Tally se quedó un momento pensando en la chica muerta, en el asesinato anterior, en lord Martlesham inclinándose sobre ella y en el terror y la compasión que reflejaba su rostro. Y de repente se acordó. Dalgliesh le había pedido que reflexionase cuidadosamente sobre cada momento de aquel viernes, que le contase todo, por trivial que pareciese. Había intentado hacerlo de forma meticulosa y no se le había ocurrido nada nuevo que decir. Sin embargo, en ese instante, en un segundo de absoluta certidumbre, lo recordó. Era un hecho y debía informar acerca de él. Ni siquiera se cuestionó si moralmente debía hacerlo, si no corría el riesgo de que se interpretara de manera incorrecta. Nada parecido a la incertidumbre que había sentido en la iglesia de Saint Margaret después de reconocer a lord Martlesham la atormentaba en esos momentos. Se volvió y se dirigió rápidamente a la lámpara para apagarla. La puerta de la Sala del Crimen estaba entreabierta y la luz del pasillo y la galería superior se derramaba sobre el entarimado como un barniz dorado. Cerró la puerta a sus espaldas y bajó corriendo por la escalera.
Nerviosa como se sentía por su descubrimiento, no consideró la posibilidad de esperar a volver a la casa para telefonear, sino que levantó el receptor del mostrador de recepción y marcó de memoria el número que le había dado la inspectora Miskin. Sin embargo, no fue ésta quien respondió.
– Sargento Benton-Smith -dijo la voz.
Tally no quería transmitirle el mensaje a otra persona que no fuese el comisario Dalgliesh.
– Soy Tally Clutton, sargento -explicó-. Deseo hablar con el señor Dalgliesh. ¿Se encuentra ahí?
– En este momento está ocupado, señora Clutton, pero acabará en breve. ¿Quiere que le dé algún recado?
De pronto, a Tally le pareció que lo que tenía que contar no era tan importante. Las dudas empezaron a agolparse en su mente.
– No, gracias. Es que he recordado algo que necesito decirle, pero puede esperar a mañana -respondió.
– ¿Está usted segura? -insistió el sargento-. Si es urgente, podemos encargarnos nosotros.
– No, no es urgente. Además, preferiría hablar con él en persona que por teléfono. Me imagino que estará en el museo mañana, ¿no es así?
– Estoy seguro de que sí -le contestó Benton-Smith-, pero podría ir a verla esta noche.
– No, no, eso sería una molestia para él. Sólo es un detalle y tal vez estoy exagerando un poco. Mañana hablaré con él. Estaré aquí hasta el mediodía.
Colgó el auricular. Ya no tenía nada más que hacer allí. Conectó el sistema de seguridad, se dirigió rápidamente hacia la puerta principal, la cerró con cuidado y salió. Al cabo de dos minutos ya estaba de regreso, sana y salva, en su casa.
Cuando la puerta principal se hubo cerrado, el museo quedó sumido en un silencio absoluto. De pronto, la puerta del despacho se abrió con sigilo y una figura oscura avanzó por la zona de recepción en dirección al vestíbulo. Sin encender ninguna luz, avanzó con pasos discretos pero decididos y subió por la escalera. La mano asió el pomo de la puerta de la Sala del Crimen y la abrió lentamente como si temiera alertar a los ojos vigilantes. La figura se acercó a la vitrina donde se exponía el caso William Wallace, la mano enguantada palpó el ojo de la cerradura, insertó una llave en él, la hizo girar y levantó la tapa de cristal de la vitrina. En la otra mano sostenía una bolsa de plástico, y una a una fue extrayendo las piezas de ajedrez para luego introducirlas en la bolsa. A continuación, la mano se desplazó por el fondo de la vitrina hasta encontrar lo que buscaba: la barra de hierro.
5
Acababan de dar las siete y media y el equipo estaba reunido en el centro de investigación.
– De modo que ahora sabemos el quién, el cómo y el porqué; sin embargo, todo es circunstancial. No hay ni una sola prueba física que relacione de una manera a Vulcano con alguna de las víctimas. El caso todavía no está listo. Puede ocurrir que la fiscalía quiera arriesgarse con más de un cincuenta por ciento de posibilidades de condena, pero si se las ve con un abogado defensor competente, el fiscal probablemente pierda el juicio.
– Y hay algo seguro, señor -señaló Piers-: el abogado defensor será más que competente. Podría convertir el caso de la muerte de Dupayne en un suicidio, pues hay pruebas suficientes de que se hallaba sometido a un fuerte estrés. Y si Dupayne no fue asesinado, entonces el vínculo entre ambos crímenes desaparece. La muerte de Celia Mellock podría tener un móvil sexual o ser un homicidio sin premeditación. Lo más molesto sigue siendo la posibilidad de que entrara en el museo el viernes por la tarde sin que nadie lo advirtiese y su asesino se marchara de allí sin que nadie lo viera. Podría haber llegado a cualquier hora del día con la intención de reunirse con Martlesham más tarde.
»Si lo hizo en taxi -continuó Piers-, es una lástima que el taxista todavía no haya acudido a la policía. Pero aún es pronto; tal vez esté de vacaciones.
Kate se dirigió a Dalgliesh.
– Sin embargo se sostiene, señor. Quizá sea circunstancial, pero es fuerte. Piense en los hechos más relevantes: la ausencia del bolso y la razón de que éste desapareciese, las huellas en la puerta del piso, el hecho de que el ascensor estuviese en la planta baja cuando llegó Martlesham, las violetas rotas, el intento de hacer que los asesinatos pareciesen seguir el patrón de crímenes anteriores.
– Sólo en el caso de la segunda muerte -puntualizó Benton-Smith-. El primero casi seguro que fue una coincidencia. Pero quienquiera que matase a Celia podría haber sabido, y seguramente lo sabía, lo del primer asesinato.
– Entonces, ¿es demasiado pronto para efectuar una detención, señor? -preguntó Kate.
– Necesitamos seguir con el interrogatorio, y esta vez bajo la ley de Enjuiciamiento Criminal y Policial y con un abogado presente. Si no obtenemos una confesión, y no espero que se produzca ninguna, es posible que con un poco de paciencia consigamos una admisión perjudicial para el culpable o una variación de la historia. Mientras tanto, tenemos el mensaje de Tally Clutton. ¿Qué es lo que ha dicho exactamente?
– Que quería darle cierta información, señor, y que prefería hacerlo personalmente -contestó Benton-Smith-. Estaba ansiosa por verlo en persona, señor, pero ha dicho que no era urgente. Dijo que ya hablaría con usted mañana. Me ha dado la impresión de que se arrepentía de haber llamado.
– ¿Y Ryan Archer? ¿Sigue con ella en la casa?
– No ha dicho que no estuviera allí.
Dalgliesh se quedó callado un momento y a continuación anunció:
– No esperaremos a mañana. Quiero que vengas conmigo, Kate. No me gusta la idea de que se quede en esa casa esta noche con la única protección del chico.
– Pero no cree que corra ningún peligro, ¿no es cierto? -preguntó Piers-. Vulcano se vio obligado a cometer ese segundo asesinato. No tenemos ninguna razón para suponer que vaya a haber un tercero.