—Doctor Haber —dijo Orr, pero su voz flaqueó; sintió suma piedad, y temor. Sabía qué era lo que miraba Haber. El mismo lo había visto. Estaba mirando al mundo posterior a abril de 1998. Miraba al mundo tal como lo había malentendido la mente: el sueño malo.
Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no puede soportar demasiada realidad; pero el pájaro está equivocado. Un hombre puede soportar todo el peso del Universo por ochenta años. Es la irrealidad lo que no puede soportar.
Haber estaba perdido; había perdido todo contacto con la realidad.
Orr hizo otro intento por hablar, pero no encontró palabras. Fue retrocediendo hacia la puerta y salió, acompañado por el asistente, que cerró la puerta con llave.
—No puedo —dijo Orr—. No hay forma.
—No hay forma —dijo el asistente.
Mientras marchaba por el corredor, el asistente agregó en su voz suave: El doctor Walters me dijo que él era un científico prometedor.
Orr regresó al centro de Portland en barco. El transporte estaba bastante desbarajustado aún; unidades, restos y comienzos de casi seis diferentes sistemas de transporte públicos se agrupaban en la ciudad. Reed College tenía una estación de subterráneo, pero no tenía trenes; el funicular a Washington Park terminaba en la entrada de un túnel que se extendía hasta la mitad del Willamette y ahí se detenía, Entre tanto, un individuo emprendedor había reacondicionado un par de barcos pequeños y brindaba paseos por el Willamette y el Columbia, además de utilizarlos como ferries con recorridos regulares entre Linnton Vancouver Portland y Oregon. Resultaba un viaje placentero.
Orr se había tomado su larga hora de almuerzo para visitar el hospicio. Su empleador, el Extraño E’nememen Asfah, era indiferente a las horas trabajadas; se interesaba sólo por el trabajo realizado. No importaba cuándo se lo hacía. Orr realizaba buena parte del suyo en la mente, acostado semidormido por una hora antes de levantarse, cada mañana. Eran las tres de la tarde cuando volvió a La Cocina y se sentó frente a su mesa de dibujo, en el taller. Asfah estaba en la sala de ventas, esperando a los clientes. Tenía un personal de tres diseñadores, y contratos con varios fabricantes que producían equipos para cocina de toda clase, piletas, utensilios para cocinar, implementos, herramientas. La industria y la distribución habían quedado en una desastrosa confusión después de la Crisis; el gobierno nacional e internacional había estado tan perturbado por semanas que se había impuesto un estado de indiferencia, y las pequeñas firmas privadas que pudieron continuar sus actividades, o iniciarlas, durante ese período, estaban en muy buena posición. En Oregon una cantidad de esas firmas, todas las cuales producían distintas mercaderías, estaban a cargo de aldebaranianos; éstos eran buenos directores y extraordinarios vendedores, aunque debían emplear seres humanos para las tareas manuales. El gobierno los apreciaba porque aceptaban de buen grado las restricciones y los controles; la economía mundial se iba recuperando gradualmente. La gente volvía a hablar del producto bruto nacional, y el presidente Merdle había vaticinado la vuelta a la normalidad para Navidad.
Asfah vendía al por menor y al por mayor, y La Cocina era popular por su sólida mercadería y sus buenos precios. Desde la Crisis, las amas de casa venían en números crecientes para reequipar las inesperadas cocinas en las que se encontraron cocinando esa noche de abril. Orr estaba observando unas muestras de madera cuando oyó que alguien decía:
—Quiero un batidor de huevos —y como la voz le recordó la de su mujer, se incorporó y miró hacia la sala de ventas. Asfah le estaba mostrando algo a una mujer morena de estatura mediana, de unos treinta años, con cabellos cortos y alambrinos sobre una cabeza bien formada.
—Heather —dijo, acercándose.
Ella se volvió. Lo observó por lo que pareció un momento largo.
—Orr —dijo—. George Orr, ¿verdad? ¿Cuándo nos conocimos?
—En… —él dudó—. ¿No es usted abogada?
E’nememen Asfah se veía inmenso en su coraza verde, sosteniendo un batidor de huevos.
