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Repelidos por las naves de los Extraños, portadoras de un mecanismo que dominaba los sistemas de dirección de los misiles, los AABM giraban en algún punto del centro de la estratosfera y regresaban, aterrizando y explotando aquí y allá en el Estado de Oregon. Los incendios se sucedían en las áridas pendientes orientales de las Cascadas. Gold Beach y Dallas fueron barridas por tormentas de fuego. Portland no fue atacada directamente, pero la carga nuclear de un AABM errabundo que cayó en el monte Hood, cerca del antiguo cráter, hizo que el volcán despertara. De inmediato empezaron los temblores del suelo y se vio una columna de humo, y hacia el mediodía del primer día de la Invasión de los Extraños, el primer día de abril, se abrió una boca en el lado noroeste y se inició una erupción violenta. El flujo de lava hizo arder las laderas sin nieve, sin vegetación, y amenazó las comunidades de Zigzag y Rhododendron. Comenzó a formarse un cono de escoria volcánica, y el aire de Portland, a 65 kilómetros de distancia, pronto se espesaba y se tornaba grisáceo por la ceniza. Cuando se acercaba la noche cambió el viento hacia el sur y el aire más bajo se aclaró un poco, revelando la sombría llama anaranjada de la erupción entre las nubes del este. El cielo, cargado de lluvia y ceniza, retumbaba con los vuelos de los XXTT-9900 que en vano buscaban naves de los Extraños. Aún llegaban aparatos de caza y bombarderos de la Costa Este y de las naciones participantes del Pacto; en muchos casos, chocaban entre si y caían derribados. El suelo se estremecía con el terremoto, el impacto de las bombas y la caída de aviones. Una de las naves de los Extraños había aterrizado a sólo 12 kilómetros de los confines de la ciudad, de modo que las zonas del sudoeste se vieron pulverizadas cuando los jet bombarderos devastaron en forma metódica el área de veintiocho kilómetros cuadrados en la que se dijo que había estado la nave de los Extraños. En realidad, se había recibido información de que ya no estaba allí; pero algo había que hacer. Cayeron bombas por error en muchas otras partes de la ciudad, como suele ocurrir con el bombardeo hecho con aparatos jet. No quedó un solo cristal en las ventanas del centro de la ciudad; fueron a caer, en cambio, hechos añicos, en las calles del centro. Los refugiados del sudoeste de Portland debieron caminar entre esos cristales; las mujeres llevaban a sus hijos y caminaban entre lágrimas por el dolor, con los zapatos llenos de cristal roto.

William Haber estaba parado frente a la ventana de su oficina en el Instituto Onirológico de Oregon, observando el fuego que rebrillaba y moría en los muelles, y la maldita iluminación de la erupción. Aún había cristal en esa ventana; nada había aterrizado o explotado cerca de Washington Park todavía, y los temblores del suelo que causaban la destrucción do edificios enteros allá cerca del río, en las colinas aún no habían hecho más que hacer crujir los marcos de las ventanas. Débilmente se oía el grito de los elefantes del zoológico. Ocasionalmente aparecían rayos de una extraña luz brillante hacia el norte, tal vez sobre la zona donde el Willamette se une al Columbia; era difícil localizar nada con seguridad en el crepúsculo brumoso y ceniciento. Grandes secciones de la ciudad estaban a obscuras por falta de energía; otras titilaban débilmente, aunque las luces de las calles no habían sido prendidas.

Nadie más estaba en el edificio del Instituto.

Haber había estado todo el día tratando de localizar a George Orr. Cuando comprendió que su búsqueda era inútil, y además imposible de seguir dada la histeria que imperaba en la ciudad, y el estado cada vez más ruinoso de ésta. Haber se había marchado al Instituto. Había tenido que caminar la mayor parte del trayecto, y descubrió que eso lo enervaba. Un hombre de su posición, con tantas tareas importantes, usaba un aeromóvil. Pero la batería se había consumido y no podía conseguir una nueva carga porque las multitudes eran densas en las calles. Debió abandonar el aeromóvil y caminar, en el sentido contrario al que se desplazaba la muchedumbre, enfrentándolos a todos, entre ellos. Eso había sido un sufrimiento; no le gustaban las multitudes; pero luego las multitudes habían desaparecido y él quedó solo caminando por las vastas extensiones del césped, de arbustos y de árboles del parque, y eso había sido mucho peor.

Haber se consideraba a si mismo un lobo solitario; nunca había querido casarse ni tener relaciones íntimas; había optado por una fatigosa investigación que se realizaba cuando los otros dormían, evitando las posibles relaciones. Había dedicado su vida sexual casi enteramente a los encuentros fugaces, a veces mujeres, a veces hombres jóvenes; sabía qué bares, cines y saunas debía frecuentar para obtener lo que deseaba. Lo conseguía y se liberaba de inmediato, antes de que él o la otra persona pudieran desarrollar algún tipo de necesidad del otro. Apreciaba su independencia, su libre albedrío.

Pero encontraba terrible estar solo, totalmente solo en el parque indiferente, apurándose, casi corriendo, hacia el Instituto, porque no tenía otro lugar donde ir. Llegó al Instituto silencioso, desierto.

La señorita Crouch guardaba una radio a transistores en el cajón de su escritorio. Haber la tomó y mantuvo bajo el volumen para oír los últimos informativos, o por lo menos una voz humana.

Todo lo que necesitaba estaba aquí; camas por docenas, alimento, las máquinas expendedoras de sandwiches y gaseosas para los trabajadores nocturnos de los laboratorios. Pero no tenía hambre; sentía, antes bien, una especie de apatía. Escuchaba la radio, pero ésta no quería escucharlo a él. Estaba totalmente solo, y nada parecía real en su soledad. Necesitaba a alguien con quien hablar, debía decirle a alguien lo que sentía para poder saber él mismo lo que sentía. El terror de estar solo fue tan intenso que estuvo a punto de hacerlo salir del Instituto y mezclarlo con las multitudes otra vez, pero la apatía superó al terror. No hizo nada, y la noche cayó por completo.

Sobre el monte Hood el brillo rojizo se avivaba por momentos, y luego volvía a empalidecer. Algo muy grande golpeó, en la parte sudoeste de la ciudad, fuera de la vista desde su oficina; pronto las nubes se iluminaron desde abajo con un lívido resplandor que parecía elevarse de aquella dirección. Haber salía al corredor para ver mejor, llevando la radio consigo. Algunas personas subían las escaleras; Haber no las había oído. Por un momento no hizo más que mirarlos.

—Doctor Haber —dijo uno de ellos.

Era Orr.

—Creo que era hora —dijo Haber con amargura—. ¿Dónde demonios ha estado todo el día? ¡Venga!

Orr se acercó rengueando; tenía el lado izquierdo de la cara hinchado y sucio de sangre, el labio cortado, y había perdido la mitad de uno de los dientes incisivos. La mujer que estaba con él parecía menos maltrecha pero más agotada: ojos vidriosos, rodillas poco firmes. Orr la hizo sentar en el diván de la oficina. Haber dijo, en tono médico y autoritario: