Descendió del funicular en el centro, pero en lugar de tomar el trolley empezó a caminar hacia su distrito; siempre le había gustado caminar.
Más allá de Lovejoy Park había un fragmento de una anticua autopista, una ancha rampa, que probablemente databa de las últimas convulsiones frenéticas de la manía de las carreteras en la década de 1970; debía conducir al Marquam Bridge, una vez, pero ahora terminaba abruptamente: en el aire, a nueve metros sobre Front Avenue. No se la había destruido cuando se limpió y reconstruyó la ciudad después de los años de la Plaga, tal vez porque era tan grande, tan inútil, y tan fea como para ser invisible al ojo americano. Allí estaba, y unos pocos arbustos habían echado raíces en ella, mientras que debajo habían surgido varios edificios, como nidos de golondrina en un farallón. En este lugar desaliñado y apartado de la ciudad había aún pequeños negocios, mercados independientes, poco atractivos restaurantes pequeños, luchando por sobrevivir a pesar de las severidades del Racionamiento Equitativo del Producto de Consumo y la abrumadora competencia de los grandes mercados y bocas de expendio del CPM, por los que se canalizaba el 90 por ciento del comercio mundial.
Uno de estos negocios que estaban debajo de la rampa era una tienda de objetos de segunda mano; el cartel, encima de las vidrieras, decía ANTIGÜEDADES, y un letrero mal escrito, con una pintura que se descascaraba sobre los cristales, decía JUNQUE. Había algunas cerámicas hechas a mano y restauradas en una vidriera, y una antigua mecedora con el respaldo cubierto por un chal tejido, apolillado, en la otra vivienda, y dispersos entre esos objetos, toda clase de residuos culturales: una herradura, un reloj de cuerda, algo enigmático procedente de un tambo, un retrato enmarcado del presidente Eisenhower, un globo de cristal ligeramente deteriorado que contenía tres monedas ecuatorianas, una tapa plástica de inodoro decorada con cangrejos y algas, un rosario muy manoseado, y una pila de viejos discos de 45 revoluciones por minuto, con una nota que decía “Bs Cond”, pero que obviamente estaban rayados. El tipo de lugar, pensó Orr, donde la madre de Heather pudo haber trabajado por un tiempo. Arrastrado por el impulso, entró.
Estaba fresco y bastante obscuro adentro. Un soporte de la rampa formaba una pared, una obscura extensión de hormigón, como la pared de una caverna submarina. Desde las sombras, de los muebles pesados, de las decrépitas telas de “pintura de acción”, de las ruecas seudo antiguas que ahora se estaban tornando genuinamente antiguas aunque siguieran siendo inútiles, de esos alcances tenebrosos de las cosas de nadie, emergió una forma inmensa, que parecía flotar lentamente hacia adelante, silenciosa: el propietario era un Extraño.
Levantó su curvo codo izquierdo y dijo:
—Buen día. ¿Desea un objeto?
—Gracias, estaba mirando.
—Por favor, continué esa actividad, —dijo el propietario.
Se retiró un poco hacia las sombras y se quedó inmóvil. Orr miró el juego de la luz sobre unas viejas plumas de pavo real, observó un proyector de cine doméstico de 1950, un juego de sala azul y blanco, un montón de revistas Mad, que estaban a un precio muy alto. Sopesó un sólido martillo de acero y admiró su equilibrio; era una herramienta bien hecha, una buena pieza.
—¿Esto lo ha elegido usted? —le preguntó al dueño, preguntándose qué era lo que preferían los Extraños de todos esos restos de los años opulentos de Norteamérica.
—Todo lo que llega es aceptable —respondió el Extraño.
Un simpático punto de vista.
—¿Querría usted decirme algo? ¿En su idioma, cuál es el significado de la palabra iahklu?
El propietario volvió a adelantarse lentamente, cuidando que la coraza, similar a un caparazón, no rozara los objetos frágiles.
