La gallina. Precisamente. Eso me describe perfectamente, pensó Orr. Una maldita gallina blanca, estúpida e insulsa. Perdió parte de lo que estaba diciendo la señorita Lelache.
—Perdón —dijo— no entendí algo. Estoy un poco aturdido, creo.
—¿Se siente bien?
—Sí, muy bien. Sólo que un poco cansado.
—Tuvo un sueño intranquilizador sobre la Plaga, ¿verdad? Se lo veía mal cuando despertó. ¿Siempre lo ponen así las sesiones?
—No, no siempre. Esta fue una mala sesión. Supongo que usted se habrá dado cuenta. ¿Hablaba usted de que nos encontremos?
—Sí. El lunes, para almorzar, dije. Usted trabaja en el centro, en las Industrias Bradford, ¿verdad?
Para su sorpresa, comprendió que sí. No existían las grandes plantas de Boneville-Humatilla, con las que se llevaba el agua a las ciudades gigantes de John Day y French Glen, que tampoco existían. No había grandes ciudades en Oregon, salvo Portland. El no era dibujante de la planta, sino de una firma privada de herramientas del centro; él trabajaba en la oficina de Stark Street. Por supuesto.
—Sí —dijo—. Estoy libre de una a dos de la tarde. Podríamos encontrarnos en Dave’s, en Ankey.
—De una a dos está muy bien. Entonces en Dave’s. Lo veo allá el lunes.
—Un momento —dijo—. Escuche. ¿Quiere usted… tendría inconveniente en decirme lo que el doctor Haber dijo, quiero decir, lo que me ordenó que soñara cuando estaba hipnotizado? Usted oyó todo eso, ¿verdad?
—Si, pero no puedo hacerlo, seria interferir en su tratamiento. Si él deseara que usted lo supiera, él mismo se lo diría. No sería ético, no puedo.
—Supongo que tiene razón.
—Sí, lo siento. ¿Hasta el lunes, entonces?
—Adiós —dijo Orr, súbitamente abrumado por la depresión y el presentimiento, y colgó el receptor antes de escucharla a ella que decía adiós.
Ella no podía ayudarlo. Era valiente y fuerte, pero no tanto como para eso. Tal vez ella había visto o sentido el cambio, pero lo había apartado de sí, lo había rechazado. ¿Por qué no? Era una carga pesada esa memoria doble, y ella no tenía motivos para soportarla, no tenía motivos para creer, aun por un momento, a un ñoño psicótico que pretendía que sus sueños se realizaban.
Mañana era sábado. Una larga sesión con Haber, de las cuatro a las seis, o tal vez más. Ninguna salida.
Era hora de comer, pero Orr no tenía hambre. No había prendido las luces en su alto dormitorio, poblado de sombras, o en la sala de estar, que nunca se había decidido a amoblar en los tres años que había vivido allí. Caminó por el departamento, ahora. Por las ventanas se veían luces y el río, el aire olía a polvo y a comienzos de la primavera. Había una chimenea con marco de madera, un antiguo piano vertical en el que faltaban ocho teclas, una alfombra raída junto a la chimenea, y una decrépita mesa de bambú japonesa de 25 cm de altura. La obscuridad cayó lentamente sobre el piso de pino desnudo, sin lustrar, sin barrer.
George Orr se tendió en esa dulce obscuridad, bien estirado, con el rostro hacia abajo, el polvoriento piso de madera bajo su nariz, contra la rigidez del piso que sostenía su cuerpo. Estaba quieto, no dormido; en un punto distinto del dormir, más adelante, más afuera, un lugar en el que no hay sueños. No era la primera vez que había estado allí.
Se levantó sólo para tomar una tableta de clorpromazina e ir a la cama. Haber había intentado las fenotiazinas esa semana; parecían hacerle bien, ya que le permitían entrar en el estado necesario, pero debilitaban la intensidad de los sueños de manera que no alcanzaran el nivel efectivo. Eso estaba bien, pero Haber había dicho que el efecto disminuiría, como ocurriera con todas las otras drogas, hasta no producir ningún efecto. Nada puede impedir que un hombre sueñe, había dicho, salvo la muerte.
