No es que él sea malo. Tiene razón, uno debería tratar de ayudar a otra gente. Pero esa analogía con el suero antiofídico es falsa. Él hablaba de una persona que encuentra a otra persona en el dolor. Eso es diferente. Tal vez lo que hice en abril, hace cuatro años… se justificaba… (pero sus pensamientos se alejaron, como de costumbre, del lugar incendiado). Se debe ayudar a otra persona, pero no es justo actuar como Dios con las masas. Para ser Dios es preciso saber lo que se hace. Y hacer el bien, creyendo sólo que uno está acertado y los motivos son buenos, no basta. Hay que… estar en contacto. Él no está en contacto. Ningún otro, ninguna otra cosa tampoco, tiene existencia propia para él; ve el mundo sólo como un medio para sus fines. No tiene ninguna importancia si su fin es bueno; todo lo que tenemos son medios… Él no puede aceptar, no puede dejar ser, no puede dejar ir. Es un insano… Podría conseguir que todos, como él, perdamos el contacto, si consigue soñar como yo. ¿Qué puedo hacer?
Llegó a la antigua casa sobre Corbett cuando se planteaba esa pregunta.
Se detuvo en la planta baja para pedirle el anticuado tocadiscos a Mannie Ahrens, el encargado. Esto significaba compartir una tetera. Mannie siempre le preparaba té para Orr, ya que éste nunca fumó y no podía inhalar sin toser. Hablaron de asuntos mundiales por un rato. Mannie odiaba los Espectáculos Deportivos; se quedaba en su casa y miraba los programas educacionales del CPM para niños del Centro Preinfantil, todas las tardes.
—El cachorro de cocodrilo, Dooby Doo, es un bicho encantador —comentó.
Hubo largos silencios en la conversación, reflexiones de los grandes agujeros en el tejido de la mente de Mannie, desgastada por la aplicación de innumerables substancias químicas en el curso de los años. Pero había paz y privacidad en el desordenado departamento, y el té suave de cannabis tuvo un leve efecto relajador sobre Orr. Por último cargó el tocadiscos y lo llevó arriba, y lo enchufó en su desnuda sala de estar. Colocó el disco y sostuvo el brazo del tocadiscos suspendido sobre el disco que giraba. ¿Qué es lo que quería?
No lo sabía. Ayuda, suponía. Bien, lo que llegara sería aceptable, como había dicho Tiua’k Ennbe Ennbe.
Coloco la púa cuidadosamente en el surco y se acostó junto al tocadiscos en el suelo polvoriento.
Do you need anybody?
I get by, with a little help,
El aparato era automático; cuando llegó al último, surco del disco, gruñó suavemente por un momento, emitió un “clic”, y volvió la púa al primer surco.
I get by, with a little help.
With a little help from my friends.
Durante la undécima audición, Orr se durmió profundamente.
Ella se había quedado dormida. Se había dormido sentada en el piso, con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra el piano. La marihuana siempre le daba sueño y la atontaba un poco, también, pero no se podía herir los sentimientos de Mannie y rechazarla, pobre hombre. George estaba tendido sobre el suelo, profundamente dormido, junto al tocadiscos, cuyo brazo avanzaba lentamente sobre “With a little help”. Ella bajó el volumen lentamente, y luego apagó el aparato. George ni se movió; sus labios estaban ligeramente abiertos, los ojos muy cerrados. Qué divertido que los dos se hubieran dormido escuchando la música. Ella se incorporó y fue a la cocina, para ver qué había para comer.
¡Oh, por Dios, hígado de cerdo! Era muy nutritivo, y lo mejor que se podía conseguir con tres bonos de racionamiento. Lo había adquirido ayer en el mercado. Bien, cortado muy delgado y frito con tocino y cebollas… ¡uf! Bueno, ella tenía hambre suficiente como para comer hígado de cerdo, y George no era un hombre exigente. Si era una comida aceptable la comía y la gozaba, y si era un maldito hígado de cerdo, lo comía. Alabado sea el Señor, de quien manan todas las bendiciones, incluidos los hombres de buen carácter.
Mientras arreglaba la mesa de la cocina y ponía a cocinar dos papas y medio repollo, ella se detenía constantemente; se sentía rara, desorientada. Por la maldita marihuana, y por dormirse sobre el piso en cualquier momento, sin duda.
Apareció George, desaliñado y con la camisa sucia de polvo. La miró a ella fijamente. Ella exclamó:
—¡Bien, buen día!
