Otra estupenda unidad de aquel extraño sistema cognitivo residía en la comprensión que tenían los chamanes acerca de los conceptos de tiempo y espacio, y el modo en que los utilizaban. Para ellos, el tiempo y el espacio no eran los mismos fenómenos que forman parte de nuestras vidas en virtud de constituir parte integral de nuestro sistema cognitivo normal. Para el hombre corriente, la definición clásica de tiempo es «un continuo no espacial en el que los eventos se producen en una sucesión aparentemente irreversible que va desde el pasado hacia el futuro a través del presente». Y el espacio se define como «la extensión infinita del campo tridimensional, dentro del cual existen las estrellas y las galaxias: el universo».
Para los chamanes del México antiguo, el tiempo era algo así como un pensamiento; un pensamiento pensado por algo de tal magnitud que rebasaba toda comprensión. Su razonamiento lógico era que el hombre, siendo parte de ese pensamiento pensado por fuerzas inconcebibles para su mente, todavía retenía un pequeño porcentaje de dicho pensamiento; un porcentaje que podía ser redimido bajo determinadas circunstancias de extraordinaria disciplina.
El espacio era, para aquellos chamanes, un ámbito abstracto de actividad. Lo llamaban el infinito y se referían a él como la suma total de los esfuerzos de todas las criaturas vivas. El espacio era, para ellos, más accesible, algo casi práctico. Era como si tuvieran un mayor porcentaje en la formulación abstracta del espacio. Según las versiones aportadas por don Juan, los chamanes del México antiguo nunca contemplaron el tiempo y el espacio como oscuras abstracciones tal como lo hacemos nosotros. Para ellos, tanto el tiempo como el espacio, si bien incomprensibles en sus formulaciones, formaban parte integral del hombre.
Aquellos chamanes poseían otra unidad cognitiva, llamada la rueda del tiempo. Su manera de explicar la rueda del tiempo era decir que el tiempo era como un túnel de longitud y anchura infinitas, un túnel con surcos reflectantes. Cada uno de los surcos era infinito, y había un número infinito de ellos. Los seres vivos eran compelidos, por la fuerza de la vida, a fijar sus miradas en uno de los surcos. Mirar sólo uno de los surcos implicaba ser atrapados por él, vivir ese surco.
La meta final de un guerrero es la de enfocar, mediante un acto de profunda disciplina, su atención inquebrantable en la rueda del tiempo con el fin de hacerla girar. Los guerreros que han logrado hacer girar la rueda del tiempo son capaces de mirar en el interior de cualquier otro surco y extraer de él lo que deseen.
Al librarse de la fuerza hechizante que nos obliga a contemplar sólo uno de esos surcos, los guerreros pueden mirar en cualquiera de las dos direcciones: al tiempo cómo se acerca o cómo se aleja de ellos.
Vista de este modo, la rueda del tiempo constituye una irresistible influencia que atraviesa las vidas de los guerreros y llega aún más allá, como sucede con las citas de este libro. Parecen hiladas por un resorte que tiene vida propia. Ese resorte, explicado según la cognición de los chamanes, es la rueda del tiempo.
Bajo el impacto de la rueda del tiempo, el fin de este libro se convirtió, pues, en algo que no formaba parte del plan original. Las citas se convirtieron en el factor dominante, por sí mismas y en sí mismas, y la pauta que me impusieron fue la de mantenerme todo lo posible al espíritu con el que fueron transmitidas. Fueron transmitidas con un espíritu de frugalidad y de propósito definitivo.
Otra cosa que intenté hacer con las citas, sin éxito, fue organizarlas en una serie de categorías que facilitasen su lectura. Sin embargo, cualquier categorización resultaba insostenible. No había manera satisfactoria de establecer arbitrarias categorías de significado en algo tan amorfo y tan vasto como es todo un mundo cognitivo.
Lo único que podía hacer era supeditarme a las citas y permitir que fueran ellas mismas las que crearan un esbozo del armazón constituido por los pensamientos y los sentimientos que los chamanes del México antiguo tuvieron sobre la vida, la muerte, el universo y la energía. Las citas no sólo reflejan el modo en que aquellos chamanes concebían el universo, sino también los procesos de vivir y de coexistir en nuestro mundo. Y lo que es más importante todavía: señalan la posibilidad de manejar simultáneamente dos sistemas de cognición sin detrimento de uno mismo.
Citas de Las enseñanzas de don Juan
El poder reside en el tipo de conocimiento que uno posee. ¿Qué sentido tiene conocer cosas inútiles? Eso no nos prepara para nuestro inevitable encuentro con lo desconocido.
Nada en este mundo es un regalo. Lo que ha de aprenderse debe aprenderse arduamente.
Un hombre va al conocimiento como va a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir de cualquier otra forma al conocimiento o a la guerra es un error, y quien lo cometa puede correr el riesgo de no sobrevivir para lamentarlo.
Cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos -estar bien despierto, y tener miedo, respeto y absoluta confianza- no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones, sus acciones pierden la torpeza de las acciones de un necio. Si un hombre así fracasa o sufre una derrota, no habrá perdido más que una batalla, y eso no le provocará lamentaciones lastimosas.
Ocuparse demasiado de uno mismo produce una terrible fatiga. Un hombre en esa posición está ciego y sordo a todo lo demás. La fatiga misma le impide ver las maravillas que lo rodean.
Cada vez que un hombre se propone aprender tiene que esforzarse como el que más, y los limites de su aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Por tanto, no tiene sentido hablar del conocimiento. El miedo al conocimiento es natural; todos lo experimentamos, y no podemos hacer nada al respecto. Pero por temible que sea el aprendizaje, es más terrible la idea de un hombre sin conocimiento.
Enfadarse con la gente significa que uno considera que los actos de los demás son importantes. Es imperativo dejar de sentir de esa manera. Los actos de los hombres no pueden ser lo suficientemente importantes como para contrarrestar nuestra única alternativa viable: nuestro encuentro inmutable con el infinito.
Cualquier cosa es un camino entre un millón de caminos. Por tanto, un guerrero siempre debe tener presente que un camino es sólo un camino; si siente que no debería seguirlo, no debe permanecer en él bajo ninguna circunstancia. Su decisión de mantenerse en ese camino o de abandonarlo debe estar libre de miedo o ambición. Debe observar cada camino de cerca y de manera deliberada. Y hay una pregunta que un guerrero tiene que hacerse, obligatoriamente: ¿Tiene corazón este camino?
Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Sin embargo, un camino sin corazón nunca es agradable. En cambio, un camino con corazón resulta sencillo: a un guerrero no le cuesta tomarle gusto; el viaje se hace gozoso; mientras un hombre lo sigue, es uno con él.
Existe un mundo de felicidad donde no hay diferencia entre las cosas porque en él no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. Algunos hombres tienen la arrogancia de creer que viven en dos mundos, pero eso es pura arrogancia. Hay un único mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos transitar con alegría el mundo de los hombres.