—Incomunicable. El idioma usado para la comunicación con personas-individuos no contiene otras formas de relación. Jor Jor —la mano derecha, una enorme extremidad verdosa parecida a una aleta, se adelantó de manera lenta y tal vez tentativa—. Tiua’k Ennbe Ennbe.
Orr estrechó la mano con el Extranjero. Éste se quedó inmóvil, aparentemente considerándolo, aunque no había ojos visibles en el casco obscuro, lleno de vapor. Si es que eso era un casco. ¿Había, en realidad, alguna forma substancial dentro de ese caparazón verde, esa poderosa armadura? El no lo sabía. Sin embargo, se sentía perfectamente cómodo con Tiua’k Ennbe Ennbe.
—Supongo —dijo, siguiendo otra vez un impulso— que nunca conoció a nadie llamado Lelache.
—Lelache. No. Usted busca a Lelache.
—He perdido a Lelache.
—Se cruzaron en la bruma —observó el Extraño.
—Algo así —replicó Orr.
De la mesa llena de objetos que estaba frente a él, Orr tomó un busto blanco de Franz Schubert, de unos cinco centímetros de altura probablemente el regalo de un maestro de piano a su alumno. Sobre la base, el alumno había escrito “¿Qué, yo preocuparme?”. El rostro de Schubert era benigno e impasible, un pequeño Buda con anteojos.
—¿Cuánto vale esto? —preguntó Orr.
—Cinco centavos nuevos —replicó Tiua’k Ennbe Ennbe.
Orr extrajo una moneda de níquel.
—¿Existe alguna manera de controlar el iahklu, para hacer que funcione como… debe funcionar?
El extraño tomó el níquel y se movió majestuosamente hacia una caja registradora cromada que Orr había supuesto en venta como antigüedad. El extraño registró la venta y permaneció quieto un momento.
—Una golondrina no hace verano —dijo—. Muchas manos hacen liviano al trabajo.
Se detuvo otra vez, aparentemente insatisfecho con ese esfuerzo por tender un puente de comunicación. Permaneció quieto por medio minuto y luego fue a la vidriera y con movimientos precisos, rígidos, cuidadosos, recogió uno de los antiguos discos que se exhibían ahí y se lo alcanzó a Orr. Era un disco de los Beatles: “With a little help from my friends”.
—Regalo —dijo—. ¿Es aceptable?
—Sí, —dijo Orr, y tomó el disco—. Gracias… muchas gracias. Es muy amable de su parte, le quedo agradecido.
—Placer —dijo el Extraño. Aunque la voz producida mecánicamente carecía de tono y la armadura era impasible, Orr estaba seguro de que Tiau’k Ennbe Ennbe sentía placer; él también estaba conmovido.
—Puedo escucharlo con el aparato de mi encargado, él tiene un viejo tocadiscos —dijo—. Muchas gracias —volvieron a estrechar sus manos, y Orr partió.
Después de todo, pensó mientras caminaba hacia Corbett Avenue, no es de sorprender que los Extraños estén de mi parte. En cierto sentido, yo los creé, aunque no tengo idea en cual sentido, por supuesto. Pero por cierto, ellos no estaban hasta que soñé que estaban, hasta que los dejé ser. De modo que hay —hubo siempre— una relación entre nosotros.
Por supuesto (seguían sus pensamientos al tiempo de sus pasos), si eso es cierto, entonces todo el mundo, tal cual es ahora, debería estar de mi parte porque en buena medida lo formé con mis sueños. Bien, después de todo, está de mi parte. Es decir, soy parte de él. Camino sobre el suelo y el suelo recibe mis pasos, respiro el aire y lo cambio; estoy completamente interrelacionado con el mundo.
Solo Haber es diferente, y más diferente con cada sueño. El está contra mí: mi relación con él es negativa. Y ese aspecto del mundo del que es responsable, que me ordenó soñar, de eso me siento ajeno, sin armas para combatirlo…