Él estaba parado, mirándola sonriente, una sonrisa ancha y radiante de pura alegría. Ella nunca había recibido un elogio tan grande en toda su vida; estaba avergonzada por esa alegría que había causado.
—Mi querida esposa —dijo él, tomándole las manos.
Las miró, de un lado y de otro, y las apoyó sobre su rostro.
—Deberías ser morena —dijo, y con angustia ella vio que había lágrimas en sus ojos. Por un momento, sólo ese momento, ella tuvo noción de lo que estaba ocurriendo; recordó haber sido morena, y también el silencio de la cabaña, aquella noche, y el sonido del arroyo, y muchas otras cosas, todo era un relámpago. Pero George era una consideración mucho más urgente. Ella lo abrazaba, como él la abrazaba a ella.
—Estás agotado —dijo ella— estás intranquilo, te quedaste dormido en el suelo. Es ese bastardo de Haber. No vuelvas a él, por favor. No me importa lo que él haga, le haremos un juicio, lo apelaremos; aunque te ataque con una orden de Constreñimiento y te recluya en Linnton, te buscaremos un psiquiatra diferente y te sacaremos. No puedes seguir con él, te estás destruyendo.
—Nadie puede destruirme —dijo, y rió un poco, con una risa profunda, casi un sollozo— no mientras tenga una ayudita de mis amigos. Volveré a él; eso no va a durar mucho. No es por mí que estoy preocupado, ya no. Pero no te inquietes… —ellos se confundieron en un apretado abrazo, absolutamente unificados, mientras el hígado y las cebollas se freían ruidosamente en la sartén—. Yo también me quedé dormida —dijo ella—. Me cansé tanto copiando esas malditas cartas del viejo Rutti. Pero es un hermoso disco el que compraste. Me encantaban los Beatles cuando era una niña, pero las estaciones del gobierno ya no pasan sus discos.
—Fue un regalo —dijo George, pero el hígado emitía un chasquido en la sartén y ella debió separarse de él para cuidarlo.
Mientras comían, George la observaba; ella lo miró a él bastante, también. Hacía siete meses que estaban casados. No dijeron nada importante. Lavaron los platos y se fueron a la cama. Hicieron el amor; el amor no se está quieto, ahí, como una piedra, sino que hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el tiempo, hacerlo de nuevo. Después se abrazaron, sosteniendo el amor, dormidos. En su sueño, Heather oyó el rugido de un arroyo, poblado por las voces de niños no nacidos que cantaban.
En su sueño, George vio las profundidades del mar abierto.
Heather era la secretaria de una antigua y ociosa sociedad legal, Ponder y Rutti. El día siguiente, viernes, cuando salió del trabajo a las cuatro y treinta de la tarde, ella no tomó el funicular y el trolley hasta su casa, sino que fue con el funicular hasta Washington Park. Ella le había dicho que iría a buscarlo a IHID, ya que la sesión empezaba a las cinco, y después podrían volver juntos al centro y comer en uno de los restaurantes del CPM en el Paseo Internacional.
—Todo va a ir bien— él le dijo a ella, comprendiendo los motivos que la inquietaban y dándole a entender que nada le ocurriría.
Ella replicó:
—Lo sé. Pero va a ser divertido comer afuera, y he ahorrado algunas estampillas. No hemos intentado la Casa Boliviana todavía.
Heather llegó temprano a la torre IHID y esperó en los enormes escalones de mármol. Él llegó en el coche siguiente; ella lo vio descender con otros a quienes no veía. Un hombre bajo, de buen físico, muy formal, con una expresión amable. Se movía bien aunque se encorvaba un poco, como todos los que trabajan en oficinas. Cuando la vio, sus ojos, que eran claros y luminosos, parecieron brillar más, y sonrió: otra vez esa sonrisa conmovedora de infinita alegría. Ella lo amaba con pasión; si Haber volvía a lastimarlo ella entraría allí y lo haría pedazos. Los sentimientos violentos eran extraños en ella, en general, pero no cuando George estaba en juego. Además, por alguna razón hoy ella se sentía diferente, más atrevida, más fuerte. Había dicho “mierda” en voz alta dos veces en la oficina, asustándolo al viejo señor Rutti. Casi nunca había dicho “mierda” en voz alta antes, y no se había propuesto decirlo en las dos oportunidades, pero lo dijo, como si se tratara de una costumbre muy antigua a la que no se podía substraer…