«Ojalá consiguiera apasionarme por el motivo que fuese, sentir algo intensamente», pensó. Hacía mucho tiempo que su carrera había dejado de proporcionarle satisfacción emocional. Incluso la música estaba perdiendo su poder de seducción. Recordó la última vez, hacía sólo tres semanas, que había interpretado el Concierto doble para violín de Bach con un profesor del instrumento. Su interpretación había sido precisa, sensible incluso, pero no había surgido del corazón. Quizá tras media vida de concienzuda neutralidad política, de un cuidadoso ejercicio de documentación de ambas partes de cualquier confrontación, había alimentado una prudencia de espíritu enfermiza. Sin embargo, ahora había esperanza: tal vez encontrara el entusiasmo y la sensación de realización personal que tanto ansiaba dirigiendo el museo que llevaba su nombre. «Necesito esto -pensó-, puedo lograr que el proyecto tenga éxito. No voy a permitir que Neville me lo quite.» Mientras cruzaba el camino del Ateneo, su mente empezó a alejarse de los acontecimientos recientes. La revitalización del museo le proporcionaría un interés que reemplazaría y compensaría tantos años de mediocridad absoluta.
El regreso a su convencional casa en una calle arbolada a las afueras de Wimbledon fue igual que cualquier otro. Como de costumbre, el salón estaba inmaculado. De la cocina llegaba un débil olor a comida, no demasiado penetrante. Alison estaba sentada frente a la lumbre leyendo el Evening Standard. Al verlo entrar, dobló el periódico con cuidado y se levantó para ir a saludarlo.
– ¿Ha ido el ministro del Interior?
– No, no sería lo habitual en estos casos. Ha venido el viceministro, eso sí.
– Bueno, la verdad es que siempre han dejado muy claro lo que opinan de ti: nunca te han dedicado el respeto que te mereces.
Sin embargo, Alison habló con menos rencor del que él esperaba. Al observarla creyó detectar en su voz un entusiasmo contenido, mezcla de culpabilidad y rebeldía.
– Sirve tú el jerez, ¿quieres, cielo? Hay una botella sin empezar en la nevera.
La expresión y el tono cariñoso también constituían un hábito; la imagen que Alison había presentado al mundo durante los veintitrés años de su matrimonio era la de una pareja feliz y afortunada; quizás otros matrimonios fracasasen de manera estrepitosa y humillante, pero el suyo se mantendría seguro.
Cuando él volvió con las bebidas, ella anunció:
– He almorzado con Jim y Mavis. Tienen planeado ir a Australia por Navidad para ver a Moira. Ella y su marido están ahora en Sidney. He pensado que a lo mejor me voy con ellos.
– ¿Jim y Mavis?
– Los Calvert. Acuérdate: ella está conmigo en el Comité de Ayuda a la Tercera Edad. Cenaron aquí hace un mes.
– ¿La pelirroja con halitosis?
– Sí, pero eso no era normal, debió de comer algo que le sentó mal. Ya sabes lo mucho que Stephen y Susie han estado insistiendo para que los visitemos, a ellos y a sus nietos, claro. Creo que es una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: tendré compañía durante el vuelo. Debo confesar que me aterra esa parte del viaje. Jim es tan eficiente que lo más probable es que consiga que nos cambien a primera clase.
– Me es imposible ir a Australia este año o el siguiente. Por lo del museo, ¿sabes? Voy a ser el nuevo responsable. Creía que ya te lo había explicado. Será un trabajo a tiempo completo, al menos al principio.
– Ya lo sé, cariño, pero puedes escaparte y venir un par de semanitas mientras yo estoy allí. Huir del clima.
– ¿Durante cuánto tiempo estás pensando quedarte?
– Seis meses, un año tal vez. No tiene sentido desplazarse tan lejos sólo para una estancia corta. Ni siquiera me alcanzaría a recuperarme del jet lag. No me quedaré con Stephen y Susie todo el tiempo, nadie quiere a una suegra en casa durante meses y meses. Jim y Mavis planean viajar por el país y Jack, el hermano de Mavis, vendrá con nosotros, así que seremos cuatro y yo no sentiré que estoy de más. Dos son compañía, pero tres son multitud.
«Estoy asistiendo al relato de la ruptura de mi matrimonio», pensó Dupayne, y se sorprendió de lo poco que le importaba.
– Podemos permitírnoslo, ¿no es verdad? -prosiguió Alison-. ¿Van a indemnizarte por la jubilación anticipada?
– Sí, podemos permitírnoslo.
La miró con la misma indiferencia con que habría estudiado a una desconocida. A sus cincuenta y dos años, seguía siendo guapa y poseía una elegancia cuidadosamente preservada, casi clínica. Todavía resultaba una mujer deseable, aunque no con frecuencia, y en esas ocasiones sin apasionamiento. Rara vez hacían el amor, y por lo general después de que la bebida y la costumbre indujeran una sexualidad apremiante que pronto quedaba satisfecha. No tenían nada nuevo que descubrir el uno del otro, nada que quisiesen descubrir. Él sabía que a ella esas cópulas ocasionales no le procuraban ningún placer, pero reafirmaban que su matrimonio aún existía. Quizá fuese una esposa infiel, pero siempre era convencional. Sus aventuras amorosas tenían más de discretas que de furtivas: ella fingía que no ocurrían y él hacía como que no se enteraba. Su matrimonio estaba regulado por un concordato que jamás se había ratificado con palabras; él se ocupaba de traer a casa el sueldo y ella se encargaba de que la vida de él fuese cómoda, de que sus prioridades estuviesen cubiertas, sus comidas excelentemente cocinadas y de ahorrarle la mínima molestia en lo que a la organización doméstica se refería. Cada uno respetaba los límites de la tolerancia del otro en lo que, en esencia, componían un matrimonio de conveniencia. Ella había sido una buena madre para Stephen, el único hijo de ambos, y era una abuela que adoraba a los hijos de éste y de Susan, quienes la obsequiarían con un recibimiento mucho más caluroso en Australia del que le prodigarían a él.