—¡Por un mundo mejor! —dijo el doctor Haber, elevando el vaso hacia su creación, y terminó el whisky lentamente, saboreando cada trago.
6
Nos queda por saber… que nuestra tarea apenas empieza, y que nunca se nos dará ni siquiera la sombra de una ayuda, salvo la ayuda del inefable e impensable Tiempo. Deberemos aprender que el remolino infinito de muerte y nacimiento, del que no podemos escapar, es de nuestra propia creación, de nuestra propia búsqueda; que las fuerzas que integran los mundos son los errores del Pasado; que el sufrimiento eterno no es más que el hambre eterno del deseo insaciable; y que los soles apagados sólo reviven con las pasiones inextinguibles de las vidas desaparecidas.
En departamento de George Orr estaba en el piso superior de una casa de antigua construcción, unas pocas cuadras cuesta arriba en Cobett Avenue, una parte ruinosa de la ciudad donde la mayoría de las casas tenían cien años o más de antigüedad. Tenía tres habitaciones grandes, un baño con una profunda bañera con patas como garras, y una vista, entre los techos, del río, por el que pasaban barcos, lanchas de recreo, botes, gaviotas y grandes bandadas de palomas.
Él recordaba perfectamente su otro departamento, por supuesto, el de un ambiente de 2.50 x 3.33 m con anafe empotrado y cama inflable, y baño compartido en la parte más alejada del corredor de linóleo, en el piso dieciocho de la torre Corbett Condominium, que nunca había sido construida.
Descendió del trolley en Whiteaker Street, caminó por la calle empinada y subió las escaleras anchas y obscuras; entró, dejó caer su portafolios en el suelo y su propio cuerpo en la cama, y se dejó estar. Estaba aterrorizado, angustiado, agotado, perplejo —tengo que hacer algo, tengo que hacer algo—. Se repetía frenéticamente, pero no sabía qué hacer. Nunca había sabido qué hacer. Siempre había hecho lo que parecía necesario, lo que seguía por hacerse, sin formular preguntas, sin esforzarse, sin preocuparse por ello. Pero esa seguridad suya lo había abandonado cuando empezó a tomar drogas, y ahora se sentía extraviado. Era necesario actuar, debía actuar. No debía permitir que Haber lo siguiera usando como herramienta. Debía tomar el destino en sus propias manos.
Extendió los brazos y miró sus manos, y luego hundió su rostro en ellas; estaba surcado de lágrimas. Demonio, demonio, pensó amargado, ¿qué clase de hombre soy? ¿Lágrimas en mi barba? Con razón Haber me usa; ¿cómo podría no hacerlo? No tengo carácter, ni fuerza; soy una herramienta nata. No tengo ningún destino; sólo tengo sueños, y ahora otra persona los dirige.
Debo huir de Haber, pensó, tratando de ser firme y decidido, pero mientras lo pensaba sabía que no podría. Haber lo había atrapado, y de manera muy firme.
Un sueño de una configuración tan poco habitual, realmente singular, había dicho Haber, era invalorable para la investigación: la contribución de Orr al conocimiento humano iba a resultar inmensa. Orr creía que Haber era sincero en eso, y sabía de qué estaba hablando. En realidad, el aspecto científico de todo el asunto era lo único alentador para su mente; le parecía que tal vez la ciencia podría extraer algo bueno de su don peculiar y terrible, utilizarlo con fines nobles, compensando en parte el daño enorme que había causado.
El asesinato de mil millones de personas inexistentes.
Le dolía la cabeza a Orr, parecía a punto de estallar. Llenó de agua fría la profunda pileta cuarteada y sumergió el rostro a intervalos de medio minuto, de los que emergía enrojecido, ciego y mojado como un niño recién nacido.
