueño. Usted tiene conciencia, ahora, de que no tenía asidero en la realidad. La ansiedad aún existe, pero con esta diferencia: ahora sabe que es irracional, que obedece a un deseo interno antes que a la realidad exterior. Eso es un comienzo, un buen comienzo. ¡Un paso adelante muy grande para una sola sesión, con un solo sueño! ¿Se da cuenta de eso? Tiene un arma, ahora, con la cual enfrentar todo ese asunto. Ahora usted está parado sobre algo que antes lo aplastaba, que lo hacía sentir oprimido. De ahora en adelante será una lucha más justa, porque usted es un hombre más libre. ¿No lo siente? ¿No se siente, ahora mismo, ya, un poquito más libre?

Orr lo miró, y luego miró a la abogada. No dijo nada.

Hubo una larga pausa.

—Se lo ve vencido —dijo Haber, lo que significaba un golpecito verbal en el hombro.

Deseaba que Orr se calmara, que volviera a su estado normal de retraimiento, en el que carecería del coraje necesario para decir nada sobre sus poderes en el sueño frente a una tercera persona; o de lo contrario que se desmoronara, que se comportara de modo obviamente anormal. Pero no ocurría nada de eso. Si no estuviera una observadora de SEB acechando en el rincón, le ofrecería un trago de whisky. Pero será mejor que no hagamos un festín de una sesión de terapia, ¿eh?

—¿No desea que le cuente el sueño?

—Si usted quiere.

—Yo los sepultaba, en una de las grandes zanjas… Trabajé en los Cuerpos de Sepultura, a los dieciséis años, después que mis padres se contagiaron. Sólo que en el sueño las personas estaban todas desnudas y parecían haber muerto de inanición. Montañas de cadáveres. Tenia que sepultarlos a todos. Lo buscaba a usted todo el tiempo, pero no estaba allí.

—No —dijo Haber con tono tranquilizador— no he figurado en sus sueños todavía, George.

—Oh, sí. Con Kennedy. Y como caballo.

—Sí, al principio de la terapia —dijo Haber, desechando el tema—. Este sueño, entonces, utilizó algún material de recuerdos de su experiencia…

—No. Yo nunca enterré a nadie. Nadie murió con la Plaga. No hubo ninguna Plaga. Todo fue imaginado por mí. Lo soñé.

¡Maldito sea el estúpido bastardo! Se había zafado del control. Haber irguió la cabeza y mantuvo un silencio tolerante, prudente; era todo lo que podía hacer, porque una reacción más enérgica podía suscitar las sospechas de la abogada.

—Usted dijo que recordaba la Plaga; ¿pero no recuerda también que no hubo ninguna Plaga, que nadie murió de cáncer contagioso, que la población aumentaba y aumentaba? ¿No? ¿No recuerda eso? ¿Y usted, señorita Lelache, lo recuerda todo en ambas formas?

Entonces Haber se puso de pie:

—Lo lamento, George, pero no puedo permitir que incluya en esto a la señorita Lelache. Ella no está calificada. Sería incorrecto que ella contestara; esta es una sesión psiquiátrica. Ella está acá para observar la Ampliadora, y nada más. Debo insistir en esto.

Orr estaba totalmente blanco; los pómulos sobresalían en su rostro. Miraba fijamente a Haber, sin decir una palabra.

—Tenemos un problema, y sólo hay un modo de resolverlo, me temo. Cortar el nudo gordiano. No se ofenda, señorita Lelache, pero como usted ve, el problema es usted. Simplemente, nos encontramos en una etapa en la que nuestro diálogo no puede soportar a un tercer miembro, ni siquiera a alguien que no participe. Lo mejor que se puede hacer es interrumpir la sesión. Reanudamos el trabajo mañana a las cuatro. ¿De acuerdo, George?

Orr se incorporó, pero no se encaminó hacia la puerta.

—¿Alguna vez ha pensado usted, doctor Haber —dijo en tono bastante calmo pero un poco vacilante— que… que puede haber otras personas que sueñan como yo? ¿Que la realidad cambia, se reemplaza, se renueva todo tiempo a nuestro alrededor, sólo que nosotros no lo sabemos? Sólo el que sueña lo sabe, y aquellos que conocen su sueño. Si eso es cierto, creo que tenemos la suerte de no saberlo. El asunto es muy conflictivo.

Afable, evasivo, tranquilizador, Haber conversó con Orr mientras lo acompañaba hasta la puerta.

—Le tocó una sesión crítica —le dijo a la señorita Lelache, cerrando la puerta detrás de sí. Se secó la frente, que el cansancio y la preocupación aparecieran en su rostro y en su tono—: ¡Caramba! ¡Qué día para tener la presencia de una observadora!

—Fue sumamente interesante —dijo ella, y sus brazaletes sonaron un poco.

—No es un caso perdido —comentó Haber—. Una sesión como ésta, incluso a mí me deja una impresión desalentadora. Pero tiene una posibilidad, una posibilidad real, de salir de este modelo de engaño en el que está atrapado, ese tremendo miedo de soñar. El problema es que se trata de un modelo complejo, que ha atrapado a una mente inteligente; además, es muy rápido para tejer nuevas redes en las que se atrapa a si mismo… Si lo hubieran enviado a la terapia hacía diez años, cuando tenía menos de veinte años; pero, por supuesto, la Recuperación apenas si empezaba hace diez años. O aun hace un año, antes de que empezara a deteriorar toda su orientación de la realidad con drogas. Pero se esfuerza, se esfuerza constantemente, y aún puede salvarse con un acertado ajuste de la realidad.

—Pero usted dijo que no era un psicótico —observó la señorita Lelache, en tono de duda.

—Correcto. Dije que era un perturbado. Si enloquece, por supuesto enloquecerá por completo; probablemente en la línea esquizofrénica catatónica. Una persona perturbada no es menos propensa a la psicosis que una persona normal —no podía hablar más, las palabras se secaban en su lengua, convirtiéndose en restos secos de tonterías. Le parecía que había estado vomitando un diluvio de palabras sin sentido por horas y horas, y ya no tenía más control sobre ellas. Por fortuna, la señorita Lelache había tenido suficiente, también; emitió todos sus sonidos, estrechó manos y se fue.

Haber se acercó primero al magnetófono oculto en un panel de la pared, cerca del diván, con el que registraba todas las sesiones; los magnetófonos que no emitían señales eran un privilegio especial de los psicoterapeutas y de la Oficina de Inteligencia. Borró la grabación de la última hora.

Se sentó en su silla, detrás del gran escritorio de roble; abrió el cajón inferior, tomó una botella y un vaso y se sirvió una generosa dosis de whisky. Mi Dios; no había habido whisky hacía media hora, ¡no lo hubo por veinte años! El grano había sido un elemento muy precioso, con siete mil millones de bocas que alimentar, para que se lo convirtiera en licor. No había habido más que pseudocerveza, o (para un médico) alcohol puro; eso había contenido media hora antes la botella que estaba sobre el escritorio.

Se bebió la mitad del whisky de un trago, y luego hizo una pausa. Miró hacia la ventana. Después de un momento se incorporó y sé paró frente a la ventana, mirando los techos y los árboles. Cien mil almas. El atardecer estaba empezando a desdibujar el río tranquilo, pero las montañas se veían inmensas y claras, remotas, en la pareja luz del Sol de las alturas.