Выбрать главу

– ¿Qué vas a hacer con esta casa? -preguntó ella, ya relajada tras comunicar las noticias-. No necesitas un lugar tan grande. Seguramente valdrá unas setecientas cincuenta mil libras. A los Rawlinson les dieron seiscientas mil por la suya, y eso que necesitaba muchas reformas. Si quieres venderla antes de que yo regrese, a mí no me importa. Lamento no estar aquí para ayudarte, pero lo único que necesitas es una empresa de mudanzas de confianza. Déjalo en sus manos.

De modo que estaba pensando en volver, aunque fuese temporalmente. Tal vez aquella nueva aventura no fuera distinta de las demás salvo en el hecho de que sería más prolongada. Y luego habría asuntos que resolver, incluyendo su parte de las setecientas cincuenta mil libras.

– Sí, lo más probable es que la venda, pero no hay prisa -respondió él.

– ¿Y no puedes trasladarte al piso del museo? Sería lo más lógico.

– Caroline no estaría de acuerdo. Considera el piso su casa desde que se trasladó allí después de que muriera nuestro padre.

– Pero de hecho no vive allí, o al menos no todo el tiempo; tiene su alojamiento en la escuela donde trabaja. Tú estarás allí permanentemente y podrás vigilar un poco la seguridad. Si no recuerdo mal, es un lugar bastante agradable, y muy espacioso. Creo que allí te sentirás muy cómodo.

– Caroline necesita salir de la escuela de vez en cuando. Conservar el piso será el precio que impondrá por avenirse a mantener abierto el museo. Necesito su voto. Ya sabes cómo funciona el fideicomiso.

– Nunca lo he entendido.

– Es muy sencillo; cualquier decisión importante que tenga que ver con el museo, incluida la negociación de un nuevo contrato de arrendamiento, requiere el consentimiento de los tres fideicomisarios. Si Neville no firma, será el fin del museo.

En ese momento, Alison se levantó llena de indignación; era probable que estuviese planeando abandonarlo por otro hombre, marcharse o regresar según su antojo, pero en cualquier disputa relacionada con la familia, siempre se pondría de parte de él. Era capaz de luchar de forma implacable por lo que creía que quería.

– ¡Entonces, tú y Caroline tenéis que obligarlo! ¿Qué más le da a él, de todas formas? Tiene su trabajo, y el museo siempre le ha importado un comino. No puedes permitir que el resto de tu vida se vaya al garete sólo porque Neville no acepte firmar un trozo de papel. Has de poner freno a esa barbaridad.

Él cogió la botella de jerez, se acercó a Alison y rellenó ambas copas. Las levantaron al mismo tiempo, como si se dispusieran a hacer una promesa solemne.

– Sí -repuso con gravedad-. Si es necesario, tendré que ponerle freno a Neville.

4

El sábado por la mañana, a las diez en punto exactamente, lady Swathling y Caroline Dupayne se disponían a celebrar su reunión semanal en el despacho de la directora de Swathling’s. El hecho de que se tratara de una ocasión casi formal, que sólo se cancelaba cuando surgía alguna emergencia de índole personal y se interrumpía únicamente a las once, cuando llegaba el café, era una circunstancia propia de la relación que unía a ambas, así como la disposición de la estancia. Se sentaban la una frente a la otra en sendos sillones idénticos ante un escritorio Victoriano de caoba colocado ante la amplia ventana con vistas al jardín, donde los cuidados rosales exhibían sus tallos espinosos en un terreno desprovisto de maleza. Más allá del jardín, el Támesis era un atisbo de plata opaca bajo el cielo de la mañana.

La casa Richmond constituía el principal activo que lady Swathling había aportado a aquella empresa. Su suegra había fundado la escuela y se la había legado a su hijo y ahora a su nuera. Hasta la llegada de Caroline Dupayne, ni la escuela ni la casa habían experimentado mejoras, pero la segunda, tanto en los buenos como en los malos tiempos, había continuado siendo hermosa, al igual que su propietaria, según la opinión de ésta y de otros.

