El vacío del ser de Haber, la pesadilla efectiva, que se irradiaba del cerebro que soñaba, había roto las conexiones. La continuidad que se había mantenido entre los mundos, o las líneas de tiempo de los sueños de Orr, se había quebrado ahora, y el caos se había establecido. Orr tenía pocos recuerdos incoherentes de la existencia en que se hallaba ahora; casi todo lo que sabía procedía de otras memorias, los otros tiempos de sueño.
Otra gente, menos consciente que él, podía estar mejor preparada para este cambio de existencia; pero se sentirían más atemorizadas, al no tener una explicación. Hallarían al mundo radical, insensible, repentinamente cambiado, sin ninguna causa racional posible para el cambio. Habría mucha muerte y terror a continuación del sueño del doctor Haber.
Y pérdida. Y pérdida.
Supo que la había perdido; lo había sabido desde que entrara, con la ayuda de ella, en el vacío que rodeaba al durmiente. Ella se había perdido junto con el mundo de las personas grises y el enorme edificio artificial hacia el que había corrido, dejándole solo en la ruina y la disolución de la pesadilla. Ella había desaparecido.
Orr no trató de buscar ayuda para Haber. No había ayuda posible para Haber. Ni para él. Había hecho todo lo que podía hacer. Siguió caminando por las calles enrarecidas. Por los carteles supo que se hallaba en la parte noreste de Portland, una zona que nunca había conocido demasiado. Las casas eran bajas, y en las esquinas se tenía a veces la vista de una montaña. Vio que la erupción había cesado; en realidad, nunca había empezado. El monte Hood se elevaba, de un color violeta obscuro, en el crepuscular cielo de abril, dormido. El monte dormía.
Soñar, soñar.
Orr caminaba sin meta, siguiendo una calle y luego otra; estaba agotado, y a veces tenía la tentación de tenderse allí, en la calle, y descansar un rato, pero seguía caminando. Se estaba acercando a una zona comercial ahora, se aproximaba al río. La ciudad, mitad destruida y mitad transformada, una jungla confusa de grandiosos planes y recuerdos incompletos, bullía; los fuegos y las insanías corrían de casa en casa. Sin embargo la gente seguía sus negocios como siempre: había dos hombres saqueando una joyería, y más allá se acercaba una mujer que sostenía un bebe de mejillas rojizas que lloraba en sus brazos, caminando decididamente hacia su hogar. Dondequiera que estuviese el hogar.
11
Luz le preguntó a Inexistencia: ¿Su Merced tiene existencia o no la tiene? Luz, al no obtener respuesta…
En algún momento de esa noche, cuando Orr estaba tratando de hallar su camino por entre los caóticos suburbios hacia Corbett Avenue, un Aldebaraniano lo detuvo y lo persuadió para que fuera con él. Orr lo siguió, dócil. Después de un rato le preguntó si era Tiua’k Ennbe Ennbe, pero no preguntó con mucha convicción y no pareció importarle cuando el Extraño le explicó, con gran esfuerzo, que George se llamaba Jor Jor y él E’nememen Asfah.
Lo llevó a su departamento, próximo al río, sobre un taller de reparaciones de bicicletas, y próximo a la Misión Evangélica Esperanza Eterna, que parecía colmada, esa noche. En todo el mundo se les exigía a los diversos dioses, con amabilidad mayor o menor, una explicación de lo que había ocurrido entre las 6:25 y las 7:08 de la tarde. Dulcemente discordante, el “Rock of Ages” se oía abajo mientras ellos subían las obscuras escaleras que llevaban a un departamento del primer piso. Una vez llegados, el Extraño le sugirió a Orr que se acostara en la cama, porque se lo veía cansado. Dormir reconstruye la deshilachada seda de la pena —dijo.
—Dormir, tal vez soñar; ay, ahí está el obstáculo —replicó Orr; había algo en la forma curiosa en que los Extraños se comunicaban, pero estaba demasiado cansado para decidir qué era—. ¿Dónde va a dormir usted? —preguntó, sentándose pesadamente en la cama.
