Florinda era igual; tenía un sinfín de historias. Pero sus historias trataban de la gente. Eran como una forma elevada de chismorreo, un tipo de chismorreo que, debido a la impersonalidad de Florinda, alcanzaba niveles inconcebibles de eficacia y diversión.
– Quiero que examines a un hombre que guarda un tremendo parecido contigo -me dijo un día-. Quiero que lo recapitules como si lo hubieras conocido toda tu vida. Ese hombre desempeñó un papel trascendental en la formación de nuestro linaje. Su nombre era Elías, el nagual Elías. Yo lo llamo «el nagual que perdió el paraíso».
»Cuenta la historia que el nagual Elías fue adoptado por un sacerdote jesuita, que le enseñó a leer, a escribir y a tocar el clavicordio. También le enseñó latín. El nagual Elías podía leer las Sagradas Escrituras en latín con la misma soltura que cualquier erudito. Estaba destinado a ser sacerdote, pero era indio, y en aquellos tiempos los indios no tenían cabida en la jerarquía eclesiástica. Eran demasiado siniestros, demasiado oscuros, demasiado indios. Los sacerdotes provenían de las clases sociales más elevadas; eran descendientes de españoles, con piel blanca y ojos azules; eran apuestos y presentables. En comparación, el nagual Elías era un oso; pero luchó largamente, alentado por la promesa de su mentor de qué Dios velaría porque fuera aceptado en el sacerdocio.
»Siendo sacristán de la iglesia donde su mentor oficiaba de párroco, un día entró en ella una auténtica bruja. Su nombre era Amalia. Dicen que era muy estrafalaria. Sea como fuere, el caso es que terminó seduciendo al pobre sacristán, que se enamoró tan profunda y desesperadamente de Amalia que acabó en la cabaña de un hombre nagual. Con el tiempo, se convirtió en el nagual Elías, un personaje digno de tener en cuenta, culto, instruido. El puesto de nagual parecía haber sido hecho a su medida. Le permitía el anonimato y la efectividad que se le habían negado en el mundo.
»Era un ensoñador, y tan bueno que llegaba en estado incorpóreo hasta los lugares más recónditos del universo. A veces, incluso regresaba con objetos que habían atraído su mirada por las líneas de su diseño, objetos que resultaban incomprensibles. Él los llamaba «inventos». Tenía toda una colección de ellos.
»Quiero que enfoques tu atención de recapitulación en aquellos "inventos" -me ordenó Florinda-. Quiero que acabes oliéndolos, sintiéndolos con tus manos, a pesar de que no los has visto nunca excepto a través de lo que te estoy contando ahora. Enfocarse de este modo implica establecer un punto de referencia, como en una ecuación algebraica en la que se calcula algo jugando con un tercer elemento. Utilizando a otra persona como punto de corroboración, serás capaz de ver al nagual Juan Matus con infinita claridad.
El texto del libro El don del Águila constituye una profunda revisión de lo que don Juan me hizo mientras estuvo en el mundo. Las visiones que tuve de don Juan gracias a mis nuevas habilidades de recapitulación -la utilización del nagual Elías como punto de corroboración- fueron infinitamente más intensas que cualquiera de las que tuve de él mientras estuvo vivo. Las visiones de la recapitulación carecían de la calidez de lo vivo, pero tenían en cambio la precisión y la exactitud de los objetos inanimados que uno puede examinar a placer.
Citas de El fuego interno
Uno no está completo sin tristeza ni añoranza, pues sin ellas no hay sobriedad, no hay gentileza. La sabiduría sin gentileza y el conocimiento sin sobriedad son inútiles.
El mayor enemigo del hombre es la importancia personal. Lo que lo debilita es sentirse ofendido por lo que hacen o dejan de hacer sus semejantes. La importancia personal requiere que uno pase la mayor parte de su vida ofendido por algo o alguien.
Para seguir el camino del conocimiento, uno tiene que ser muy imaginativo. En el camino del conocimiento nada es tan claro como nos gustaría que fuera.
Si los videntes son capaces de mantenerse firmes al enfrentarse con los pinches tiranos, pueden ciertamente encarar lo desconocido impunemente, y entonces incluso pueden soportar la presencia de lo que no se puede conocer.
Es natural pensar que un guerrero capaz de mantenerse firme ante el rostro de lo desconocido podrá, ciertamente, encarar impunemente a los pinches tiranos. Pero eso no es necesariamente así. Lo que destruyó a los magníficos guerreros de la antigüedad fue confiar en esa suposición. Nada puede templar mejor el espíritu de un guerrero que el desafío de tratar con personas imposibles que ocupan puestos de poder. Sólo en tales circunstancias pueden los guerreros adquirir la sobriedad y la serenidad necesarias para soportar la presión de lo que no se puede conocer.
Lo desconocido es algo que está velado para el hombre, amparado quizá en un contexto aterrador; pero aun así está al alcance del hombre. En cierto momento, lo desconocido se convierte en conocido. Lo que no se puede conocer, en cambio, es lo indescriptible, lo impensable, lo inconcebible. Es algo que jamás conoceremos y que sin embargo está ahí, deslumbrante y a la vez horroroso en su vastedad.
Percibimos. Éste es un hecho firme. Pero no es un hecho de la misma clase que lo que percibimos, porque aprendemos qué percibir.
Los guerreros afirman que el hecho de creer que hay un mundo de objetos ahí fuera se debe únicamente a nuestra conciencia. Pero lo que hay realmente ahí fuera son las emanaciones del Águila, fluidas, siempre en movimiento y, sin embargo, inmutables, eternas.
La falla más profunda de los guerreros inmaduros es que tienden a olvidar la maravilla de lo que ven. Les abruma el hecho de ver y creen que lo que cuenta es su talento. Un guerrero maduro debe ser un dechado de disciplina con el fin de superar la casi invencible laxitud de nuestra condición humana. Más importante aún que ver es lo que los guerreros hacen con lo que ven.
Una de las mayores fuerzas en las vidas de los guerreros es el miedo, porque los incita a aprender.
Lo cierto, para un vidente, es que todos los seres vivos luchan por morir. Lo que detiene a la muerte es la conciencia.
Lo desconocido está siempre presente, pero queda fuera de las posibilidades de nuestra conciencia ordinaria. Lo desconocido es la parte sobrante del hombre corriente. Y es sobrante porque el hombre corriente no dispone de suficiente energía libre para asirla.
La mayor falla de los seres humanos es mantenerse adheridos al inventario de la razón. La razón no trata al hombre como energía. La razón trata con instrumentos que crean energía, pero jamás se le ha ocurrido seriamente a la razón que somos mejores aún que los instrumentos: somos organismos que crean energía. Somos burbujas de energía.
Los guerreros que alcanzan deliberadamente la conciencia total son algo digno de contemplar. Ése es el momento en que arden desde adentro. El fuego interno los consume. Y en plena conciencia, se funden con el conjunto de las emanaciones del Águila y se deslizan a la eternidad.
Una vez que se logra el silencio interno, todo es posible. El modo de terminar con nuestro diálogo interno es utilizar exactamente el mismo método mediante el cual nos enseñaron a hablar con nosotros mismos: fuimos enseñados compulsiva y sostenidamente, y así es como debemos detenerlo: compulsiva y sostenidamente.
La impecabilidad comienza con un solo acto, que tiene que ser premeditado, preciso y sostenido. Si este acto se repite durante el tiempo suficiente, uno adquiere un sentido de intento inflexible que puede aplicarse a cualquier cosa. Si esto se logra, el camino queda despejado. Así, una cosa lleva a la otra hasta que al fin el guerrero desarrolla todo su potencial.