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– Lo felicito, comisario -dijo el ministro-. Un caso delicado resuelto con eficacia y celeridad. Vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de si deberíamos o no extender la cobertura de la brigada de investigaciones especiales a todo el país. Estoy pensando en concreto en los recientes y lamentables secuestros y asesinatos de niños. Una brigada nacional con experiencia y especializada estaría en situación de ventaja en estos casos tan relevantes. Me imagino que tendrán sus opiniones al respecto.

Dalgliesh estuvo a punto de contestar que la cuestión no era ninguna novedad y que todas las opiniones, incluida la suya, eran ya conocidas, pero contuvo su impaciencia y respondió:

– Las ventajas son evidentes si la investigación debe abarcar la totalidad del país. Sin embargo, hay algunas objeciones: nos arriesgamos a perder información local y el contacto con la comunidad, ambos factores importantes en cualquier investigación. También existe el problema de la relación y la colaboración con los cuerpos de seguridad correspondientes, y cuya moral podría verse minada si los casos más complicados se reservan para una brigada a todas luces privilegiada tanto por el personal con que cuenta como por los medios de que dispone. Lo que necesitamos es una mejora de la formación de todos los detectives, sin importar su rango. El público empieza a perder confianza en la capacidad de la policía para resolver los crímenes locales.

– Y eso, por supuesto, es lo que su comisión está considerando en estos momentos -repuso el ministro-, el reclutamiento y la formación del cuerpo de detectives. Me pregunto si sería ventajoso que nos encargásemos de esta cuestión más amplia, como es la creación de una brigada nacional.

Dalgliesh no puntualizó que no se trataba de su comisión, sino sencillamente de una comisión para la que trabajaba.

– Es muy probable que el director se muestre de acuerdo con una ampliación adicional de las competencias si eso es lo que quiere el ministro del Interior. Si se hubiese incluido desde el principio, habríamos tenido una filiación muy distinta. Nos vemos en problemas a la hora de invitar a algunos miembros a integrar la comisión en esta última fase.

– ¿Podría conseguirse en el futuro?

– Desde luego que sí, si es lo que sir Desmond quiere.

Sin embargo, Dalgliesh se dio cuenta de que aquella mención a un asunto tan antiguo sólo era una cuestión preliminar. El ministro pasó a hablar del informe de los asesinatos.

– En su informe consta claramente que el club privado, o tal vez debería decir la reunión de amigos de la señorita Caroline Dupayne, no guardaba relación con la muerte del doctor Neville Dupayne ni con la de Celia Mellock -dijo.

– Sólo hubo una persona responsable: Muriel Godby -respondió Dalgliesh.

– Exacto, y siendo así, no parece necesario afligir aún más a su madre haciendo público el motivo por el que la chica estaba en el museo.

Dalgliesh pensó que la habilidad para creer que todo el mundo era menos inteligente y más ingenuo que uno mismo constituía una cualidad muy útil en un político profesional, pero él no estaba dispuesto a aceptarla.

– Esto no tiene nada que ver con lady Holstead, ¿no es cierto? Ella y su segundo marido eran muy conscientes de la clase de vida que llevaba su hija. ¿A quién estamos protegiendo exactamente, señor? -Sintió la maliciosa tentación de sugerir unos cuantos nombres, pero se resistió. El sentido del humor de Harkness era limitado, y en cuanto al del ministro, lo desconocía.

El ministro miró al oficial de Asuntos Exteriores, quien dijo:

– Un ciudadano extranjero, un hombre importante y buen amigo de este país, ha pedido que le aseguremos que ciertos asuntos privados seguirán siéndolo.

– Pero ¿no está preocupándose innecesariamente? -exclamó Dalgliesh-. Creía que sólo dos pecados son causa de oprobio en la prensa nacionaclass="underline" la pedofilia y el racismo.

– No en su país.

El ministro tomó el relevo de inmediato.

– Antes de garantizárselo, hay algunos detalles sobre los que he de estar seguro, sobre todo acerca de que no va a haber interferencias con el curso de la justicia. Huelga decirlo, pero es evidente que la justicia no exige estigmatizar a los inocentes.

