—Todo eso es cierto. Pero hay…
—¿Qué George? —Haber se mostraba paternal y paciente, ahora; Orr se obligó a sí mismo a continuar, sabiendo que no convenía.
—Estamos en el mundo, no contra él. No sirve tratar de estar fuera de las cosas y dirigirlas de esa manera. No sirve, va contra la vida. Hay un camino y hay que seguirlo. El mundo es, no importa cómo pensemos que debería ser. Hay que estar con él; hay que dejarlo ser.
Haber se paseó hacia uno y otro lado del cuarto, deteniéndose ante la gran ventana que enmarcaba una vista de la zona, al norte del sereno e inactivo cono del monte St. Helen. Asintió varias veces con la cabeza.
—Entiendo —dijo de espaldas—. Lo entiendo muy bien. Pero permítame decirlo de esta manera, George, y tal vez usted entienda qué es lo que me propongo. Usted está sólo en la jungla, en el Mato Grosso, y encuentra a una nativa echada en el camino, a punto de morir por una mordedura de víbora. Usted tiene suero entre sus cosas, mucho suero, suficiente para curar miles de mordeduras de víboras. ¿Usted lo retiene, “porque así son las cosas”? ¿Usted la “deja ser”?
—Según —dijo Orr.
—¿Según qué?
—Bien… no sé. Si la reencarnación es un hecho, uno podría impedirle tener una vida mejor, y condenarla a seguir viviendo mal. Tal vez uno la cura y ella vuelva a su hogar y asesina a seis personas del villorrio. Sé que usted le daría el suero, porque lo tiene y porque siente pena por ella. Pero no sabe si lo que está haciendo es bueno o malo, o ambas cosas…
—¡Bien! ¡Aceptado! Sé lo que hace el suero antiofídico, pero no sé lo que estoy haciendo… Perfecto, lo acepto en esos términos. ¿Y cuál es la diferencia? Admito que no sé, el 85 por ciento del tiempo, qué demonios estoy haciendo con su excéntrico cerebro, y usted tampoco lo sabe, pero lo estamos haciendo… ¿entonces, podemos continuar? —su empuje cordial y viril era abrumador; rió, y Orr descubrió una débil sonrisa en sus propios labios.
Mientras le colocaba los electrodos, Orr hizo un último esfuerzo por comunicarse con Haber:
—Mientras venia hacia acá vi un Arresto de Ciudadano para eutanasia —dijo—.
—¿Por qué?
—Eugenesia. Cáncer.
Heber asintió con la cabeza, alerta.
—Con razón está deprimido. Aún no ha aceptado del todo el uso de la violencia controlada por el bien de la comunidad; es probable que nunca pueda aceptarlo. Es un mundo duro este en que vivimos, George; un mundo realista. Pero como le dije, la vida no puede ser segura. Esta sociedad es dura y se torna más dura cada vez: el futuro lo justificará. Necesitamos salud; no tenemos lugar para los incurables, los de genes enfermos que degradan la especie, no tenemos tiempo para el sufrimiento inútil —hablaba con un entusiasmo que sonaba más hueco que de costumbre; Orr se preguntaba hasta qué punto le gustaba a Haber el mundo que, indudablemente, él había hecho—. Ahora, siéntese así, no quiero que se duerma por la fuerza de la costumbre. Perfecto, muy bien. Tal vez se aburra; quiero que se quede sentado, nada más, por un rato, mantenga los ojos abiertos, piense en lo que quiera. Yo estaré acá, manipulando las tripas de Baby. Bien, empezamos: ya —Haber oprimió el botón blanco que decía SI del panel de la pared, a la derecha de la Ampliadora, cerca de la cabecera del diván.
Un Extraño que pasaba rozó ligeramente a Orr en la multitud del paseo; levantó el codo izquierdo para disculparse, y Orr murmuró:
—Perdón.
