—No sé.
—¿Puedo usar su teléfono?
—Use el de él —dijo el Encargado, encogiéndose de hombros.
Ella telefoneó a un amigo de Parques del Estado de Oregon y le pidió que localizara las treinta y cuatro cabañas de la Siuslaw National Forest que habían sido sorteadas y que le diera la ubicación. El Encargado se demoraba alrededor de ella, tratando de escuchar, y cuando hubo terminado le dijo:
—Amigos en puestos importantes, ¿eh?
—Ayuda —contestó la Araña Venenosa, sibilante—.
Espero que lo encuentre a George. Me gusta ese gato. Me pide las Tarjetas de Farmacia —dijo el Encargado y de pronto lanzó una gran carcajada que se acabó de inmediato. Heather lo dejó apoyado morosamente contra el marco descascarado de la puerta de calle, él y la casa antigua brindándose mutuo apoyo.
Heather volvió a tomar el trolley hacia el centro, alquiló un Ford de vapor en Hertz, y salió de 99-W. Se estaba divirtiendo. La Araña Venenosa persigue a su presa. ¿Por qué no era detective en lugar de ser una maldita y estúpida abogada de derecho civil de tercera categoría? Odiaba la ley; requería una personalidad agresiva, dogmática, que no tenía. Ella tenía una personalidad socarrona, taimada, tímida, escamosa. Además, tenía enfermedades del alma.
El pequeño automóvil pronto se alejó de la ciudad, porque habían desaparecido las extensiones de suburbios que una vez habían ocupado kilómetros a lo largo de las carreteras del oeste. Durante los Años de la Plaga de la década de 1980, cuando en algunas zonas ni una persona de cada veinte sobreviviera, los suburbios eran un lugar que se debía evitar. A kilómetros de los supermercados, sin gasolina para el automóvil, y todas las casas con el piso a dos niveles llenas de muertos. Sin ayuda, sin alimentos. Montones de perros que eran símbolo de un alto status —afganos, alsacianos, daneses— corrían salvajemente por los terrenos llenos de bardanas y llantenes. Supongamos que se rompía el cristal de la ventana. ¿Quién iba a venir a arreglar el cristal roto? La gente se había desplazado hacia el núcleo antiguo de la ciudad; y una vez que los suburbios fueron saqueados, ardieron. Como Moscú en 1812, actos de Dios o vandalismo: ya no se los necesitaba, y ardieron. El estramonio, la hierba crecida en terrenos quemados, con la que las abejas producen la miel más fina, creció acre sobre las tierras de Kensiniton Homes West, Sylvan Oak Manor Estates y Valley Vista Park.
El Sol se estaba poniendo cuando ella cruzó el río Tualatin, tranquilo como seda entre profundas márgenes arboladas. Después de un rato salió la Luna, casi llena, amarilla, a la izquierda de la señorita Lelache, porque el camino iba hacia el sur. Le preocupó que la Luna iluminara su hombro en las curvas. Ya no era agradable intercambiar miradas con la Luna. Ni simbolizaba lo Inalcanzable, como se la consideró por miles de años, ni lo Alcanzado, como ocurrió por unas pocas décadas, sino lo Perdido. Una moneda perdida, la boca del arma propia vuelta hacia uno mismo, un agujero redondo en el tejido del cielo. Los Extraños se habían apoderado de la Luna. El primer acto de agresión —la primera noticia que tuvo la humanidad de su presencia en el sistema solar—, fue el ataque a la Base Lunar, el horrible asesinato por asfixia de los cuarenta hombres en el domo esférico. Al mismo tiempo, el mismo día, habían destruido la plataforma espacial rusa, aquella extraña y hermosa cosa parecida a una gran semilla de milano que había girado en torno de la Tierra, y desde la cual los rusos partirían hacia Marte. Sólo diez años después de la finalización de la Plaga, la quebrantada civilización del hombre había vuelto como un ave Fénix a la Luna, a Marte, y se había encontrado con esto. Brutalidad informe, sin habla, sin razón. El estúpido odio al Universo.
