—Puede estar muy segura de que voy a hacerlo soñar. Adelante, vaya al sótano, necesito el diván. Acuéstese, George… Escuche, usted, en el sótano, más allá de la habitación del sereno, verá una puerta con el rótulo “Generador de emergencia”. Entre allí, busque la palanca que dice SI; manténgase alerta, y si las luces se apagan, presione esa palanca. Deberá presionar con mucha fuerza. ¡Vaya!
Ella se marchó; seguía temblando y sonreía, y al marcharse tomó la mano de Orr por un segundo y le dijo:
—Buenos sueños, George.
—No se preocupe —contestó Orr—. Todo está bien.
—Cállese —interrumpió Haber. Había puesto la cinta para la hipnosis que él mismo había grabado, pero Orr ni siquiera prestaba atención, y el ruido de las explosiones y de las cosas que ardían tornaba más difícil la audición— ¡Cierre los ojos! —ordenó Haber, y puso su mano sobre la garganta de Orr:—. “RELÁJESE” decía su propia voz en tono alto. “USTED SE SIENTE CÓMODO Y RELAJADO. USTED ENTRARÁ…” El edificio corcoveó y se volvió a asentar un tanto oblicuamente. Algo apareció en la luz rojiza y opaca del exterior: un objeto grande y ovoide, que se movía como a saltos por el aire. Se acercó directamente, a la ventana—. ¡Tenemos que salir! gritó Haber sobre su propia voz, y, luego se dio cuenta de que Orr ya estaba hipnotizado. Detuvo la cinta y se inclinó para poder hablarle a Orr al oído—. ¡Detenga la invasión! —gritó—. Paz, paz, sueñe que estamos en paz con todo el mundo! ¡Ahora duérmase! ¡Amberes! —y puso en funcionamiento la Ampliadora.
Pero no tuvo tiempo para mirar el electroencefalograma de Orr. La forma ovoide estaba suspendida directamente junto a la ventana. Su pico afilado, iluminado en forma espeluznante por los reflejos de la ciudad en llamas, apuntaba directamente a Haber. Este se agachó junto al diván, sintiéndose horriblemente vulnerable y expuesto, tratando de proteger la Ampliadora con su cuerpo, tendiendo las manos para cubrirla. Extendió su cuello para observar la nave de los Extraños, que se acercaba. El pico, que parecía de un acero oleoso, plateado y con rayos y centallas violetas, ocupaba toda la ventana. Hubo un crujido cuando se posó sobre el marco. Haber sollozó fuerte, aterrado, pero permaneció estirado allí entre los Extraños y la Ampliadora.
El pico, deteniéndose, empezó a proyectar un tentáculo largo y delgado que se movía de un lado a otro, inquisitivamente, en el aire. Su extremo, que se erguía como si fuera una cobra, dirigido al azar, se extendió luego en dirección a Haber. A unos tres metros de él se suspendió en el aire y lo señaló por unos segundos. Luego se retiró emitiendo un sonido, como si fuera una regla flexible de carpintero, y desde la nave llegó un zumbido intenso. El antepecho metálico de la ventana produjo un chillido y se combó. El pico de la nave giró y cayó sobre el piso. Desde el agujero que apareció detrás emergió algo.
Paralizado por el terror, Haber pensó que se trataba de una tortuga gigante. Luego vio que estaba recubierto por algún material que le daba un aspecto abultado, verdoso, inexpresivo, como de una tortuga marina gigante que estuviera parada sobre sus patas traseras.
Estuvo muy quieto, cerca del escritorio de Haber. Muy lentamente elevó su brazo izquierdo, señalándolo con un instrumento metálico provisto de una boquilla.
Haber enfrentó la muerte.
Una voz chata, desprovista de tono, emergió de la articulación del brazo.
—No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti —dijo.
Haber clavó sus ojos; su corazón vacilaba.
El inmenso brazo metálico, pesado, volvió a elevarse.
