—¿Ha recibido un golpe en la cabeza?
—No. Ha sido un día muy largo.
—Estoy bien —balbuceó la mujer, temblando un poco.
Orr se movió rápido, solícito, sacándole los zapatos repulsivamente barrosos y cubriéndola con la manta de pelo de cameilo que estaba a los pies del diván; Haber se preguntaba quien sería, pero de inmediato dejó de pensar en ella. Él empezó a ordenar en seguida:
—Déjala descansar ahí, se sentira bien. Venga acá, aclaremos las cosas. Me pasé el día buscándolo. ¿Dónde estaba?
—Tratando de volver a la ciudad. Parece ser que nos metimos en una zona de bombardeo, porque volaron la ruta por la que viajábamos, un poco más adelante de nosotros. El coche saltó mucho; volcó, creo. Heather estaba detrás de mí y se detuvo a tiempo, así que como el coche de ella estaba bien seguimos los dos en él. Tuvimos que pasar a Sunset Highway porque la 99 estaba bombardeada, y luego debimos dejar el coche en un lugar bloqueado, cerca del santuario de los pájaros. Vinimos caminando a través del parque.
—¿De dónde diablos venían? —Haber había hecho correr agua caliente en la pileta de su lavatorio privado, y ahora le alcanzaba a Orr una toalla humeante para que la oprimiera sobre su rostro.
—La cabaña. En la Cadena de la Costa.
—¿Qué pasa con su pierna?
—Me lastimé cuando el auto volcó, supongo. Escuche, ¿están ellos en la ciudad todavía?
—No se sabe muy bien. Todo lo que dicen en que cuando las grandes naves aterrizaron, esta mañana, se separaron en pequeñas unidades móviles, algo así como helicópteros, y se dispersaron. Ocupan toda la parte occidental del estado. Se dice que se mueven lentamente, pero si los están atacando, eso no se informa.
—Vimos uno —el rostro de Orr emergió de la toalla, marcado con manchas lívidas, pero menos impresionante ahora que la sangre y el barro habían desaparecido—. Eso es lo que debe haber sido. Una cosa pequeña y plateada, de unos nueve metros de alto, en una pastura cerca de North Plains. Parecía moverse a saltos; tenía aspecto extraterrestre. ¿Los Extraños nos están combatiendo, están derribando los aviones?
—La radio no lo informa. No se informan pérdidas, salvo civiles. Ahora veamos, vamos a darle un poco de café y de alimento a usted. Y luego, por Dios, tendremos una sesión de terapia en medio del Infierno para ponerle fin a esta estúpida confusión que usted ha producido —preparó una inyección de pentotal sódico, y luego tomó el brazo de Orr y le dio la inyección sin aviso alguno.
—Para eso vine aquí. Pero no sé si…
—¿Si lo puede hacer? Usted puede. ¡Venga! —Orr se había acercado a la mujer—. Ella está bien; está dormida, no la moleste, es todo lo que necesita. ¡Venga! —llevó a Orr hacia las máquinas de alimento y le dio un sandwich de roast beef, otro de huevo y tomate, dos manzanas, cuatro barras de chocolate, y dos tazas de café. Se sentaron a una mesa del Laboratorio Uno, apartando las cosas que ahí habían quedado esa mañana cuando las sirenas empezaron a sonar—. Muy bien, coma. Ahora, en el caso de que esté pensando que arreglar este asunto está más allá de sus posibilidades, olvídelo. He estado trabajando con la Ampliadora, y ella puede hacerlo por usted. Tengo el modelo de las emisiones de su cerebro durante los sueños efectivos. Donde me estuve equivocando todo el mes fue en buscar una entidad, una Onda Omega. No existe. Es simplemente un modelo formado por la combinación de otras ondas, y estos dos últimos días, antes de que se desencadenara todo este infierno, lo elaboré. El ciclo es de noventa y siete segundos. Eso no significa nada para usted, aunque sea su maldito cerebro el que lo hace. Digámoslo así, cuando usted sueña efectivamente todo su cerebro está implicado en un modelo complejamente sincronizado de emisiones que toma noventa y siete segundos para completarse y volver a empezar, una especie de efecto de contrapunto que es para los gráficos del estado común lo que la Gran Fuga de Beethoven es para una canción de cuna. Es increíblemente complejo, pero es consistente y se repite. Entonces, yo se lo puedo transmitir directamente, y amplificado. La Ampliadora está preparada, todo está listo para usted, ¡por fin va a encajar dentro de su cabeza! Cuando sueñe, esta vez, soñará un gran sueño. Lo suficiente como para detener esta loca invasión y pasar a otro continuo, donde podamos empezar de nuevo. Eso es lo que usted hace. Usted no cambia las cosas, o las vidas, sino que cambia todo el continuo.
