– Así es como vi el caso -explicó Dalgliesh-. Desde el principio tuve el convencimiento de que los dos asesinatos estaban relacionados. Mis sospechas se confirmaron cuando obtuvimos el testimonio que aparece en mi informe y según el cual el baúl estaba vacío a las cuatro del viernes. El hecho de que se cometieran, a la misma hora y en el mismo lugar, dos asesinatos que nada tenían que ver entre sí es inverosímil.
– Pero, y perdóneme, la chica pudo haber llegado al museo antes y con otro amante, reunirse con él en la sala de archivos del sótano y luego permanecer escondida en el museo tras el cierre de éste. Y si entró en el museo por otro sitio distinto del piso, entonces el hecho de que fuese miembro del club privado de la señorita Dupayne fue del todo irrelevante en su asesinato. Por tanto, no sería necesaria ninguna referencia al club.
– Me pidieron un informe completo, señor -repuso Dalgliesh-, y eso es lo que he presentado. No estoy dispuesto a modificarlo ni a redactar otro. Puesto que Godby ha firmado una confesión y piensa declararse culpable, no habrá juicio. Si se requiere para uso interno una versión abreviada de la investigación, el departamento no tendrá ningún problema en facilitarla. Y ahora, señor, me gustaría marcharme. Tengo una cita privada urgente.
Vio la expresión de sorpresa de Harkness y el ceño fruncido del ministro, pero éste repuso con afabilidad:
– De acuerdo. Cuento con la garantía que estaba buscando, que ni la ley ni la justicia requieren que el testimonio de la vida privada de la señorita Mellock se haga público. Creo, caballeros, que hemos acabado con este asunto.
Dalgliesh sintió la tentación de señalar que nadie le había dado semejante garantía y que ninguno de los presentes en aquella habitación, incluido él mismo, estaba capacitado para dársela.
– Es posible, claro está, que lord Martlesham decida hablar -dijo Harkness.
– He hablado con lord Martlesham. Tiene una conciencia hiperdesarrollada que le causa algunos problemas, pero no tiene ningún deseo de causar problemas a los demás.
– Se han abierto dos sumarios, ministro, y ahora se abrirá otro más.
– Bueno -dijo el ministro con total tranquilidad-, pero me parece que verán que para establecer las causas de la muerte el juez de instrucción limitará sus preguntas a la información relevante. Al fin y al cabo, eso es lo que se supone que debe hacer un juez de instrucción. Gracias, caballeros. Lamento haberle retenido, comisario. Que pase un buen fin de semana.
14
Mientras corría hacia el ascensor, Dalgliesh miró su reloj: tema tres cuartos de hora para llegar a King’s Cross. Debía ser más que suficiente. Había planeado el trayecto con mucha antelación: conducir de la calle Victoria a King’s Cross un viernes por la tarde a la hora punta era tentar al desastre, sobre todo con la nueva sincronización de los semáforos que había programado el alcalde, de modo que había dejado el coche en el aparcamiento de su edificio. Lo más rápido, y sin duda lo más obvio era tomar el metro de Circle o de District en la estación de Saint James’s Park e ir hasta Victoria -la parada siguiente- para, una vez allí, hacer transbordo a la línea de Victoria. Sólo eran cinco estaciones y, con un poco de suerte, estaría en King’s Cross en quince minutos.
Había tenido que descartar el plan de pasar el rato de espera en la British Library, pues la reunión con el ministro había alterado todos sus cálculos anteriores.
El trayecto empezó con buen pie: un tren de la línea de Circle llegó al cabo de tres minutos y en Victoria no hubo que esperar. Una vez en el vagón de la línea de Victoria en dirección norte empezó a relajarse y consiguió borrar de su mente las complicaciones del día y empezar a pensar en las complicaciones de índole muy distinta y en las promesas de la noche que tenía ante sí. Sin embargo, después de Green Park llegó el primer indicio de inminentes problemas: el tren aminoró hasta una velocidad casi imperceptible, se detuvo durante lo que a Dalgliesh le pareció una eternidad y luego empezó a dar sacudidas para avanzar a paso de tortuga. Pasaron varios minutos en los que Dalgliesh permaneció de pie apretado entre varios cuerpos calurosos, aparentemente tranquilo, pero por dentro frustrado e impotente. Llegaron al fin a la estación de Oxford Circus, donde las puertas se abrieron al grito de: «¡Cambio de tren!»