Las rutas no se mantenían de la misma manera que en la época en que la autopista era reina; había baches y tramos en malas condiciones. Pero con frecuencia Heather llegaba al límite de velocidad (70 km/h) mientras conducía a través del amplio valle iluminado por la Luna, cruzando el río Yamhill cuatro veces, ¿o eran cinco?, pasando por Dundee y Grand Ronde, uno un pueblo activo y el otro desierto, tan muerto como Karnak, y llegando por fin a las montañas, a los bosques. Van Dunzer Porest Corridor, una antigua señal carretera de madera: tierra preservada hacía tiempo de las compañías madereras. No todos los bosques de Norteamérica se habían convertido en bolsas para alimento o pisos en dos niveles; unos pocos quedaban. Un giro a la derecha: Siuslaw National Forest. Todos tocones o vastagos enfermos, pero bosque virgen. Grandes abetos obscurecían el cielo iluminado por la Luna.
La señal que ella buscaba era casi invisible en la obscuridad llena de ramas y plantas que absorbía la pálida luz de los faros. Volvió a girar y se zangoloteó lentamente sobre un terreno desparejo por un kilómetro y medio aproximadamente, hasta que vio la primera cabaña, con el techo de tejas iluminado por la luz de la Luna. Eran las ocho de la noche, pasadas.
Las cabañas estaban en lotes, a una distancia de diez a doce metros entre sí; se había sacrificado a muy pocos árboles, pero habían eliminado la vegetación del suelo, y una vez que se acostumbró a la obscuridad ella pudo divisar las siluetas de las cabañas y, al otro lado del arroyo, los frentes de todo un grupo. Sólo una ventana estaba iluminada. Un martes a la noche, a principio de la primavera: pocas personas en plan de descanso. Cuando abrió la puerta del coche se sorprendió ante el estrépito fuerte e incesante del arroyo. ¡Eterno e inflexible pregón! Llegó hasta la cabaña iluminada, tropezando sólo dos veces en la obscuridad, y miró el coche estacionado: un coche Hertz. Seguro. ¿Pero qué ocurriría si no era él? Podía ser un desconocido. Bien, no se la iban a comer, ¿verdad? Golpeó.
Después de un rato, maldiciendo en silencio, volvió a golpear.
El arroyo bramaba con fuerza y el bosque estaba quieto.
Orr abrió la puerta. Su cabello pendía en desordenadas guedejas; los ojos estaban enrojecidos, los labios secos. La miró parpadeando. Se lo veía abatido y deshecho. A ella la aterrorizó su imagen.
—¿Se siente mal? —preguntó secamente.
—No, yo… Entre…
Ella había venido para entrar. Había un atizador para la cocina Franklin: podría defenderse con eso. Por supuesto, él también podía atacarla con el atizador, si lo alcanzaba primero.
Oh, por amor de Dios, ella era tan grande como él, casi, y en mucho mejor estado. Cobarde, cobarde.
—¿Está drogado?
—No, yo…
—¿Usted, qué? ¿Qué es lo que le pasa?
—No puedo dormir.
La pequeña casa olía agradablemente a humo de madera y a leña fresca. El moblaje consistía en la cocina Franklin, de dos hornallas, un cajón lleno de ramas de aliso, un armario, una mesa, una silla, un catre militar.
—Siéntese —dijo Heather—. Se lo ve muy mal. ¿Necesita un trago, o un médico? Tengo un poco de brandy en el coche. Será mejor que venga conmigo y que busquemos un médico en Lincoln City.
—Estoy bien. Sólo que… tengo sueño.
—Me dijo que no podía dormir.
Él la miró con ojos enrojecidos y lagañosos.
—No me lo puedo permitir. Tengo miedo.
—¡Oh Cristo! ¿Cuánto hace que está así?
—…domingo.
—¿No ha dormido desde el domingo?
—¿Sábado? —dijo Orr, inquisitivamente.
—¿Tomó algo? ¿Estimulantes?
Orr sacudió la cabeza.
—Dormité un poco —dijo con claridad, y luego pareció adormecerse un momento, como si tuviera noventa años; pero mientras ella lo miraba, perpleja, él volvió a despertarse y dijo claramente—. ¿Vino hasta acá para buscarme?
—¿A quién, si no? ¿Para cortar árboles de navidad, por Cristo? Me dejó plantada a la hora del almuerzo, ayer.
—Oh —él miraba fijo, obviamente tratando de verla—. Perdóneme, he estado como enloquecido.