—Es agradable poder conversar de eso con usted —dijo Orr; había comido los sandwiches con increíble rapidez, a pesar de su labio cortado y su diente roto, y ahora estaba devorando una barra de chocolate; había ironía, o algo, en lo que decía, pero Haber estaba muy ocupado para notarlo.
—Escuche. ¿Esta invasión ocurrió casualmente, o porque usted faltó a una cita?
—Lo soñé.
—¿Se permitió tener un sueño efectivo no controlado? —Haber dejó que la ira se trasluciera en su tono. Había sido demasiado protectivo, demasiado afable con Orr. La irresponsabilidad de Orr era la causa de la muerte de mucha gente inocente, el desastre y el pánico en la ciudad: debía enfrentar lo que había hecho.
—No fue —Orr empezaba a hablar cuando estalló una gran explosión; el edificio se estremeció y saltó, con profusión de ruidos, los aparatos electrónicos volaron por el aire junto a la hilera de camas vacías, y el café se derramó de las tazas.
—¿Fue eso el volcán o la Fuerza Aérea —preguntó Orr, y a pesar del temor que la explosión le causaba, Haber observó que Orr no parecía perturbado. Sus reacciones eran muy anormales. El viernes se había desmoronado por un mero punto ético; ahora, el miércoles, en medio del cataclismo, estaba frío y sereno. No parecía tener ningún temor, pero debía tenerlo. Si Haber estaba asustado, por supuesto Orr debía estarlo. Estaba suprimiendo el temor. ¿O pensaba, se preguntó Haber de pronto, que porque había soñado la invasión, todo era un sueño?
¿Y si lo era?
¿El sueño de quién?
—Será mejor que volvamos arriba —dijo Haber, incorporándose; se sentía cada vez más impaciente e irritable; la excitación se estaba tornando insoportable—. ¿Quién es la mujer que está con usted?
—Es la señorita Lelache —respondió Orr, mirándolo en forma extraña—. La abogada. Ella estuvo aquí el viernes.
—¿Y cómo es que está con usted?
—Ella me estaba buscando, y fue a la cabaña.
—Me explicará eso después —dijo Haber; no había tiempo que perder en esas trivialidades; tenían que salir, tenían que salir de ese mundo caótico.
En el momento en que entraban en la oficina de Haber, el cristal de la ventana doble se rompió con un sonido estridente, provocando una corriente de aire hacia afuera; ambos hombres se sintieron impulsados hacia la ventana, como si ésta fuera la boca de una aspiradora de polvo. Entonces todo se tornó blanco, todo. Los dos cayeron.
Ninguno tuvo conciencia de ruido alguno.
Cuando pudo volver a ver, Haber se incorporó aferrándose a su escritorio. Orr ya estaba junto al diván, tratando de tranquilizar a la atemorizada mujer. Hacía frío en la oficina: el aire de primavera transportaba un frío húmedo a través de las ventanas sin cristales, y olía a humo, goma quemada, ozono, azufre y muerte.
—Deberíamos ir abajo, al solano, ¿no creen? —dijo la señorita Lelache en un tono prudente, aunque temblaba de la cabeza a los pies.
—Adelántese usted —contestó Haber—. Tendremos que estar acá arriba por un rato.
—¿Quedarse acá?
—La Ampliadora está acá. ¡No se enchufa y desenchufa como un aparato de televisión portátil! Vaya usted al sótano, nosotros nos reuniremos en cuanto podamos.
—¿Lo va a hacer dormir ahora? —preguntó la mujer, mientras abajo, los árboles estallaban en brillantes bolas amarillas de fuego. La erupción del monte Hood estaba bien oculta por otros eventos que se desarrollaban más cerca; sin embargo, la tierra había estado temblando suavemente ya por algunos minutos, una especie de espasmo que hacía que manos y mentes temblaran a la par.