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Emma llevaba un abrigo largo de tweed, botas altas de cuero e iba sin sombrero; el cuello vuelto del abrigo le flanqueaba el rostro. Clara, unos ocho centímetros más baja, caminaba con paso decidido junto a su amiga. Vestía una chaqueta corta de forro polar y gorro de lana a rayas por encima del flequillo liso y castaño. Colgada al hombro, llevaba la bolsa que usaba los fines de semana, que, aunque contenía las botas que había comprado en Cambridge, transportaba con tanta facilidad como si estuviese vacía.

Clara se había enamorado de Emma durante el primer trimestre. No era la primera vez que experimentaba una fuerte atracción hacia una mujer evidentemente heterosexual, pero, tras aceptar la frustración con su irónico estoicismo habitual, se había propuesto ganarse su amistad. Había estudiado Matemáticas y se había sacado la carrera con matrícula de honor, afirmando que una segunda mejor nota era demasiado aburrida como para considerarla siquiera y que sólo una matrícula o una tercera mejor nota merecían el sacrificio de soportar tres años de duro trabajo en la húmeda ciudad de las llanuras. Puesto que en la moderna Cambridge era imposible no trabajar demasiado, hasta el extremo del agotamiento incluso, ¿por qué no, de paso, esforzarse un poco más de la cuenta y sacar una matrícula? No sentía ningún deseo de hacer carrera académica, convencida de que la Academia, con el debido empeño, convertía a los hombres en amargados o en pedantes, mientras que las mujeres, a menos que acabasen por imponerse otros intereses, se volvían más excéntricas. Después de la universidad se había trasladado de inmediato a Londres, donde, para sorpresa de Emma y en parte también para la suya propia, desarrollaba una brillante y altamente lucrativa carrera profesional en la City como directora financiera. El buque insignia de la prosperidad económica se había ido a pique, dejando tras de sí una estela de fracaso y desilusión, pero Clara se había mantenido a flote. Ya le había explicado a Emma su inesperada elección profesional.

– Gano un sueldo desproporcionado e irracional; la tercera parte me alcanza para vivir con holgura, e invierto el resto. Los tipos se estresan porque les dan unas primas de medio millón de libras y empiezan a llevar la existencia de alguien que gana cerca de un millón al año: la casa cara, el coche caro, la ropa cara, la mujer cara, la bebida… Y luego, por supuesto, les aterroriza que los pongan de patitas en la calle. La empresa podría echarme mañana y a mí no me importaría demasiado. Mi objetivo consiste en ganar tres millones y luego irme a hacer algo que de verdad me interese.

– ¿Como qué?

– Annie y yo hemos pensado en abrir un restaurante cerca del campus de una de las facultades modernas. Es una clientela cautiva desesperada por que les sirvan comida decente a precios asequibles: sopa casera, ensaladas que sean algo más que lechuga troceada y medio tomate… En general menú vegetariano, claro, pero imaginativo. He pensado en Sussex, tal vez, en las afueras de Falmer. Es una idea. A Annie le parece bien, sólo que opina que deberíamos hacer algo socialmente útil.

– Hay pocas cosas más socialmente útiles que dar comida decente a la juventud por un precio razonable.

– Cuando se trata de gastar un millón, Annie piensa a nivel internacional. Tiene complejo de Madre Teresa o algo así.

Siguieron andando en amigable silencio.

– ¿Cómo se ha tomado Giles tu deserción? -preguntó Clara entonces.

– Como cabía esperar: mal. Su cara era un rosario de emociones que iban de la sorpresa a la ira pasando por la incredulidad y la autocompasión. Parecía un actor ensayando expresiones faciales delante del espejo. Me pregunté cómo diablos pudo gustarme alguna vez.

– Pero te gustaba.

– Oh, sí. Ese no era el problema.

– Él creía que tú le querías.

– No, eso no es verdad. Él creía que lo encontraba tan fascinante como él se encontraba a sí mismo y que sería incapaz de resistirme a casarme con él si se dignaba proponérmelo.

Clara se echó a reír.

– Cuidado, Emma, eso suena a amargura.

– No, sólo a honestidad. Ninguno de los dos tiene nada de lo que enorgullecerse. Nos hemos utilizado mutuamente. Él era mi defensa y yo la niña bonita de Giles, lo cual me convertía en intocable. En la selva académica aún se acepta la supremacía del macho dominante. Me dejaban en paz, lo que me permitía concentrarme en lo que de verdad importaba: mi trabajo. No era admirable, pero tampoco era deshonesto. Nunca le dije que lo quería. Nunca le he dicho esas palabras a nadie.

– Y ahora quieres decirlas y oírlas, y de parte de un detective de policía y poeta, nada menos. Supongo que lo de poeta es lo más comprensible. Pero ¿qué clase de vida tendrías? ¿Cuánto tiempo habéis pasado juntos desde ese primer encuentro? Habéis intentado quedar siete veces y sólo lograsteis hacerlo cuatro. Puede que Adam Dalgliesh se alegre de estar a disposición del ministro del Interior, el jefe de policía y los altos mandos del Ministerio del Interior, pero no veo por qué tú deberías alegrarte. Su vida está en Londres, y la tuya aquí.

– No es sólo Adam -respondió Emma-. Yo tuve que cancelar nuestra cita una vez.

– Cuatro citas, aparte de ese asunto tan confuso de cuando os conocisteis. Un asesinato no es una presentación muy ortodoxa, que digamos. Es imposible que lo conozcas.

– Lo conozco lo suficiente. En cualquier caso, nadie puede conocerlo completamente. Amarlo no me da derecho a entrar y salir de su mente como si fuese mi despacho en la universidad. Jamás me he relacionado con una persona más reservada, pero conozco las facetas de él que importan.

Emma se preguntó si esto último era cierto. Él estaba familiarizado con los recovecos de la mente humana donde se agazapaban horrores que ella ni siquiera era capaz de concebir. Ni aun la atroz escena en la iglesia de Saint Anselm le había mostrado lo peor que los seres humanos pueden hacerse los unos a los otros. Ella conocía esa clase de horrores por la literatura, pero él los exploraba a diario en su trabajo. A veces, cuando despertaba con las primeras luces del alba, la visión que ella tenía de Adam era la de un rostro oscuro enmascarado, unas manos suaves e impersonales en unos pulcros guantes de látex. ¿Qué no habrían tocado aquellas manos? Emma ensayaba las preguntas que dudaba poder hacerle algún día. ¿Por qué lo haces? ¿Es necesario para tu poesía? ¿Por qué escogiste este trabajo? ¿O acaso te escogió él a ti?

– Trabaja con una mujer detective -le explicó-, Kate Miskin. Está en su equipo. Los he visto juntos. Sí, de acuerdo, él era su superior y ella lo llamaba «señor», pero había un compañerismo, una complicidad que parecía excluir a cualquiera que no perteneciese al cuerpo de policía. Ése es su mundo, yo no soy parte de él. Nunca lo seré.

– No sé por qué querrías serlo. Es un mundo muy turbio; además, él tampoco forma parte del tuyo.

– Pero podría llegar a formar parte. Es poeta, entiende mi mundo, podemos hablar de él y, de hecho, hablamos de él durante horas. Sin embargo, no hablamos del suyo. Ni siquiera he estado en su piso. Sé que vive en Queenhithe, sobre el Támesis, pero no lo he visto, sólo puedo imaginármelo. Eso también forma parte de su mundo. Si alguna vez me pide que vaya allí, sabré que todo marcha bien, que quiere que forme parte de su vida.

– Quizá te lo pida el próximo viernes por la noche. Por cierto, ¿cuándo piensas venir?