—Estamos intentando un arribo pacífico —dijo el codo en una sola nota—. Por favor, informe a los otros que este es un arribo pacífico. No tenemos armas. La gran autodestrucción sigue al temor infundado. Por favor cesen en la destrucción de sí mismos y de los otros. No tenemos armas. Somos una especie no agresiva.
—Yo… yo… yo no puedo controlar la Fuerza Aérea —tartamudeó Haber.
—Se está tomando contacto con las personas en vehículos voladores —dijo el codo—. ¿Es ésta una instalación militar?
El orden de las palabras indicaba que era una pregunta.
—No —dijo Haber—, no, nada de eso…
—Entonces por favor disculpe la intrusión involuntaria —la figura inmensa, acorazada, zumbó un poco y pareció dudar—. ¿Qué es eso? —preguntó, señalando con el codo derecho toda la maquinaria conectada a la cabeza del hombre dormido.
—Un electroencefalógrafo, una máquina que registra la actividad eléctrica del cerebro…
—Apreciable —dijo el Extraño, y dio un breve y controlado paso hacia el diván, como si deseara mirar—. La persona individual está iahklu. La máquina registra esto, tal vez. ¿Es toda su especie capaz de iahklu?
—No… no conozco el término, ¿puede usted describir?…
La figura zumbó un poco, elevó su codo izquierdo sobre su cabeza (que como la de una tortuga apenas sobresalía sobre los grandes hombros del carapacho), y dijo:
—Por favor, discúlpeme. Incomunicable mediante máquina de comunicación inventada rápidamente en tiempos recientes. Por favor, discúlpeme. Es necesario que todos nosotros procedamos en el futuro inmediato rápidamente hacia otras personas individuales responsables con pánico y capaces de destruir a sí mismas y a otros. Muchas gracias—. Y volvió a introducirse en el hueco de la nave.
Haber observó las grandes suelas redondas de los pies cuando desaparecían en la cavidad obscura.
El pico saltó del piso y, girando, se colocó en su lugar; Haber tuvo una impresión de que no actuaba mecánicamente, sino temporalmente, repitiendo sus acciones previas a la inversa, exactamente como una película que se pasara al revés. La nave se retiró hacia la obscuridad exterior haciendo vibrar toda la oficina y destrozando el resto del marco de la ventana con un ruido desagradable.
El fragor de las explosiones, recién lo advertía Haber, había cesado; en realidad, todo estaba bastante tranquilo. Todo temblaba un poco, pero eso se debía a la montaña, no a las bombas. Las sirenas aullaban, lejanas y desoladas, del otro lado del río.
George Orr estaba tendido inerte en el diván, respirando en forma irregular; las llagas de su rostro se destacaban en su palidez. Las cenizas y el humo aún entraban con el aire frío y sofocante a través de la ventana rota. Nada había cambiado. El no había deshecho nada. ¿Había hecho algo ya? Había un leve movimiento de ojos bajo los párpados cerrados; seguía soñando, y no podía ser de otro modo, ya que la Ampliadora vencía a los impulsos de su propia mente. ¿Por qué él no cambió los continuos, por qué no los había llevado a un mundo pacífico, tal como Haber le había ordenado? La sugerencia hipnótica no había sido suficientemente clara o fuerte. Deberían empezar todo otra vez. Haber desconectó la Ampliadora y pronunció tres veces el nombre de Orr.
—No se siente, aún tiene el circuito de la Ampliadora ¿Qué soñó?
Orr habló seca y lentamente, no del todo despierto.
—Él… un Extraño estuvo acá. Aquí, en la oficina. Salió de un hueco de una de sus naves. Por la ventana. Él y usted estuvieron hablando.
—¡Pero eso no es un sueño! ¡Eso ocurrió! Maldición, tendremos que hacerlo todo de nuevo. Lo de hace un momento pudo haber sido una explosión atómica, tenemos que pasar ¿a otro continuo, podemos morir todos por exposición a la radiación…
—No esta vez —dijo Orr, sentándose y retirando los electrodos de su cabeza como si fueran liendres muertas—. Por supuesto que ocurrió. Un sueño efectivo es una realidad, doctor Haber.