Lady Swathling nunca se había preguntado si le gustaba su socia, pues no se trataba de la clase de pregunta que hubiese formulado a nadie, incluida ella misma. La gente resultaba útil o prescindible, y o bien su compañía era agradable, o bien se trataba de unos pesados a los que convenía evitar. Le gustaba que sus conocidos fuesen bien parecidos o, si sus genes y su destino no los habían favorecido, que al menos supieran sacar el máximo partido a su aspecto. Nunca entraba en el despacho para la reunión semanal sin mirarse de reojo en el enorme espejo ovalado que colgaba junto a la puerta. El examen era, a aquellas alturas, automático, y la seguridad y confianza que le proporcionaba, innecesarias. Nunca necesitaba retocarse el cabello, cano con mechas plateadas, que peinaba en peluquerías caras sin que por ello sugiriese una preocupación obsesiva por la apariencia. La elegante falda le llegaba a la mitad de la pantorrilla, largo que siempre había respetado pese a los cambios en la moda. Lucía una rebeca de cachemira echada con aparente despreocupación por encima de una blusa de seda de color crema. Era consciente de que todo el mundo la consideraba una mujer distinguida y éxitosa que llevaba las riendas de su vida, y así era precisamente como se veía a sí misma. Lo que importaba a los cincuenta y ocho años era lo que había importado a los dieciocho: la clase y una buena estructura ósea. Lady Swathling sabía reconocer que su aspecto físico era una baza para la escuela, como así también su título nobiliario. Si bien debía admitirse que, originariamente, había sido una baronía «Lloyd George» otorgada, como bien sabían los cognoscenti, por favores debidos al primer ministro y al partido más que al país, en la actualidad sólo los más ingenuos o los inocentes se preocupaban -o, de hecho, se sorprendían- por esa clase de patrocinio; un título era un título.

Amaba aquella casa con una pasión que no sentía por ningún ser humano. Nunca entraba en ella sin experimentar una íntima satisfacción por el hecho de que le perteneciese. La escuela que llevaba su nombre por fin gozaba de cierto prestigio y había suficiente dinero para mantener la casa y el jardín e incluso ahorrar un poco. Sabía que debía aquel éxito a Caroline Dupayne; recordaba prácticamente cada palabra de la conversación que había mantenido siete años antes con Caroline, su secretaria personal durante siete meses, en la que ésta había presentado su plan para las reformas, con atrevimiento y sin que nadie la hubiese invitado a hacerlo, y al parecer más motivada por su aversión al caos y el fracaso que por pura ambición personal.

– A menos que hagamos algo -había dicho-, las cifras seguirán menguando. Con franqueza, tenemos dos problemas: no estamos dando calidad a cambio de dinero y no sabemos para qué servimos. Ambas cosas son funestas. No podemos seguir viviendo en el pasado, y la actual coyuntura política está de nuestra parte. Ahora no supone ninguna ventaja para los padres enviar a sus hijas a estudiar al extranjero: esta generación de niñas ricas esquía en Klosters cada invierno y lleva viajando desde la infancia. El mundo es un sitio peligroso y lo más probable es que lo sea aún más. Los padres estarán cada vez más deseosos de que sus hijas se conviertan en señoritas en Inglaterra. ¿Y qué queremos decir con eso de convertirse en señoritas? El concepto está pasado de moda, a la juventud ya le resulta risible. No sirve de nada que ofrezcamos la dieta habitual de clases de cocina, arreglos florales, puericultura y normas de conducta sin añadir un poco de cultura. Casi todo eso pueden obtenerlo gratis, si quieren, en las clases nocturnas de las instituciones municipales. Además, tenemos que hacer que nos consideren capaces de realizar una criba: se acabó lo del ingreso automático sólo porque papaíto puede pagar las cuotas. Y nada de imbéciles: es imposible enseñarles algo, y además no quieren aprender. Impiden avanzar al resto de compañeras y las irritan. Se acabaron las inadaptadas sociales, esto no es ningún pabellón de psiquiatría de una residencia cara. Y nada de delincuentes juveniles: birlar cosas de Harrods o Harvey Nicks no se diferencia de robar de Woolworth’s aunque mamá tenga cuenta allí y papaíto pueda comprar a la policía.