El CPM, establecido en Portland desde el fin de los Años de la Plaga, se había comunicado con ellos y conseguía mantener al pueblo y a los generales en calma. Orr ahora se daba cuenta de que esto no había ocurrido el primero de abril, hacía dos semanas, sino el año anterior en febrero, hacia catorce meses. Se les había permitido aterrizar a los Extraños; se establecieron satisfactorias relaciones con ellos; y por último se les había permitido abandonar su sitio de aterrizaje, cuidadosamente vigilado, cerca de la montaña Steens, en el desierto de Oregon, y mezclarse con los hombres. Unos pocos de ellos compartían pacíficamente ahora el reconstituido domo de la Luna con científicos estatales, y unos dos mil de ellos estaban en la Tierra. Esa era toda la cantidad de Extraños que existía o, por lo menos, todos los que habían venido; muy pocos de esos detalles se daban a conocer al público general. Nativos del planeta de atmósfera de metano de la estrella Aldeharán, debían usar sus extraterrestres trajes, similares a carapachos, en la Tierra o en la Luna, pero no parecía molestarles. Cómo eran exactamente, dentro de sus trajes de tortuga, no resultaba claro para la mente de Orr. No podían salir, y no dibujaban cuadros. En verdad era limitada su comunicación con los seres vivos, reducida a la emisión del habla desde el codo izquierdo y alguna especie de receptor auditor; ni siquiera estaba seguro de que pudieran ver, que tuvieran algún órgano sensorial para el aspecto visible. Había vastas áreas sobre las que no había comunicación posible: el problema del delfín, sólo que mucho más difícil. Sin embargo, una vez aceptada su no agresividad por el CPM, y considerados su modesto número y sus objetivos, habían sido recibidos con cierta ansiedad en la sociedad terrenal. Era agradable tener alguien diferente para mirar. Parecían dispuestos a quedarse, si se lo permitían; algunos de ellos ya habían establecido pequeños negocios, porque parecían hábiles para el comercio y la organización, así como para el vuelo espacial, cuyos conocimientos superiores pronto habían compartido con los científicos terrestres. Aún no habían manifestado con claridad qué esperaban como recompensa, por qué habían venido a la Tierra. Simplemente, parecía gustarles. Como siguieron comportándose como ciudadanos industriosos, pacíficos y respetuosos de las leyes, los rumores de “Extraños invasores” e “infiltración no humana” habían pasado a ser propiedad de políticos paranoicos de facciones nacionalistas a ultranza y de aquellas personas que tenían conversaciones con personas de Platos Voladores reales.
Lo único que quedaba de aquel terrible primero de abril parecía ser el retorno del monte Hood a la categoría de volcán activo. Ninguna bomba lo había golpeado, porque no habían caído bombas, esta vez. Simplemente, había despertado. Un largo penacho de humo gris obscuro salía de él hacia el norte, Zigzag y Rhododendron habían tenido la suerte de Pompeya y de Herculano. Hacía poco se había abierto una grieta cerca del pequeño y antiguo cráter del monte Tabor, dentro de los límites de la ciudad. La gente de la zona del monte Tabor se mudaba a los progresistas suburbios de West Eastmont, Chestnut Hills Estates y Sunny Slopes Subdivision. Podían vivir con el monte Hood que humeaba suavemente en el horizonte, pero una erupción en la puerta de casa era demasiado.
Orr pidió un desabrido plato de pescado con papas fritas y salsa de maní africano en un atestado restaurante; mientras lo comía pensó con pena, bien, una vez la dejé esperándome en Dave’s, y ahora ella me deja esperando a mí.
No podía soportar su pena, su dolor. Dolor de sueño. La pérdida de una mujer que nunca había existido. Trató de saborear su comida, de mirar a la gente; pero la comida era desabrida y las personas todas grises.
Fuera de las puertas de cristal del restaurante la multitud de personas que pasaban se tornaba más densa: marchaban hacia el Palacio de Deportes de Portland, un enorme y suntuoso coliseo cercano al río, para el espectáculo de la tarde. Ya la gente no tenía la costumbre de sentarse a ver televisión en el hogar por mucho rato; las transmisiones estatales diarias sólo cubrían dos horas. El modo de vida moderno era estar todos juntos. Era jueves; eran los “mano a mano”, la mayor atracción de la semana, excepto el fútbol nocturno de los sábados. En realidad, morían más atletas en los “mano a mano”, pero éstos carecían de los aspectos catárticos y espectaculares del fútbol, la verdadera matanza en la que actuaban 144 hombres, y se ensangrentaban hasta las tribunas cercanas a la cancha. La habilidad de los luchadores individuales era muy buena, pero carecía de la sensación liberadora de la matanza masiva.
No más guerra, se dijo Orr a sí mismo, dejando las últimas papas. Salió y se unió a la multitud.
—No voy a… más la guerra… Había habido una canción, una vez, una antigua canción. No voy a… ¿Cuál era el verbo? No luchar, porque no encajaba. No voy a… más la guerra.
Se acercaba caminando a un Arresto de Ciudadano. Un hombre alto con un rostro gris, largo y arrugado, había prendido a un hombre bajo con un rostro gris redondo y brillante aferrándolo por la pechera de su casaca. La multitud chocó contra la pareja: algunos se detenían a curiosear, otros empujaban para poder seguir su camino hacia el Palacio del Deporte.
—¡Este es un Arresto de Ciudadano, tomen nota los transeúntes! —decía el hombre alto con una penetrante y nerviosa voz de tenor—. Este hombre, Harvey T. Gonno, está enfermo de un incurable cáncer abdominal pero ha ocultado su paradero a las autoridades y sigue viviendo con su esposa. Mi nombre es Ernest Ringo Marin, de 2624287 South West Eastwood Drive, Sunny Slopes Subdivisión, Great Portland. ¿Hay diez testigos?
Uno de los testigos ayudó a dominar al criminal que se debatía débilmente, mientras Ernest Ringo Marin contaba las cabezas. Orr escapó, forzando su camino entre la multitud, antes de que Marin administrara la eutanasia con el arma hipodérmica que lucían todos los ciudadanos adultos que se habían ganado su Certificado de Responsabilidad Cívica. Orr mismo era uno de ellos. Era una obligación legal. Su arma no estaba cargada por el momento; la carga había sido retirada cuando él pasó a ser un paciente psiquiátrico bajo CBU, pero le habían dejado el arma para que su temporaria carencia de status no le resultara una humillación pública. Como ellos le habían explicado, una enfermedad mental como aquella por la cual lo estaban tratando no debía confundirse con un crimen punible, tal como una grave enfermedad contagiosa o hereditaria. No debía sentirse de ninguna manera un peligro para la Raza o un ciudadano de segunda clase, y su arma volvería a ser cargada tan pronto como el doctor Haber le diera el alta.
Un tumor, un tumor… ¿No era que la Plaga carcinómica, al matar a todos aquellos propensos al cáncer, sea durante la crisis o en la infancia, dejó libre del flagelo a los sobrevivientes? Sí, pero en otro sueño, no en éste. Evidentemente el cáncer había vuelto a estallar, como el monte Tabor y el monte Hood.
Estudiar. Eso es… No voy a estudiar más la guerra…
Subió al funicular en Cuarta y Alder y voló sobre la ciudad verde grisácea hacia la torre del IHID que coronaba las colinas del oeste, en el lugar de la antigua mansión Pittock, en Washington Park.