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Al que el cielo ayuda se le llama hijo del Cielo. Los que se aplican a aprender quieren aprender lo que no se puede aprender. Los que se empeñan en hacer cosas, pretenden hacer lo que no es factible. Los que se ponen a inquirir o distinguir quieren inquirir o distinguir lo que no es posible inquirir o distinguir. Lo más alto y perfecto es detenerse allí donde ya no es posible saber más. Al que no se conduce así, la rueda del Cielo le desbaratará.
George Orr salió de su trabajo a las 3.30 y caminó hacia la estación del subterráneo; no tenía auto. Con el ahorro pudo haber tenido un VW Steamer, y también habría podido afrontar los impuestos correspondientes, ¿pero para qué? El centro estaba cerrado a los automóviles, y él vivía en el centro. Allá por la década de 1980 había aprendido a conducir, pero nunca había tenido un coche propio. Tomó el subterráneo de Vancouver en dirección a Portland. Los trenes ya estaban repletos; Orr estaba parado en un lugar donde no podía alcanzar ningún agarradero, soportado únicamente por la presión compensadora de los cuerpos en todos los lados, ocasionalmente levantado en vilo y transportado cuando la fuerza del apiñamiento (c) excedía la fuerza de la gravedad (g). Un hombre que estaba junto a él no había conseguido bajar los brazos y estaba parado con el rostro hundido en la sección deportiva del periódico. El titular “GRAN GOLPE A-1 CERCA DE LA FRONTERA AFGANA”, y el subtítulo, “Amenaza de intervención afgana”, miraron cara a cara a Orr por seis paradas. El portador del diario consiguió salir del tren y fue reemplazado por un par de tomates sobre una bandeja de plástico verde, debajo de la cual estaba una anciana con un abrigo de plástico verde, quien se paró sobre el pie izquierdo de Orr por tres paradas más. Con gran esfuerzo pudo descender en la parada East Broadway, y con dificultad caminó cuatro cuadras entre la multitud que salía de los trabajos hasta Willamette East Tower, un enorme obelisco de hormigón y cristal, ostentoso, que poseía la obstinación de los vegetales por competir con la jungla de altos edificios que lo rodeaban para conseguir luz y aire. Muy poco aire y luz llegaba al nivel de la calle; el poco aire que había estado caldeado y embebido en una fina lluvia. La lluvia era una antigua tradición de Portland, pero el calor —22 °C el segundo día de marzo— era moderno, el resultado de la contaminación del aire. Los efluvios urbanos e industriales no habían sido controlados con rapidez suficiente como para anular las tendencias acumulativas que ya se advertían a mediados del siglo XX; llevaría varios siglos eliminar el CO2 del aire, si es que se lo podía eliminar. New York iba a ser una de las mayores victimas del Efecto Invernadero, ya que el hielo polar seguía derritiéndose y el mar aumentaba su nivel; en realidad, todo Boswash estaba en peligro. Había algunas compensaciones. La bahía de San Francisco estaba en crecida, y terminaría por cubrir los cientos de kilómetros cuadrados de relleno y de basura que habían vaciado en ella desde 1848. En cuanto a Portland, con ciento treinta kilómetros y la Cadena de la Costa entre su territorio y el mar, no estaba amenazada por la crecida de las aguas: sólo por el agua de las lluvias.
Siempre había llovido en Oregon del oeste, pero ahora llovía en forma continuada, una lluvia firme, cálida. Era como vivir en un mar de sopa tibia.
Las nuevas ciudades —Umatilla, John Day, French Glen— estaban al este de las Cascadas, en lo que había sido desierto treinta años antes. Allí el calor era insoportable en verano, pero sólo llovía 1125 mm por año, comparados con los 2850 mm de Portland. Se facilitaba la agricultura intensiva: el desierto florecía. French Glen tenía ahora una población de 7 millones. Portland, con sólo 3 millones y ningún potencial de crecimiento, había quedado muy atrás en la Marcha del Progreso. Para Portland, eso no era nada nuevo. Además, ¿qué diferencia hacía? La desnutrición, la superpoblación, y la penetrante suciedad del ambiente eran la norma. Había más escorbuto, tifus y hepatitis en las ciudades antiguas; más violencia organizada, crímenes y asesinatos en las ciudades nuevas. Las ratas dominaban en las anticuas y la Mafia en las nuevas. George Orr permanecía en Portland porque siempre había vivido ahí y porque no tenía razones para creer que la vida en otra parte sería mejor, o diferente.
