Vio que Haber se incorporaba y daba la vuelta al escritorio; vio que la mano grande se acercaba a su cuello, y luego nada más.
—…George…
Su nombre. ¿Quién lo llamaba? No conocía esa voz. Tierra seca, aire seco, el estruendo de una voz extraña en su oído. Luz de día, y ninguna dirección. Ningún camino de regreso. Se despertó.
El cuarto semi familiar; el hombre grande, semi familiar, con su boca grande, su barba rojiza, su sonrisa blanca y sus ojos obscuros y opacos.
—Pareció un sueño corto pero animado, en el electroencefalógrafo —dijo la voz profunda—. Adelante cuanto antes lo recuerde, más completo será.
Orr se sentó; se sentía bastante aturdido. Estaba en el diván: ¿cómo había llegado a él?
—Veamos. No fue gran cosa. Otra voz el caballo. ¿Me dijo que soñara con el caballo otra vez, cuando me hipnotizó?
Haber sacudió la cabeza, sin indicar ni que sí ni que no, y escuchaba.
—Bien, esto era un establo. Este cuarto. Paja, un pesebre y una horquilla en un rincón, y cosas por el estilo. El caballo estaba allí. Él…
El silencio expectante de Haber no permitía ninguna evasión.
—El caballo hizo una tremenda montaña de bosta, marrón, humeante. Parecía una especie de monte Hood, con esa pequeña saliente en el lado norte y todo… Estaba sobre la alfombra, casi a mi lado, y me dije, “No es más que la foto de la montaña”. Supongo que entonces empecé a despertarme.
Orr levantó el rostro, mirando detrás del doctor Haber, a la fotografía mural del monte Hood.
Era un cuadro apacible, en tonos bastante elaborados: el cielo gris, la montaña de un marrón suave o rojizo, con manchas blancas cerca de la cumbre, y en primer plano copas de árboles obscuras e informes.
El médico no estaba mirando el mural. Observaba a Orr con esos ojos opacos de aguda mirada. Rió cuando Orr hubo terminado, con una risa breve y no muy alta, pero tal vez un tanto excitada.
—¡Estamos llegando a algo, George!
—¿A qué?
Orr se sintió desaliñadlo y estúpido, sentado en el diván, aún aturdido por el sueño, después de haber estado durmiendo allí, probablemente con la boca abierta y roncando, indefenso, mientras Haber observaba los secretos saltos y cabriolas de su cerebro y le ordenaba qué debía soñar. Se sentía expuesto, usado. ¿Y con qué objetivo?
Era evidente que el médico no tenía ningún recuerdo del mural del caballo, ni de la conversación que habían tenido acerca del mural; estaba por completo en este nuevo presente, y todos sus recuerdos llevaban a él. De modo que no podía hacer nada. Pero daba grandes pasos de un lugar al otro del consultorio ahora, hablando en tono más alto que lo habitual.
—¡Bien! (a) puede soñar según la orden recibida, sigue las sugerencias de la hipnosis; (b) responde espléndidamente a la Ampliadora. Entonces podemos trabajar juntos, de manera rápida y eficiente, sin narcosis. Prefiero trabajar sin drogas. Lo que el cerebro hace por sí mismo es infinitamente más complejo y fascinante que toda respuesta que pueda dar a la estimulación química; es por eso que desarrollé la Ampliadora, para proporcionarle al cerebro un medio para la autoestimulación. Los recursos creativos y terapéuticos del cerebro, sea cuando duerme, o sueña, o está en vela, son prácticamente infinitos; sólo es necesario que encontremos las llaves para todas las cerraduras. ¡Ni soñamos con el poder de los sueños! —rió con su gran carcajada, muchas veces había hecho ese juego de palabras; Orr sonrió, incómodo: el médico había golpeado en el punto débil—. Estoy seguro ahora de que su terapia está en esa dirección: usar sus sueños, no evitarlos. Enfrentar su temor y, con mi ayuda, mirar a través. Usted está asustado de su propia mente, George. Ese es un temor que nadie puede soportar; pero usted no tendrá que soportarlo. No ha considerado la ayuda que su propia mente puede darle, las formas en que puede usarla, emplearla creativamente. Todo lo que debe hacer es no eludir sus propios poderes mentales, no suprimirlos, sino liberarlos. Esto lo podemos hacer juntos. ¿No le parece que es lo correcto, lo acertado?
