—¿Quién es el Orr este que está por llegar, Penny? El histérico con síntomas de lepra?
Ella estaba a menos de un metro de distancia, del otro lado de la pared, pero un intercomunicador, como un diploma en la pared, inspira confianza en el paciente y también en el médico. Además, no está bien que un psiquiatra abra la puerta, y grite: “¡El que sigue!”
—No, doctor, ese es el señor Greene, que vendrá mañana a las diez. A éste lo envía el doctor Walters, de la Escuela de Medicina de la Universidad. Un caso de TTV.
—Abuso de droga. Correcto. Tengo aquí la ficha. Bien, hágalo pasar cuando llegue.
Mientras hablaba pudo oír al ascensor que zumbaba y se detenía, las puertas que se abrían; luego los pasos, la duda, la puerta de entrada que se abría. También podía oír puertas, máquinas de escribir, voces, agua que fluía en los baños, en todas las oficinas a lo largo del corredor, encima y debajo de él. Lo importante era aprender a no oír eso. Las únicas paredes divisorias sólidas que quedaban estaban dentro de la cabeza.
Ahora Penny estaba formulando las preguntas rutinarias de la primera visita, y mientras esperaba, el doctor Haber volvió a contemplar el mural y se preguntó cuándo habría sido tomada esa fotografía. Cielo azul, nieve desde la base al pico. Muchos años atrás, en la década del sesenta o del setenta, sin duda. El Efecto Invernadero había sido muy gradual y Haber, nacido en 1982, podía recordar con toda claridad los cielos azules de su niñez. En la actualidad las nieves eternas habían desaparecido de las montañas de todo el mundo, aun en el Everest, aun en Erebus, devoradas en la desierta costa antártica. Sin duda, se trataría de una foto moderna coloreada, en la que se había simulado el cielo azul y el pico blanco.
—¡Buenas tardes, señor Orr! —saludó sonriente—, mientras se incorporaba, pero sin extender la mano, porque en esos días muchos pacientes tenían gran temor al contacto físico.
El paciente, inseguro, retiró la mano casi tendida, y tocó nerviosamente su collar mientras decía:
—Cómo está usted.
El collar era la habitual cadena larga de acero plateado. Vestimenta común, de empleado de oficina tipo; corte de cabello conservador, largo hasta el hombro, barba corta. Ojos y cabellos claros; un hombre de estatura mediana, delgado, ligeramente desnutrido, de buena salud, de 28 a 32 años. No agresivo, tímido, reprimido, convencional. El período más valioso de la relación con un paciente, solía decir el doctor Haber, eran los primeros diez segundos.
—Siéntese, señor Orr. ¿Fuma? Los de filtro marrón son sedantes, los blancos son estimulantes —Orr no fumaba—. Ahora bien, veamos si los datos que me pasaron son correctos. Control de SEB desea saber por qué usted ha estado pidiendo a sus amigos Tarjetas de Farmacia para conseguir una cantidad mayor a la que se le asigna de pastillas sedantes y pastillas estimulantes. ¿Correcto? De modo que lo enviaron a ver a los muchachos de la colina, y ellos recomendaron Tratamiento Terapéutico Voluntario y lo derivaron a mí para la terapia. ¿Todo correcto?
El médico escuchó su propia voz afable, grata, bien calculada para que la otra persona se sintiera cómoda; pero su paciente estaba lejos de sentirse cómodo. Pestañaba con frecuencia; estaba sentado en actitud tensa, y la posición de las manos era muy formaclass="underline" un cuadro clásico de ansiedad reprimida. Afirmó con la cabeza, como si estuviera tragando al mismo tiempo.
—Muy bien, entonces, todo bien por allí. Si usted hubiera estado guardando las pastillas, para venderlas a los adictos o para cometer un crimen con ellas, entonces sí que estaría en una situación difícil. Pero como simplemente las usó, su castigo no es más que unas pocas sesiones conmigo. Ahora, por supuesto, lo que deseo saber es por qué las usó, para que entre los dos busquemos un modelo de vida mejor para usted, que lo mantenga dentro de los límites de dosificación de su Tarjeta de Farmacia, por una parte, y por la otra que lo libere de toda dependencia de la droga. Su costumbre —sus ojos se posaron por un instante en el legajo enviado por la Escuela de Medicina— era tomar barbitúricos por un par de semanas, pasar entonces a la dextroanfetamina unas pocas noches y volver a los barbitúricos. ¿Cómo empezó eso? ¿Insomnio?
