Los efectos de la Plaga eran visibles en todo; era endémica, y sin embargo no había impedido el estallido de la guerra. En realidad, las luchas en el Cercano Oriente eran más feroces que lo que habían sido en el mundo más poblado. Los Estados Unidos estaban muy comprometidos con la parte israelí-egipcia en armas, municiones, aviones y “consejeros militares”. China tenia una participación igual en el lado iranio-iraqués, aunque aún no había enviado soldados chinos, sino solamente tibetanos, norcoreanos, vietnamitas y mongoles. Rusia e India apenas se mantenían aparte, pero ahora que Afganistán y Brasil se aliaban con los iranios, Paquistán podía pasar al lado isragipcio. Entonces India se consternaría y se alinearía con China, lo que podía atemorizar lo suficiente a la Unión Soviética como para que pasara al bando de los Estados Unidos. Esto daba un arreglo de doce Potencias Nucleares en total, seis en cada lado. Esas eran las especulaciones. Entre tanto, Jerusalén era sólo restos de piedras, y en Arabia Saudita e Iraq la población civil vivía en zanjas cavadas en el suelo mientras los tanques y los aviones esparcían fuego en el aire y cólera en el agua, y los niños salían arrastrándose de las zanjas, ciegos por el napalm.
Seguían masacrando blancos en Johannesburgo, observó Orr en un titular de un quiosco de diarios de una esquina. Hacía años ya del Levantamiento, ¡y todavía quedaban blancos para masacrar en África del Sur! La gente es resistente…
La lluvia caía cálida, contaminada, suave, sobre su cabeza, mientras él caminaba por las grises colinas de Portland.
En el consultorio de la gran ventana esquinal que miraba a la lluvia, dijo:
—Por favor, deje de usar mis sueños para mejorar las cosas, doctor Haber. No resultará; es un error. Yo quiero que me curen.
—Ese es el requisito previo esencial para su cura, George. ¡Desearlo!
—Usted no me está contestando.
Pero el hombre grande era como una cebolla, se desprendía una capa tras otra de personalidad, creencia, respuesta; infinitas capas, sinfín, no tenía centro. En ningún punto se detenía, en ningún punto debía detenerse para decir ¡Aquí estoy! Ningún ser, sólo capas.
—Usted está usando mis sueños efectivos para cambiar el mundo. Usted no quiere admitir que lo está haciendo. ¿Por qué no?
—George, debe comprender que formula preguntas que desde su punto de vista pueden parecer razonables, pero que desde mi punto de vista no se pueden contestar. No vemos la realidad de la misma manera.
—Pero sí en forma bastante aproximada como para poder charlar.
—Sí, por fortuna. Pero no siempre como para poder preguntar y contestar. No todavía.
—Yo puedo contestar sus preguntas, y lo hago… De todos modos, vea. No puede continuar cambiando las cosas, tratando de dirigir las cosas.
—Usted habla como si eso fuera una especie de imperativo moral general —miró a Orr con su afable sonrisa reflexiva, mientras se acariciaba la barba—. Pero, en realidad, ¿no es ese el verdadero objetivo del hombre en la Tierra, hacer cosas, cambiar cosas, dirigir cosas, hacer un mundo mejor?
—¡No!
—¿Cuál es el objetivo, entonces?
—No sé. Las cosas no tienen objetivos, como si el Universo fuera una máquina, en la que cada parte cumple una función útil. ¿Cuál es la función de una galaxia? No sé si nuestra vida tiene un objetivo y no veo que eso importe. Lo que sí importa es que somos una parte. Como una hebra en una tela o una hoja de pasto en el campo. Lo es, y nosotros somos. Lo que nosotros hacemos es como un viento que sopla contra el pasto.
Hubo una pausa breve, y cuando Haber respondió su tono ya no era afable, tranquilizador o alentador. Era muy neutral y limitaba, de manera casi obvia, con el desdén.
—Usted tiene una actitud peculiarmente pasiva para ser un hombre crecido en el Occidente racionalista judeo-cristiano. Una especie de budista natural. ¿Alguna vez estudió las religiones orientales, George? —la última pregunta, con su obvia respuesta, era una mofa abierta.