Haber tenía cierto dominio moral sobre él, entonces, pero realmente lo tenía atrapado desde el punto de vista legal. Si Orr abandonaba la Terapia Voluntaria, se hacia pasible de juicio por obtener drogas ilegalmente, y sería enviado a prisión o al manicomio. No había escapatoria. Y si no abandonaba la terapia, pero cortaba las sesiones y se negaba a colaborar, Haber tenía un efectivo instrumento coercitivo: las drogas supresoras de los sueños, que Orr sólo podía obtener con sus recetas. Tenía más temor que nunca ante la idea de soñar espontáneamente, sin control. En el estado en que se encontraba, y luego de ser condicionado para soñar de manera efectiva cada vez en el laboratorio, ni quería pensar en qué podría ocurrir si soñaba efectivamente sin las restricciones racionales impuestas por la hipnosis. Sería una pesadilla, una pesadilla peor que la que acababa de tener en el consultorio de Haber; de eso estaba seguro, y no se atrevía a permitir que ocurriera. Debía tomar la droga sorpresa de los sueños. Eso era la única cosa que sabía debía hacer, lo que había que hacer. Pero podría hacerlo mientras Haber se lo permitiera, y por lo tanto debía colaborar con Haber. Estaba atrapado, como una rata en la ratonera. En un laberinto, perseguido por el científico loco, y sin salida. Sin salida, sin salida.
Pero él no es un científico loco, pensó Orr con tristeza, sino bastante sano, o lo era. Es la posibilidad de poder que le dan mis sueños lo que lo altera. El desempeña un papel, y es un papel muy importante. Tanto que ahora está usando hasta su ciencia como medio, no como fin… Pero sus fines son buenos, ¿verdad? Desea mejorar la vida para toda la humanidad. ¿Está mal eso?
Volvía a dolerle la cabeza… Tenía la cabeza bajo el agua cuando sonó el teléfono. Rápidamente trató de secarse el rostro y el cabello, y volvió al obscuro dormitorio a tientas.
—Hola, Orr habla.
—Soy Heather Lelache —dijo una voz de contralto; en él surgió una absurda y aguda sensación de placer, como un árbol que creciera y floreciera en un instante, con las raíces en sus muslos y las flores en su mente—. Hola —volvió a decir.
—¿Desea encontrarse conmigo en algún momento para hablar de esto?
—Sí. Por supuesto.
—Bien. No quiero que piense que se podrá hacer un juicio en torno de ese aparato, la Ampliadora. Eso parece ser perfectamente correcto. Ha tenido extensas pruebas de laboratorio, y él ha hecho todos los controles necesarios y ha cumplido con los requisitos, y ahora está registrado en S.E.B. Él un verdadero profesional, por supuesto. No comprendí quién era cuando usted me habló de él. Un hombre no llega a ese tipo de posición a menos que sea muy bueno.
—¿Qué posición?
—Bien, la dirección de un instituto de investigación auspiciado por el gobierno.
A él le gustaba la forma en que a menudo ella iniciaba sus oraciones vehementes y desdeñosas con un débil y conciliador “bien”. Las dejaba suspendidas en el vacío, sin soporte. Tenía coraje, mucho coraje.
—Ah, sí, ya veo —dijo él, vagamente.
El doctor Haber había obtenido su cargo el día después de haber Orr obtenido su cabaña. El sueño de la cabaña se produjo durante la única sesión nocturna que hicieron; nunca intentaron otra. La sugerencia hipnótica del contenido del sueño no fue suficiente para los sueños de una noche, y hacia las 3 de la mañana Haber se había cansado y, conectándolo a la Ampliadora, le había transmitido modelos de dormir profundo el resto de la noche, para que los dos pudieran descansar. Pero la tarde siguiente habían tenido otra sesión, y el sueño que tuvo Orr en ella había sido tan largo, tan confuso y complicado que él nunca estuvo seguro de qué había cambiado, qué obras buenas había estado realizando Haber. Se había dormido en el antiguo consultorio y despertó en el consultorio del Instituto Onirológico: Haber se había conseguido un ascenso. Pero había habido más que eso; el tiempo estaba menos lluvioso desde el sueño, y tal vez otras cosas habían cambiado. Orr no estaba seguro. Se había opuesto a tantos sueños efectivos en tan poco tiempo. Haber aceptó de inmediato no llevarlo tan a prisa, y le permitió cinco días sin una sola sesión. Después de todo, Haber era un hombre benévolo, y además, no deseaba matar a la gallina de los huevos de oro.