Entre el caos de los pasajeros que bajaban del vagón mezclados con los que habían estado esperando para subir, Dalgliesh oyó a un hombre gritarle a un guardia que pasaba por su lado:
– ¿Qué ocurre?
– La línea está bloqueada un poco más adelante, señor. Un tren averiado.
Dalgliesh no esperó a oír nada más. Pensó con rapidez; no había ninguna otra línea directa a King’s Cross, de modo que lo intentaría con un taxi.
Tuvo suerte, pues una pasajera estaba apeándose de uno en la esquina de Argyll. Corriendo a toda velocidad, Dalgliesh llegó a la portezuela del vehículo antes de que la pasajera tuviera tiempo de bajarse.
Esperó con impaciencia mientras la mujer buscaba cambio en su monedero. A continuación dijo:
– A King’s Cross, y lo más rápido posible.
– De acuerdo, señor. Será mejor que tomemos la ruta habituaclass="underline" Mortimer y luego Goodge en dirección a Euston Road.
Ya había arrancado el vehículo. Dalgliesh intentó acomodarse en el asiento y controlar su impaciencia. Si llegaba tarde, ¿cuánto tiempo lo esperaría ella? ¿Diez minutos, veinte? ¿Por qué iba a esperarlo en realidad? Intentó llamarla al móvil, pero no obtuvo respuesta.
El trayecto, tal como esperaba, fue insoportablemente lento, y a pesar de que la velocidad mejoró de forma considerable una vez que llegaron a Euston Road, aún seguía siendo poco más que un traqueteo parsimonioso. Y a continuación vino el desastre: delante, una furgoneta había chocado contra un coche. No era un accidente grave, pero la furgoneta había quedado atravesada en la calle. El tráfico estaba parado, y así seguiría hasta que llegase la policía para poner fin al atasco. Dalgliesh le dio un billete de diez libras al taxista, se bajó del vehículo y echó a correr.
Para cuando entró a toda prisa en la estación de King’s Cross, llegaba veinte minutos tarde.
Aparte del personal uniformado, el pequeño andén que cubría la línea de Cambridge estaba desierto. ¿Qué habría hecho Emma? ¿Qué habría hecho él en su lugar? No habría querido ir a casa de Clara y pasar la noche escuchando las quejas y las condolencias de su amiga.
Emma volvería a donde se sentía como en casa, a Cambridge. Y allí era adónde iría él. Tenía que verla esa noche, tenía que saber lo peor o lo mejor. Aunque no quisiese escucharlo, podría darle la carta. Sin embargo, cuando le preguntó a un empleado de la estación la hora del siguiente tren, descubrió el motivo por el que el andén estaba tan vacío: había problemas con la vía y nadie sabía cuándo iban a solucionarlos. El convoy que había llegado a las siete y tres minutos había sido el último. ¿Acaso estaban todos los dioses de los viajes confabulándose para desbaratar sus planes?
– También están los trenes lentos a Cambridge desde Liverpool Street, señor -dijo el empleado-. Será mejor que lo intente allí. Eso es lo que están haciendo la mayoría de los pasajeros.
No tenía ninguna posibilidad de conseguir un taxi, ya que había visto la longitud de la cola en la parada de éstos al entrar corriendo en la estación, pero de pronto vislumbró una vía alternativa y, con un poco de suerte, más rápida. Tanto la línea de Circle como la de Metropolitan podían llevarlo a Liverpool Street en cuatro paradas si, por algún milagro, no se estropeaba. Atravesó a la carrera la estación de tren en dirección a la de metro e intentó abrirse paso entre la muchedumbre que bajaba por la escalera. Encontrar las monedas para la taquilla automática le pareció un inconveniente insoportable, pero al fin llegó al andén y al cabo de cuatro minutos llegó un tren de la línea de Circle. En Liverpool Street subió los escalones de dos en dos, pasó junto a la moderna torre del reloj y se detuvo al fin en el nivel más alto, observando el amplio panel azul con los horarios de las salidas que había en el andén inferior. El tren a Cambridge, con la lista de las diez estaciones en que paraba, tenía previsto salir del andén número seis. Le quedaban menos de diez minutos para dar con ella.