La señorita Crouch, con una sonrisa indiferente, lo hizo pasar en seguida. Orr había pensado que los consultorios de los psiquiatras, como las cuevas de los conejos, siempre tenían una puerta al frente y otra detrás. Este consultorio no las tenía, pero dudaba que aquí los pacientes pudieran encontrarse unos con otros al entrar y salir. En la Escuela de Medicina le habían dicho que el doctor Haber tenía sólo una pequeña cantidad de pacientes, ya que en esencia era un investigador. Eso le había dado a Orr la idea de un profesional exitoso y exclusivo, y el modo jovial y autoritario del médico se lo había confirmado. Pero hoy, menos nervioso, veía más. El consultorio no presentaba las señales de éxito económico, como tampoco las del desinterés científico. Las sillas y el diván eran de vinílico, el escritorio era de metal con un revestimiento plástico que simulaba ser madera. Ninguna otra cosa era genuina. El doctor Haber, con sus dientes blancos y su pelo rojizo, inmenso, exclamó:
—¡Buenas tardes!
Esa afabilidad no era fingida, pero sí exagerada. En él había una calidez, una exuberancia que eran reales, pero se habían recubierto con amaneramientos profesionales, se habían distorsionado por el uso nada espontáneo que el médico hacía de sí mismo. Orr sentía en él el deseo de ser querido y la necesidad de ser útil; el doctor no estaba realmente seguro de que los demás existieran, pensó Orr, y deseaba demostrar la existencia de otros mediante su ayuda. Había exclamado “¡Buenas tardes!” tan fuerte porque nunca estaba seguro de recibir una respuesta. Orr sintió deseos de decir algo amistoso, pero nada personal le pareció adecuado; dijo:
—Parece ser que Afganistán podría entrar en la guerra.
—Mm…, eso se comenta desde agosto último —Orr debió suponer que el médico estaría mejor informado acerca de los problemas mundiales que él mismo; en general, él estaba informado a medias y con un atraso de tres semanas—. No creo que eso sea un problema para los Aliados —siguió Haber—, a menos que lleve a Paquistán al lado de los iranios. La India deberá enviar algo más que un apoyo simbólico a los isragipcios —ese término de la jerga de la televisión correspondía a la alianza entre la Nueva República Árabe e Israel —creo que el discurso de Gupta en Delhi indica que se está preparando para esa eventualidad.
—Sigue extendiéndose —dijo Orr; se sentía fuera de lugar y abatido—. La guerra, quiero decir.
—¿Le preocupa?
—¿A usted no?
—No viene al caso —dijo el doctor, sonriendo con su sonrisa amplia, pilosa, osuna, como un gran dios oso; pero seguía cauto, como ayer.
—Sí, me preocupa —pero Haber no se había ganado esa respuesta; el que formula una pregunta no se puede retirar de la pregunta, asumiendo una actitud objetiva, como si las respuestas fueran un objeto. Orr no verbalizó esos pensamientos, por supuesto; estaba en manos de un médico, y con seguridad éste sabría lo que estaba haciendo.
Orr tenía la tendencia a suponer que la gente sabía qué estaba haciendo, tal vez porque suponía que, en general, él no lo sabía.
—¿Durmió bien? —preguntó Haber, sentándose baja la pata izquierda trasera de Tammany Hall.
—Muy bien, gracias.
—¿Como está de ánimo para otra visita al Palacio de los Sueños? —lo observaba con mucha atención.
—Muy bien, para eso he venido, supongo.