—No, no sé nada de ellas. Lo que sí sé es que es un error forzar el modelo de las cosas. No sirve. Ha sido nuestro error por cien años. ¿No… no ve lo que ocurrió ayer?
Los ojos obscuros y opacos se encontraron con los suyos de frente.
—¿Qué ocurrió ayer, George?
Ninguna salida. Ninguna salida.
Haber usaba ahora pentotal sódico con él para disminuir su resistencia a los procedimientos hipnóticos. Orr se sometió a la inyección, observando cómo entraba la aguja en la vena de su brazo con un pequeño dolor. Este era el camino que debía seguir; no tenía opción posible. Nunca había tenido opción. No era más que un soñador.
Haber fue a alguna parte a atender algo mientras la droga hacía efecto; pero estuvo de regreso en quince minutos, jovial e indiferente.
—Perfecto. Empecemos, George.
Orr sabía, con triste claridad, a qué se dedicaría hoy: la guerra. Los periódicos no hablaban de otra cosa, y hasta la mente de Orr, que se resistía a las noticias, no pudo evitar el pensar en eso. La guerra que progresaba en el Cercano Oriente. Haber la terminaría. Y sin duda las masacres en África. Porque Haber era un hombre benévolo. Deseaba hacer un mundo mejor para la humanidad.
El fin justifica los medios; ¿pero qué ocurre si nunca hay un fin? Todo lo que tenemos son medios. Orr se tendió en el diván y cerró los ojos. La mano tocó su garganta.
—Ahora entrará en el estado hipnótico, George, —dijo la voz profunda de Haber—. Usted está…
En la obscuridad.
No totalmente de noche aún; el fin del crepúsculo en los campos. Los grupos de árboles se veían negros y húmedos. El camino por el que él estaba caminando recogía la débil luz última del cielo; se extendía largo y recto, una antigua ruta de pueblo, con la superficie agrietada. Una gallina caminaba delante de él, unos cinco metros más adelante, y se veía sólo como una mancha blanca de bordes imprecisos. De tanto en tanto emitía un sonido.
Las estrellas estaban saliendo, blancas como margaritas. Una muy grande estaba surgiendo a la derecha del camino, muy baja sobre el campo obscuro, temblorosamente blanca. Cuando volvió a mirarla, ya se había vuelto más grande y más brillante. Se está agrandando, pensó. Parecía tomarse rojiza a medida que se volvía más brillante. Se agrandaba y se ponía rojiza. Los ojos sufrieron un vértigo. Pequeños rayos verde azulados los rodeaban, zigzagueantes. Un halo vasto y cremoso latía alrededor de la gran estrella y de los pequeños rayos, más débil, más claro, latiente. ¡O no, no, no!, dijo él cuando la estrella, tornándose cada vez más brillante y más grande, ESTALLÓ, cegándolo. Orr cayó al suelo, cubriendo su cabeza con los brazos mientras el cielo estallaba en rayos de muerte brillante, pero no pudo dar vuelta la cabeza, debió contemplar y presenciar. El suelo se estremecía, y grandes arrugas temblorosas pasaban a través de la piel de la Tierra.
—Basta, basta, basta —gritó muy fuerte, con su rostro mirando el cielo, y se despertó en el diván de cuero.
Se sentó y puso el rostro entre sus manos sudadas y temblorosas.
En seguida sintió la pesada mano de Haber en su hombro.
—¿Un mal rato otra vez? Caramba, pensé que se sentiría bien. Le dije que tuviera un sueño sobre la paz.
—Lo tuve.
—¿Pero le resultó perturbador?
—Estuve observando una batalla en el espacio.
—¿Observándola? ¿Desde dónde?
—Desde la Tierra —narró la historia brevemente, omitiendo a la gallina—. No sé si ellos tomaron uno de los nuestros o nosotros tomamos uno de ellos.
Haber rió.
—Ojalá pudiéramos ver qué ocurre allá. Nos sentiríamos más implicados. Pero, por supuesto, esos encuentros tienen lugar a velocidades y a distancias para los que la visión humana no está equipada. Su versión es mucho más pintoresca que la realidad, sin duda. Suena como un buen film de ciencia ficción de la década de 1970. Solía ver esos films cuando era un muchacho… ¿Pero por qué cree que soñó una escena de batalla, cuando la sugerencia era la paz?