—No sé —respondió Orr.
Cuando Haber habló de usar, de emplear sus poderes mentales, por un momento él había pensado que el médico se refería a su poder para cambiar la realidad mediante los sueños; pero, seguramente, de haber querido significar eso, lo habría dicho con mayor claridad. Sabiendo que Orr necesitaba confirmación en modo desesperado, no se la habría rehusado así, sin ninguna causa.
El corazón de Orr se encogió. El uso de píldoras sedantes y estimulantes lo había puesto en un estado de desequilibrio emocional; él lo sabía y por ello trataba de combatir y controlar sus sentimientos. Sin embargo, su decepción escapaba a todo control posible. Ahora comprendía que se había permitido albergar una pequeña esperanza. Se había sentido seguro, ayer, de que el médico tenía conciencia del cambio de la montaña a un caballo. No le había sorprendido ni alarmado que Haber tratara de ocultar, en el primer momento del shock, su reconocimiento del cambio; sin duda, no se habría sentido capaz de admitirlo ni siquiera a sí mismo. Le había llevado bastante tiempo a Orr mismo enfrentar el hecho de que podía hacer algo imposible. Sin embargo, se había permitido esperar que Haber, al conocer el sueño y al estar presente en el momento en que se producía, pudiera ver el cambio, pudiera recordarlo y confirmarlo.
No había caso; ninguna salida posible. Orr estaba donde había estado por meses, solo, sabiendo que era un insano y sabiendo que no era un insano, simultánea e intensamente. Era suficiente para volverlo loco.
—¿Sería posible —dijo tímidamente— que me dé una sugerencia posthipnótica para que no tenga sueños efectivos? Como puede sugerir que los tenga… De esa manera podría dejar las drogas, al menos por un tiempo.
Haber se ubicó detrás de su escritorio, encorvado como un oso.
—Dudo mucho que sirva, aun para una sola noche —dijo en tono calmo; luego, repentinamente excitado—: ¿No es esa la misma dirección inútil que ha estado tratando de seguir, George? Drogas o hipnosis, sigue siendo supresión. No puede escapar de su propia mente; lo ve, pero no está dispuesto a encararlo aún. Mire esto: dos veces ha soñado aquí, en ese diván. ¿Fue tan terrible? ¿Hizo algún daño?
Orr sacudió la cabeza, demasiado deprimido para contestar.
Haber siguió hablando, y Orr trató de prestarle atención. Hablaba ahora de las ensoñaciones, sobre su relación con los ciclos de una hora y media de la noche, sobre sus utilidades y su valor. Le preguntó a Orr si tenía preferencia por algún tipo de ensoñación.
—Por ejemplo, con frecuencia tengo ensoñaciones del tipo heroico. Yo soy el héroe: estoy salvando a una muchacha, o a un compañero astronauta, o a todo el maldito planeta. Sueños mesiánicos, sueños de benefactor. ¡Haber salva al mundo! Son muy divertidos, mientras los mantengo en el lugar que les corresponde. Todos necesitamos ese estallido del yo que derivamos de las ensoñaciones, pero cuando empezamos a confiar en ellas, entonces nuestros parámetros de la realidad se están aflojando… Está, también, el tipo de ensoñación de la isla del Mar del Sur; muchos ejecutivos las prefieren. Y el tipo del noble mártir que sufre, y las diversas fantasías románticas de la adolescencia, y la ensoñación sadomasoquista, etcétera. La mayoría de las personas conocen casi todos los tipos. Casi todos hemos estado en la arena, al menos una vez, enfrentando a los leones, o hemos arrojado una bomba para destruir a nuestros enemigos, o rescatamos a la virgen neumática de la nave que se hunde, o escribimos la Décima Sinfonía de Beethoven por él. ¿Qué estilo prefiere usted?
—Oh… la huida —dijo Orr; debía hacer un esfuerzo y contestarle a este hombre, que estaba tratando de ayudarlo—. Irme, escapar.
—¿Huir del trabajo, del yugo diario?