A causa del cierre de la línea de King’s Cross, una pequeña multitud se agolpaba en el punto de acceso a los andenes. Después de sumarse a la cola y abrirse paso, le gritó a la mujer que estaba apostada en el control de acceso:
– Tengo que encontrar a una persona, es muy urgente.
La mujer no hizo nada por detenerlo. El andén estaba abarrotado de gente, y delante había una muchedumbre avanzando junto al tren, empujándose ante las puertas de los vagones y buscando desesperadamente un asiento vacío.
De pronto, Dalgliesh vio a Emma. Caminaba con aire un tanto desconsolado -o eso le pareció a él-, con su maleta en la mano y en dirección a la cabeza del tren. Dalgliesh extrajo la carta del bolsillo y corrió hacia ella.
Emma se volvió y a él sólo le dio tiempo de ver su esbozo de sorpresa y luego, por algún milagro, su rápida e involuntaria sonrisa antes de depositar el sobre en sus manos.
– No soy el capitán Wentworth -dijo-, pero lee esto, por favor, ahora mismo. Te esperaré al final del andén.
En ese momento estaba de pie solo. Se había alejado para no verla meterse la carta en el bolsillo y subir al tren. Se obligó a mirarla: se había separado de la multitud menguante y estaba leyendo la carta. Dalgliesh recordaba cada una de las palabras que había escrito en ella.
Me he dicho a mí mismo que escribo esto porque así te daré tiempo a que lo pienses antes de darme una respuesta, pero quizá sólo se trate de cobardía. Leer que me rechazas será más soportable que verlo en tus ojos. No tengo ninguna razón para albergar esperanzas. Sabes que te quiero, pero mi amor no me otorga ningún derecho. Otros hombres te han dicho ya estas palabras y volverán a hacerlo. Y no puedo prometerte que vaya a hacerte feliz, pues sería un arrogante si diera por supuesto que poseo semejante don. Si fuese tu padre, tu hermano o sencillamente un amigo, encontraría multitud de razones que argumentar en contra de mí mismo, pero ya las conoces todas. Sólo los grandes poetas podrían hablar por mí, pero no es éste el momento para citar las palabras de otros hombres. Sólo puedo escribir lo que hay en mi corazón. Mi única esperanza es que te importe lo suficiente para correr el riesgo de emprender esta aventura juntos. Yo no arriesgo nada, pues no puedo esperar mayor felicidad que la de ser tu amante y tu marido.
Allí de pie, quieto y expectante, le pareció que la vida en torno a él se había desvanecido misteriosamente, como si se hubiese tratado de un sueño.
El ritmo irregular de los pasos, los trenes que se disponían a partir, los encuentros y las despedidas, el griterío, las puertas de los vagones cerrándose, las tiendas y las cafeterías de la enorme estación y el rumor lejano de la ciudad, todo había desaparecido. Permaneció bajo la magnífica bóveda del techo como si sólo existiesen su ser expectante y la figura distante de ella.
Y en ese momento, se le aceleró el corazón. Emma caminaba hacia él con paso decidido. Se encontraron y él la tomó de las manos. Ella lo miró fijamente con los ojos arrasados en lágrimas.
– Amor mío, ¿necesitas más tiempo? -preguntó él.
– No, no necesito más tiempo. ¡Y la respuesta es sí, sí y sí!
Él no la tomó en sus brazos ni se besaron. Para expresar el amor que sentían necesitaban intimidad. Por el momento Dalgliesh se contentó con sentir las manos de ella en las suyas y dejar que la felicidad lo embargara.
Echó la cabeza hacia atrás y celebró su victoria con una sonora carcajada.
Y entonces ella también se echó a reír.
– ¡Menudo sitio para una proposición de matrimonio! Bueno, podría haber sido peor, por ejemplo en King’s Cross. -Emma consultó su reloj y añadió-: Adam, el tren se va dentro de tres minutos. Podríamos despertarnos con el murmullo de las fuentes de Trinity Great Court.
Dalgliesh le soltó las manos, y cogió la maleta de ella.
– Pero es que el Támesis pasa por debajo de mi ventana.
Riendo todavía, ella lo agarró del brazo.
– En ese caso, vayámonos a casa.
P. D. James