– Espero que mi informe sea lo bastante claro, señor -dijo Dalgliesh.

– Claro y detallado. Quizá no me he expresado con suficiente claridad: debería haber dicho que me gustaría contar con su garantía con respecto a ciertos asuntos. Este club, el que dirige la señorita Dupayne…, entiendo que se trataba de un club exclusivamente privado cuyos miembros se reunían en una propiedad privada, que ninguno de ellos era menor de dieciséis años y que no había dinero de por medio. Lo que hacían tal vez sea reprobable para algunas personas, pero desde luego no era ilegal.

– La señorita Dupayne no regentaba una casa de citas y ninguno de los miembros de su club estuvo relacionado con la muerte de Neville Dupayne ni con la de Celia Mellock -repuso Dalgliesh-. La chica no habría muerto si no hubiese estado en la Sala del Crimen a una hora determinada y no habría estado allí de no haber sido miembro del Club 96, pero, tal como he dicho, sólo una persona fue responsable de su muerte: Muriel Godby.

El ministro arrugó la frente. Había tenido mucho cuidado en omitir el nombre del club.

– ¿No hay ninguna duda sobre eso? -preguntó.

– No, señor. Contamos con su confesión. Aparte de eso, la habríamos arrestado esta mañana: Tallulah Clutton reconoció a su agresora antes de perder el conocimiento. Encontramos la barra de hierro manchada de sangre en el coche de Godby. Aunque todavía debemos analizar la sangre, no hay duda de que es la de Clutton.

– Bien -comentó el ministro-, pero volviendo a las actividades en el piso de la señorita Dupayne: usted sugiere que la chica, que se había citado esa tarde con lord Martlesham, llegó a ir al piso, entró en la Sala del Crimen descorriendo el pestillo de la puerta y, motivada acaso por la curiosidad y por el hecho de que le habían prohibido expresamente que entrase en el museo por allí, vio por una de las ventanas del lado este a Muriel Godby lavándose las manos junto al grifo del jardín. Godby levantó la vista y la vio, entró en el museo, estranguló a su víctima, que no pudo escapar hacia el piso por estar cerrada la puerta, que carecía de pomo por la parte del museo, y metió el cadáver en el baúl. Sin duda era lo bastante fuerte para hacerlo. A continuación, entró en el piso por la puerta externa, de la que tenía una llave, apagó todas las luces y, por último, bajó con el ascensor a la planta baja y se marchó. Lord Martlesham llegó casi inmediatamente después. La ausencia del coche de Celia Mellock, que lo había llevado al taller, el que las luces del vestíbulo de entrada estuvieran apagadas y ver el ascensor en la planta baja lo convencieron de que la chica no había acudido a la cita. Luego vio fuego en el garaje, le entró pánico y se fue con su coche. A la mañana siguiente, Godby llegó temprano como de costumbre, por lo que tuvo tiempo y la oportunidad de romper los tallos de la maceta de violetas africanas del despacho de Calder-Hale, y las esparció sobre el cadáver con el propósito, claro está, de hacer que el segundo asesinato pareciese seguir el patrón de otro crimen famoso. También volvió a cerrar y a echar el pestillo de la puerta de acceso a la Sala del Crimen desde el piso y se aseguró de que Mellock no hubiese dejado allí ninguna prueba incriminatoria de su presencia. No podría haber hecho eso inmediatamente después del asesinato, como tampoco el número de las violetas africanas. Una vez que el incendio empezó a propagarse, debía marcharse, y muy rápido, antes de que cundiese la alarma. Entiendo por qué Godby tenía que llevarse el bolso consigo: era importante que no encontrasen la llave del piso en el cuerpo de Mellock, y no podía perder el tiempo buscándola. Por supuesto, hay detalles secundarios, pero ésa es la esencia del caso. -Levantó la vista con la sonrisa satisfecha de un hombre que de nuevo ha demostrado su habilidad para leer e interpretar un informe.