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—Pero hay —dijo Orr muy suavemente.

Haber le permitió retirarse, por fin. Salió al atardecer de primavera y se detuvo por un minuto en los escalones del Instituto, con las manos en los bolsillos, mirando las luces de la calle de la ciudad, abajo, tan desdibujadas por la bruma y las sombras que parecían titilar y moverse como las pequeñas formas plateadas de los peces tropicales en un acuario obscuro. Un trolley se aproximaba cuesta arriba resonando, hacia el punto en que giraba, ahí arriba en Washington Park, frente al Instituto. Orr caminó hacia la calle y trepó al trolley mientras éste giraba. Su paso era evasivo y al mismo tiempo sin rumbo. Se movía como un sonámbulo, como si lo impulsaran.

7

La ensoñación, que es al pensamiento lo que la nebulosa a la estrella, bordea el sueño y está relacionada con éste porque es su frontera. Una atmósfera poblada por transparencias vivas: allí está el comienzo de lo desconocido. Pero más allá se abre lo Posible, inmenso. Otros seres, otros hechos, están allí. Nada sobrenatural, sólo la continuación oculta de la naturaleza infinita… El dormir está en contacto con lo Posible, a lo que también denominamos lo improbable. El mundo de la noche es un mundo. La noche, como noche, es un Universo… Las obscuras cosas del mundo desconocido se convierten en vecinas del hombre, sea por verdadera comunicación o por un agrandamiento visionario de las distancias del abismo… y el que duerme, sin ver del todo, no inconsciente del todo, percibe extrañas animalidades, raras vegetaciones, palideces terribles o radiantes, fantasmas, máscaras, figuras, hidras, confusiones, luces de Luna sin Luna, obscuras destrucciones de milagro, crecimientos y desapariciones dentro de una lóbrega profundidad, formas que flotan en la sombra, todo el misterio al que denominamos Soñar, y que no es nada más que el acercamiento de una realidad invisible. El sueño es el acuario de la Noche.

V. Hugo, Los trabajadores del mar

A las 2:10 de la tarde del 30 de marzo, Heather Lelache fue vista cuando salía de Dave’s, en Ankeny Street, y caminó hacia el sur por Fourth Avenue, llevando una enorme cartera negra con un broche de bronce y luciendo un impermeable vinícolo rojo. Busquen a esta mujer. Es peligrosa.

No es que a ella le importara en ningún sentido encontrarse con aquel pobre psicótico, pero mierda, no podía soportar parecer tonta frente a los mozos. Retener una mesa por media hora en el centro de la multitud que almorzaba… “Espero a una persona”… “Lo siento, espero a una persona”… y nadie llega, y finalmente había tenido que pedir su comida y atosigarse con apuro, y ahora tendría cardialgia. Sobre el pique, el tedio. Oh, las enfermedades del alma.

Dobló a la izquierda en Morrison, y luego de pronto se detuvo. ¿Qué estaba haciendo ella por ahí? Ese no era el camino a Forman, Esserbeck y Rutti. Rápidamente caminó hacia el norte varias cuadras, cruzó Ankeny, llegó a Burnside, y volvió a detenerse. ¿Qué demonios estaba haciendo?

Estaba yendo a la estructura para estacionamiento convertida del 209 del S. W. Burnside. ¿Qué estructura para estacionamiento convertida? Su oficina estaba en el Edificio Pendleton, el primer edificio de oficinas de Portland posterior a la Crisis, sobre Morrison. Quince pisos, decoración neo Inca. ¿Qué estructura para estacionamiento convertida, quién demonios trabajaba en una estructura para estacionamiento convertida?

Siguió caminando por Burnside y miró. Seguro, ahí estaba; había malditos carteles en toda la fachada.

Su oficina estaba arriba, en el tercer nivel.

Mientras estuvo parada en la acera, mirando hacia arriba al edificio con sus pisos extraña, ligeramente inclinados, y las angostas aberturas de las ventanas, se sintió muy extraña. ¿Qué había ocurrido el viernes pasado en aquella sesión psiquiátrica?

Debía ver otra vez a aquel pequeño bastardo, a ese señor Orr. La había dejado esperando a la hora del almuerzo ¿y qué?, ella aún debía hacerle algunas preguntas. Caminó con grandes pasos hacia el sur, con ruidos de metales, hacia el Edificio Pentleton, y lo llamó desde su oficina. Primero a las Industrias Bradford (no, el señor Orr no vino hoy, no, no llamó) luego a su casa (ring, ring, ring).

Ella debería llamar de nuevo al doctor Haber, tal vez. Pero era un tipo tan importante, al frente de ese Palacio de los Sueños, allá arriba en el parque. Por otra parte, en qué estaba pensando: se suponía que Haber no tenía noticias de ninguna relación entre ella y Orr. El mentiroso construye cascadas y se cae en ellas. Araña atrapada en su propia red.

Esa noche Orr no contestó el teléfono a las siete, a las nueve, a las once. No estaba en el trabajo el martes a la mañana, ni a las dos de la tarde. A las cuatro y treinta del martes Heather Lelache salió de las oficinas de Forman, Esserbeck y Rutti y tomó el trolley hasta Whiteaker Street, caminó cuesta arriba hasta Corbett Avenue, encontró la casa y tocó el timbre: uno entre seis timbres infinitamente desgastados en una pequeña hilera sucia, sobre el marco descascarado de la puerta con paneles de cristal de una casa que habría sido la alegría de alguien en 1905 o en 1892, y que a partir de entonces había entrado en una etapa de penurias, pero marchaba a la ruina con dignidad y cierta magnificencia roñosa. No obtuvo respuesta cuando tocó el timbre del señor Orr. Ella tocó el timbre de M. Ahrens, Encargado. Dos veces. Vino el encargado, y se mostró poco dispuesto a colaborar, al principio. Pero una de las cosas en que se lucía la Araña Venenosa era la intimidación de los insectos menores. El encargado la acompañó arriba y tanteó la puerta del señor Orr. Se abrió. No la había cerrado con llave.

Ella retrocedió; de pronto pensó que podía haber muerto adentro. No era ése su lugar.

El encargado, despreocupado de la propiedad privada, se metió, y ella lo siguió, renuente.

Las enormes y antiguas habitaciones desnudas estaban desocupadas. Parecía tonto haber pensado en la muerte. Orr no tenía muchas cosas; no había ni el desarreglo del soltero ni el orden preciso del soltero, tampoco. Había pocos rastros de su personalidad en las habitaciones, pero ella se lo imaginó viviendo allí, un hombre tranquilo que vivía tranquilamente. Había un vaso de agua sobre la mesa del dormitorio con algunos berzos blancos. El agua se había evaporado un poco.

—No sé dónde habrá ido —dijo el Encargado, preocupado, y la miró como pidiéndole ayuda—. ¿Usted cree que habrá tenido un accidente? ¿O algo? —el encargado lucia un saco de piel de ante con flecos, larga melena y el collar con el símbolo de Acuario de su juventud: aparentemente, no había cambiado sus ropas por treinta años. Tenía un revelador tono plañidero a lo Dylan al hablar, y hasta olía a marihuana. Los viejos hippies nunca mueren.

Heather lo miró con simpatía, porque su olor le recordaba a su madre. Dijo:

—Tal vez fue a la casa que tiene en la Costa. El problema es que él no está bien, usted sabe, está con terapia del gobierno. Se verá en problemas si no vuelve. ¿Usted sabe dónde está la cabaña, o si tiene teléfono allí?