—No. Secretaria legal. Trabajo para Rutti y Goodhue, en el Edificio Pendleton.
—Allí debe ser. Estuve una vez. ¿Le… le gusta esto? —tomó otro batidor del estante y se lo mostró—. Lo diseñé yo. Tiene un buen equilibrio, y trabaja muy bien. En general se hacen las partes muy tiesas, o muy pesadas, salvo en Francia.
—Este me gusta —dijo ella—. Tengo una vieja mezcladora eléctrica, pero quería colgar ése de la pared. ¿Usted trabaja acá? Antes no, ahora lo recuerdo. Usted trabajaba en una oficina de Stark Street, y se trataba con un médico en Terapia Voluntaria.
El no tenía idea de qué, o cuánto, ella recordaba, ni de cómo hacerlo encajar con sus propias memorias múltiples. Su mujer había sido, por supuesto, de piel gris. Aún había gente de piel gris, se decía, en especial en el Medio Oeste y en Alemania, pero el resto había vuelto a tener piel blanca, morena, negra, roja, amarilla, y mezclas. Su esposa había sido una persona gris, y mucho más gentil que esta mujer. Esta Heather llevaba una gran cartera negra con un broche de bronce, y probablemente una botella de brandy dentro de ella; parecía muy dura. Su mujer no había sido agresiva y, aunque valiente, tenía maneras tímidas. Esta no era su mujer, sino una mujer más impetuosa, activa y difícil.
—Exacto —dijo él—. Antes de la Crisis. Nosotros teníamos. Realmente, señorita Lelache, teníamos una cita para almorzar. En Dave’s, en Ankeny. No la cumplimos.
—No soy la señorita Lelache, ése es mi nombre de soltera. Soy la señora Andrews.
Ella lo miró con curiosidad. Él enfrentaba y soportaba la realidad.
—Mi esposo murió en la guerra del Cercano Oriente —agregó.
—Sí —dijo Orr.
—¿Usted diseña todas estas cosas?
—La mayoría de las herramientas. Y los utensilios de cocina. Mire, ¿le gusta esto? —él tomó una tetera con fondo de cobre, maciza pero elegante, con un extraño diseño.
—¿A quién no? —exclamó ella, tendiendo sus manos; él se la alcanzó, y ella la sostuvo y la admiró—. Me gustan las cosas —comentó; él afirmó con la cabeza—. Usted es un verdadero artista. Es hermosa —el señor Orr es experto en cosas tangibles —acotó el propietario, en voz sin tono, hablando desde el codo izquierdo—. Escuche, yo recuerdo… —dijo Heather de pronto—. Por supuesto, fue antes de la Crisis, por eso todo está tan mezclado en mi mente. Usted soñaba, quiero decir, y usted creía que soñaba cosas que se convertían en realidad, ¿verdad? Y el médico le insistía para que siguiera soñando y usted se oponía, de modo que buscaba el modo de zafarse de la Terapia Voluntaria con él sin que lo castigaran con Terapia Obligatoria. Sí, lo recuerdo. ¿Consiguió que lo pasaran a otro analista?
—No. No los necesito más —dijo Orr, y rió.
También ella rió.
—¿Qué hizo con sus sueños?
—Oh… seguí soñando.
—Yo creía que usted podía cambiar el mundo. ¿Es éste el mejor que pudo hacer para nosotros, esta confusión?
—Tiene que serlo —replicó él.
El mismo habría preferido un mundo más tranquilo, pero nada podía hacer. Y por lo menos ella estaba en ese mundo. Él la había buscado de todas las maneras posibles, no la había encontrado, y se había dedicado a su trabajo como consuelo; no le daba demasiado, pero era el trabajo que él podía hacer, y Orr era un hombre paciente. Pero ahora su triste y silencioso penar por su mujer perdida debía terminar porque allí estaba ella, la extraña impetuosa, recalcitrante, frágil, a la que siempre habría que reconquistar.
Él la conocía, conocía a esa extraña, sabía cómo hacerla hablar y cómo hacerla reír. Dijo, por último: