Haber lo miró fijo.
—Supongo que la Ampliadora incrementó la inmediatez para usted —dijo Orr, aún con extraordinaria calma; pareció meditar por un momento—. Escuche, ¿podría llamar a Washington?
—¿Para qué?
—Bueno, un científico famoso, que está acá en el centro de todo, podría conseguir que lo escuchen. Ellos estarán buscando explicaciones. ¿Conoce alguien del gobierno a quien se puede llamar? ¿Tal vez el ministro de SEB? Usted podría decirle que todo el asunto es un malentendido, que los Extraños no están invadiendo ni atacando. Simplemente ellos no advirtieron, hasta que aterrizaron, que los humanos dependen de la comunicación verbal. Ni siquiera sabían que nosotros pensamos que estábamos en guerra con ellos… Si usted pudiera decírselo a alguien que pueda llegar al presidente. Cuanto antes Washington retire a los militares, menos gente morirá acá. Sólo han muerto civiles. Los Extraños no atacan a los soldados, ni siquiera están armados, y tengo la impresión de que son indestructibles, con esos trajes. Pero si alguien no detiene a la Fuerza Aérea, harán desaparecer toda la ciudad. Inténtelo, doctor Haber. Tal vez a usted lo escuchen.
Haber sintió que Orr estaba acertado. No había razón, era la lógica de la insanía, pero allí estaba: su oportunidad. Orr hablaba con la incontrovertible convicción de un sueño, en el que no había libre albedrío: haga esto, usted debe hacerlo, hay que hacer esto.
¿Por qué ese don le había sido otorgado a este tonto, a este hombre insignificante y pasivo? ¿Por qué Orr estaba tan seguro y tan acertado, mientras él, fuerte, activo, positivo, carecía de poder y estaba obligado a tratar de usar, aun a obedecer, a esa débil herramienta? Esto pasó por su mente, no por primera vez, pero mientras lo pensaba se fue acercando a su escritorio, al teléfono. Se sentó y disco directamente a las oficinas de SEB en Washington. El llamado, que pasaba por los conmutadores de Teléfono Federal de Utah, fue directo.
Mientras esperaba que lo comunicaran con el Ministro de Salud, Educación y Bienestar, a quien él conocía muy bien, le dijo a Orr:
—¿Por qué no nos pone en otro continuo donde toda esta confusión simplemente nunca ocurrió? Seria tanto más fácil, y nadie habría muerto. ¿Por qué no eliminó, simplemente, a los Extraños?
—Yo no elijo —replicó Orr—. ¿No se ha dado cuenta todavía? Yo sigo.
—Usted sigue mis sugerencias hipnóticas, sí, pero nunca por completo, nunca en forma directa y simple…
—No me refería a esas —dijo Orr, pero la secretaría privada de Rantow estaba ahora en la línea.
Mientras Haber hablaba Orr se retiró, sin duda hacia abajo, para ver a la mujer. Todo estaba en orden. Mientras hablaba con la secretaria y luego con el Ministro mismo, Haber empezó a sentirse convencido de que las cosas iban a ir bien ahora, de que los Extraños carecían por completo de agresividad, de que podría hacerle creer esto a Rantow y, por intermedio de éste, al presidente y a los generales. Orr ya no era necesario. Haber veía lo que había que hacer, y conduciría a su país hacia la normalidad.
9
Los que sueñan que están bebiendo en un banquete, al amanecer lloran de pena.
Era la tercera semana de abril. Orr había hecho una cita la semana pasada para encontrarse con Heather Lelache en Dave’s para almorzar el miércoles, pero en cuanto salió de su oficina, supo que no resultaría.
Había ya tantas memorias diferentes, tantas madejas de experiencia de vida se rozaban en su cabeza, que casi ni trataba de recordar nada. Tomaba todo tal como se presentaba. Estaba viviendo casi como un niño, solo entre cosas presentes. No se sorprendía de nada y se sorprendía de todo.
Su oficina estaba en el tercer piso del Departamento de Planeamiento Civil; su puesto era más importante que todo lo que hubiera tenido antes: estaba a cargo de la Sección de Parques Suburbanos del Sudeste, de la Comisión de Planeamiento de la Ciudad. No le gustaba su trabajo, nunca le había gustado.