—Duermo bien.
—Pero tiene malos sueños.
El hombre levantó la cabeza, atemorizado: un relámpago de no disimulado terror. Iba a ser un caso simple; no tenía defensas.
—Algo así —replicó secamente.
—Me resultó fácil adivinarlo, señor Orr. En general suelen enviarme a los que sueñan —le sonrió el hombrecito—. Soy especialista en sueños, literalmente. Un onirólogo. Los sueños son mi especialidad. Bien, ahora puedo pasar a la siguiente suposición, que es que usted usaba fenobarbital para suprimir los sueños pero descubrió que con el acostumbramiento la droga tenía un efecto supresor cada vez menor, hasta no tener ninguno. Lo mismo con la dexedrlna. Da modo que los alternaba. ¿Correcto?
El paciente afirmó con la cabeza, tenso.
—¿Por qué los períodos con dexedrina siempre eran más cortos?
—Me excitaba.
—Apuesto a que sí. Y esa última dosis combinada que tomó era bastante fuerte. Pero no peligrosa. De todos modos, señor Orr, estaba haciendo algo peligroso —hizo una pausa, para conseguir un efecto—. Se estaba privando de sueños.
Otra vez el paciente afirmó con la cabeza.
—¿Usted trata de privarse de alimento y de agua, señor Orr? ¿Ha tratado de arreglarse sin aire, en los últimos tiempos?
Mantuvo el tono jovial y el paciente consiguió mostrar una sonrisa breve y triste.
—Usted sabe que necesita dormir, así como necesita alimento, agua y aire. ¿Pero se dio cuenta de que dormir no es suficiente, de que su cuerpo exige dormir cierta cantidad de horas, pero con sueños? Si se la priva sistemáticamente de sueños, su mente le hará cosas muy extrañas. Lo tornará irritable, ansioso, incapaz de concentrarse… ¿Le suena familiar esto? ¡No era sólo la dexedrina! Lo induce a ensoñaciones, a reacciones irregulares; lo vuelve olvidadizo, irresponsable y propenso a fantasías paranoicas. Y por último, lo obligará a soñar, no importa qué. Ninguna de las drogas que poseemos puede impedirle que sueñe, a menos qué lo mate. Por ejemplo, el alcoholismo extremo puede llevar a un estado que se llama mielinolisis pontina, que es fatal; la causa es una lesión del cerebro, resultante de la falta de sueños. ¡No porque no se duerma! Por la falta de un estado muy específico que se produce mientras se duerme, el estado de sueños, el estado d. Ahora bien, usted no es alcohólico, y no está muerto, de modo que lo que ha tomado para suprimir los sueños sólo ha actuado parcialmente. Por lo tanto: (a) está en mal estado físico por la privación parcial de sueños, y (b) ha estado tratando de avanzar por un callejón sin salida. ¿Qué es lo que lo indujo a entrar en un callejón sin salida? El temor a los sueños, a los sueños malos, supongo, o lo que usted considera malos sueños. ¿Puede decirme algo de esos malos sueños?
Orr dudó.
Haber abrió la boca y volvió a cerrarla. A menudo sabía lo que sus pacientes iban a decir, y podía decirlo mejor que ellos. Pero que tomaran la iniciativa era lo importante; no podía tomarla por ellos. Después de todo, esta charla era un mero preliminar, un rito residual de los días en que florecía el análisis; su única función era la de ayudarlo a decidir cómo debía encarar la terapia, si el condicionamiento positivo o el negativo era lo indicado, lo que él debía hacer.
—No tengo más pesadillas que la mayoría de la gente, creo —estaba diciendo Orr, mientras miraba sus manos—. Nada especial. Tengo… miedo de soñar.