El Extraño se detuvo, bloqueando en parte su camino, y también él se detuvo, sobrecogido e impresionado por su verdosa y acorazada impasibilidad de dos metros setenta de altura. Era grotesco al punto de ser divertido; como una tortuga marina, y sin embargo como una tortuga marina poseía una belleza extraña, inmensa, una belleza más serena que la de cualquier habitante de la luz del Sol, de cualquier caminante de la Tierra. Desde el codo izquierdo levantado y rígido, la voz surgió monótona:
—Jor Jor —dijo.
Después de un momento Orr reconoció su propio nombre en esas dos silabas, y dijo con cierta turbación:
—Sí, soy Orr.
—Por favor, perdone la interrupción. Usted es un humano capaz de iahklu, como se observara anteriormente. Esto perturba el yo.
—Yo no… Creo…
—Nosotros también hemos tenido diferentes perturbaciones. Los conceptos se pierden en la bruma. La percepción es difícil. Los volcanes emiten fuego. Se ofrece ayuda: rechazable. El suero antiofídico no está prescripto para todos. Antes de seguir directivas que llevan a direcciones equivocadas, se pueden convocar fuerzas auxiliares, de la manera Inmediatamente siguiente: ¡Er’ perrehnne!
—Er’ perrehnne —repitió Orr automáticamente, con toda su mente en el esfuerzo de entender lo que el Extraño le estaba diciendo.
—Si se desea. El habla es plata, el silencio es oro. El yo es el Universo. Por favor, perdone interrupción —el Extrañjo, si bien carecía de cuello y de cintura, dio la impresión de inclinarse, y siguió caminando, inmenso y verdoso sobre la multitud de rostros grises. Orr siguió mirándolo hasta que Haber dijo:
—¡George!
—¿Qué? —miró estúpidamente a su alrededor: la habitación, el escritorio, la ventana.
—¿Qué demonios hizo?
—Nada —replicó Orr, Aún estaba sentado en el diván, su cabello poblado de electrodos. Haber había oprimido el botón NO de la Ampliadora y se había acercado frente al diván, mirando primero a Orr y luego a la pantalla del electroencefalógrafo.
Abrió la máquina y controló el registro permanente que estaba adentro, registrado mediante marcadores sobre una cinta de papel.
—Pensé que había leído mal la pantalla —dijo, y se rió de manera peculiar, una versión muy reducida de su habitual risotada—. Extraño material hay en su corteza, y ni siquiera le estaba transmitiendo a la Ampliadora, apenas había comenzado un leve estimulo en la protuberancia, nada específico… ¡Qué es esto!… Cristo, ahí eso debe ser de 150 mv —se volvió de pronto a Orr—. ¿En qué estaba pensando? Reconstrúyalo.
Una renuencia extrema se apoderó de Orr; era una sensación de amenaza, de peligro.
—Pensé… estaba pensando en los Extraños.
—¿Los Aldebaranianos? ¿Qué cosa?
—Sólo pensé en uno que vi en la calle mientras venía hacia acá.
—Y eso le recordó, consciente o inconscientemente, la eutanasia que vio realizar. ¿Correcto? Muy bien. Eso podría explicar este raro asunto aquí en los centros emotivos; la Ampliadora lo recogió y lo aumentó. Usted debe haber sentido que… en su mente ocurría algo especial, inusual.
—No —dijo Orr, sin mentir; no lo había sentido como algo inusual.
—Perfecto. Ahora escuche, en el caso de que mis reacciones le hayan preocupado en ese punto, usted debe saber que he tenido esta Ampliadora conectada a mi propio cerebro varios cientos de veces, y en individuos del laboratorio, unos cuarenta y cinco sujetos diferentes. No le va a hacer daño, como tampoco se lo hizo a ellos. Pero esa lectura fue muy extraña para un sujeto adulto; yo simplemente quería controlar con usted para ver si usted lo sentía subjetivamente. Haber se estaba tranquilizando a sí mismo, no a Orr; pero no importaba. Orr estaba más allá de la seguridad.