Siempre se las había ingeniado para seguir siendo una especie de dibujante; hasta el sueño del lunes pasado que, al modificar el gobierno Federal y Estatal para que se adecuara a algunos planes de Haber, había reordenado tan cabalmente todo el sistema social que él había terminado como burócrata de la Ciudad. Nunca había tenido un empleo, en ninguna de sus vidas, que le gustara del todo; sabía que su especialidad era el diseño, la realización del tamaño y la forma adecuados para las cosas, y ese talento no había estado en demanda en ninguna de sus varias existencias. Pero este trabajo, el que tenía ahora y que no le gustaba desde hacía cinco años, se apartaba de la línea; eso le preocupaba.
Hasta esa semana había habido una continuidad esencial, una coherencia, entre todas las existencias resultantes de sus sueños. Siempre había sido una especie de dibujante, y siempre había vivido en Corbett Avenue. Aun en la vida que había terminado en los escalones de concreto de una casa incendiada en la ciudad moribunda de un mundo arruinado, aun en esa vida, hasta que no hubo más trabajos ni casa, aquellas continuidades se habían mantenido. Y a través de todos los sueños o vidas subsiguientes, también habían permanecido constantes muchas cosas más importantes. Él había mejorado el clima local un poco, no mucho, y el Efecto Invernadero siguió, un legado permanente de la mitad del siglo pasado. La geografía se mantenía firme, los continentes estaban donde siempre habían estado. Lo mismo ocurría con los límites nacionales, y la naturaleza humana, y todo lo demás. Si Haber le había sugerido que soñara con una raza más noble de hombre, él había fracasado.
Pero Haber estaba aprendiendo a dirigir mejor sus sueños. Las dos últimas sesiones habían cambiado las cosas de manera radical. Orr seguía teniendo su departamento en Corbett Avenue, las mismas tres habitaciones, ligeramente perfumadas por la marihuana del encargado; pero él trabajaba como burócrata en un gran edificio del centro, un centro de la ciudad que había cambiado al punto de tornarse irreconocible. Tenía edificios tan altos e impresionantes como antes de la crisis de la población, y era más sólido y hermoso que antes. Las cosas se manejaban de manera muy diferente ahora.
Albert M. Merdle seguía siendo presidente de los Estados Unidos, cosa sumamente curiosa. Él, como las formas de los continentes, parecía ser incambiable. Pero los Estados Unidos no eran la potencia que había sido, como tampoco lo era ningún país de forma individual.
Portland era ahora el asiento del Centro de Planeamiento Mundial, la agencia principal de la Federación de Pueblos supranacional. Portland era, como decían las tarjetas postales, la Capital del Planeta. Tenía una población de dos millones de habitantes. Toda la zona céntrica estaba poblada de enormes edificios estatales, ninguno de ellos de más de doce años de antigüedad, muy bien planeados y rodeados por parques verdes y paseos arbolados. Miles de personas, en su mayoría agentes federales o empleados nacionales, llenaban esos paseos; grupos de turistas de Ulan Bator y Santiago de Chile recorrían la zona con las cabezas echadas hacia atrás, escuchando sus audífonos-guías. Era un espectáculo animado y grandioso: los edificios altos y hermosos, los cuidados parques y la gente bien vestida. A George Orr todo eso le parecía muy futurista.
No pudo encontrar Dave’s, por supuesto. Ni siquiera pudo encontrar Ankeny Street. La recordaba tan claramente de tantas otras existencias que se negaba a aceptar, hasta que llegó al lugar, la exactitud de su memoria actual, que simplemente carecía de toda Calle Ankeny. En el lugar donde debió haber estado, el edificio de Coordinación de Investigación y Desarrollo se elevaba hacia el cielo entre parques y árboles. Ni siquiera se molestó en buscar el Edificio Pendleton; Morrison Street seguía estando, un paseo amplio en cuyo centro hacía poco habían plantado naranjos, pero no había ningún edificio en estilo neo Inca, y nunca había habido. No podía recordar con exactitud el nombre de la firma en que trabajaba Heather. ¿Era Forman, Esserbeck y Rutti o Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti? Entró en una cabina telefónica y buscó en la guía. No aparecía nada por el estilo, pero había un tal P. Esserbeck, abogado. Llamó a ese número y preguntó, pero allí no trabajaba ninguna señorita Lelache. Por último reunió todo su coraje y buscó el nombre de ella en la guía. No había ningún Lelache en la guía.