—En ninguna parte —replicó el Extraño, con su voz carente de tono.
Orr se inclinó para desatar sus zapatos. No quería ensuciar la colcha de la cama con sus pies, no sería justo pago de tanta amabilidad. Al agacharse se sintió mareado.
—Estoy cansado —dijo—. Hice muchas cosas hoy. Es decir, hice algo. Lo único que hice en mi vida: oprimir un botón. Fue necesario todo el poder de mi voluntad, la fuerza acumulada de toda mi existencia, para oprimir un maldito botón NO.
—Usted ha vivido bien —dijo el Extraño.
Estaba parado en un rincón, y parecía que se quedaría parado ahí indefinidamente.
No estaba parado ahí, pensó Orr; no de la misma manera en que él se pararía, o se sentaría, o se acostaría o sería. Él estaba parado ahí de la manera en que él, Orr, podría estarlo en un sueño. Estaba allí de la misma manera en que, en un sueño, uno está en algún lado.
Se acostó. Claramente percibía la piedad y la compasión protectora del Extraño, parado en el otro extremo de la obscura habitación. El Extraño lo veía, no con los ojos, como a una extraña criatura de corta vida, carnal, desprotegido, infinitamente vulnerable, a la deriva en los mares de lo posible: algo que necesitaba ayuda. A Orr no le molestaba; realmente necesitaba ayuda. El agotamiento lo dominó, lo arrastró como una corriente del mar en la que se estuviera hundiendo lentamente.
—Er’ perrehnne —murmuró, entregándose al sueño.
—Er’ perrehne, —replicó E’nememen Asfah, en un susurro.
Orr se durmió y soñó. Sin tropiezos. Sus sueños, como olas del mar profundo lejos de la costa, iban y venían, se elevaban y se hundían, profundas e inofensivas, sin chocar contra nada, sin cambiar nada. Danzaron su danza entre todas las otras olas en el mar del ser. En su sueño las grandes tortugas marinas verdes buscaron, nadando con pesada e infinita gracia por las profundidades, en su elemento.
A principios de junio los árboles tenían abundantes hojas y las rosas florecían. En toda la ciudad las enormes flores, llamadas rosa de Portland, florecían rosadas en los tallos espinosos. Las cosas se habían restablecido bastante bien. La economía se estaba recuperando. Las personas cuidaban sus jardines.
Orr estaba en el Hospicio Federal, en Linnton, al norte de Portland. Los edificios, construidos en la década de 1990, estaban situados sobre una gran zona escarpada frente a los prados, fértiles por las crecidas del Willamette, y la elegancia gótica del puente St. Johns. Habían estado superpoblados en abril y mayo, por la plaga de perturbaciones mentales que siguió a los sucesos de la tarde que se recordaba ahora como “La Crisis”; pero eso se había superado, y el instituto había vuelto a su rutina de pacientes excesivos y personal escaso.
Un asistente alto, que hablaba en voz baja, lo llevó arriba a Orr, a los cuartos de una sola cama, en el ala norte. La puerta que llevaba a esa ala y las puertas de todos los cuartos eran pesadas, con un atisbadero a un metro cincuenta del suelo, y estaban cerradas con llave.
—No es que sea peligroso —dijo el asistente mientras abría la puerta del corredor—. Nunca ha sido violento. Pero tiene ese mal efecto sobre los otros. Lo ubicamos en dos guardias pero no hubo caso. Los otros estaban asustados de él, nunca vi nada igual. En general, se influyen unos a otros y tienen terrores pánicos y pasan noches malas, pero no así. Le tenían miedo a él. Por las noches golpeaban las puertas para poder escapar de él. Y él no hacía más que estar acostado. Bueno, aquí se ve de todo. A él no le importa dónde está, supongo. Aquí es —abrió la puerta y precedió a Orr en el cuarto—. Visitas, doctor Haber —dijo.
Haber estaba delgado. El pijama azul y blanco se veía grande sobre su cuerpo. Su cabello y su barba estaban más cortos, pero limpios y bien arreglados. Se sentó en la cama y miró el vacío.