Esa noche, por fin, durmió profundamente, y si soñó, los sueños fueron fugitivos, sin mayor peso. No se despertó hasta el día siguiente, casi al mediodía del sábado. Fue hacia el refrigerador y abrió la puerta; se quedó parado, contemplando el interior por un rato. Había más alimentos que los que había visto en un refrigerador privado en el curso de su vida. En su otra vida. La que había vivido entre siete mil millones de otros, donde el alimento nunca era suficiente, cuando un huevo era el lujo del mes.
—¡Hoy ovulamos! —solía decir su semiesposa cuando compraba la ración de huevo—… Extraño, en esta vida ellos no habían tenido un matrimonio de prueba, él y Donna. No existía tal cosa, en términos legales, en los años posteriores a la Plaga. Sólo existía el matrimonio absoluto. En Utah, como la tasa de natalidad era aún menos que la tasa de mortalidad, se intentaba reinstituir el matrimonio polígamo, por razones religiosas y patrióticas. Pero él y Donna no habían tenido ningún tipo de matrimonio esta vez; simplemente, habían vivido juntos. Pero de todos modos no había durado. Su atención volvió al alimento del refrigerador.
Él no era el hombre delgado, los huesos pronunciados, que había sido en el mundo de siete mil millones de habitantes; era robusto, en realidad. Pero comió una comida de hombre muerto de hambre, una comida enorme —huevos duros, tostadas enmantecadas, anchoas, charque, apio, queso, nueces, un trozo de hipogloso con mayonesa, lechuga, remolacha en vinagre, torta de chocolate— todo lo que encontró en los estantes. Después de ese banquete se sintió físicamente mucho mejor. Pensó en algo, mientras bebía su café no artificial, que lo hizo sonreír. Pensó: en esa vida, ayer tuve un sueño efectivo, que anuló seis mil millones de vidas y cambió la entera historia de la humanidad por el último cuarto de siglo. Pero en esta vida, que luego creé, yo no soñé un sueño efectivo. Estuve en el consultorio de Haber, sí, y soñé, pero el sueño no cambió nada. Ha sido así el tiempo, y yo no hice más que tener un mal sueño sobre los Años de la Plaga. Estoy perfectamente bien; no necesito terapia.
Nunca había pensado así antes, y le divertía tanto que sonreía, si bien no particularmente feliz. Sabía que volvería a soñar.
Ya eran más de las dos. Se higienizó, buscó su impermeable (de algodón real, un lujo en la otra vida), y marchó a pie hacia el Instituto, un paseo de unos tres kilómetros, hasta la Escuela de Medicina y luego más adelante, hasta el Washington Park. Pudo haber ido en trolley, por supuesto, pero los servicios eran esporádicos e indirectos, y de todos modos no había apuro. Era agradable pasar por las calles tranquilas en la cálida lluvia de marzo; los árboles reverdecían y los castaños estaban por encender sus velas.
La crisis, la plaga carcinómica que había reducido la población humana en cinco mil millones en cinco años, y otros mil millones en los diez años siguientes, había sacudido hasta sus raíces a las civilizaciones del mundo, y sin embargo, al final las había dejado intactas. No había cambiado nada radicalmente; sólo cuantitativamente.
El aire estaba aún profunda e irremediablemente contaminado; la contaminación precedió a la Crisis en décadas; en realidad, fue su causa directa. No perjudicaba mucho a nadie en la actualidad, salvo a los recién nacidos. La Plaga, en su variedad leucemoide, parecía elegir selectiva, pensativamente, a uno de cada cuatro niños que nacían, y lo mataba en sus seis primeros meses de vida. Los que sobrevivían eran prácticamente inmunes al cáncer. Pero había otros males.
Ninguna fábrica despedía humo, junto al río. No había coches que contaminaran el aire con sus gases; los pocos que había eran de vapor o a batería.
Tampoco había aves canoras.