Выбрать главу

– Pensaba coger uno de los trenes de la tarde y llegar a Putney hacia las seis, si es que estás en casa hacia esa hora. Adam pasará a recogerme a las ocho y cuarto, si a ti te va bien.

– Para ahorrarte las molestias de atravesar Londres sola para ir al restaurante. Por lo menos, es un tipo bien educado. ¿Vendrá con un ramo propiciatorio de rosas rojas?

Emma se echó a reír.

– No, no creo que venga con flores, y si lo hiciese, no creo que fuesen rosas rojas.

Habían llegado al monumento a los caídos que se alzaba al final de Station Road. En su pedestal, la estatua del joven soldado avanzaba con majestuosa indiferencia hacia su muerte. Cuando el padre de Emma era director de su colegio universitario, su niñera las llevaba, a ella y a su hermana, a dar un paseo por el jardín botánico de los alrededores. De regreso a casa tomaban un pequeño desvío para que las niñas pudiesen obedecer la orden de la niñera de saludar al soldado. La niñera, una viuda de la Segunda Guerra Mundial, había muerto hacía ya muchos años, al igual que la madre y la hermana de Emma. Sólo su padre, que llevaba una vida solitaria entre libros en el apartamento de una mansión de Marylebone, quedaba vivo en la familia, pero Emma nunca pasaba por delante del monumento sin experimentar una punzada de remordimiento por haber dejado de saludar al soldado. Irracionalmente, le parecía una falta de respeto deliberada hacia algo más que las generaciones muertas en la guerra.

En el andén de la estación, las parejas estaban prodigándose sus prolongadas despedidas, en algunos casos paseando cogidas de la mano. Una de ellas (la chica permanecía apoyada contra la pared del vestíbulo de la estación) parecía tan inmóvil como si los hubiesen pegado con cola.

– ¿No te aburre la vorágine del carrusel sexual? -soltó Emma de repente.

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero al moderno ritual del apareamiento. En Londres seguramente se ve más que aquí. Chico encuentra chica, se gustan y se van a la cama, a veces después de la primera cita. O funciona, y se convierten en pareja reconocida, o no. A veces acaba a la mañana siguiente, cuando ella ve el estado en que se encuentra el cuarto de baño, la dificultad de sacarlo a él de la cama para que vaya a trabajar y su aceptación evidente de que será ella la encargada de exprimir las naranjas y preparar el café. Si funciona, es el chico quien al final se va a vivir con la chica. Normalmente suele ser así, ¿no? ¿Has conocido algún caso en que sea ella quien se va a vivir a casa de él?

– Maggie Foster se fue a vivir con su chico -respondió Clara-. Me parece que no la conoces. Estudió Matemáticas en King’s y sacó sobresaliente. Todo el mundo pensaba que el piso de Greg era más práctico para su trabajo y no podía ponerse a colgar otra vez todas sus acuarelas del siglo xviii.

– Está bien, admito tu ejemplo de Maggie Foster. Así que se van a vivir juntos. Eso, una vez más, puede funcionar o no, sólo que la separación, por supuesto, es más complicada, más cara e, invariablemente, amarga. Por regla general, es porque uno de ellos quiere un compromiso que el otro no puede ofrecerle. O sí funciona. Se deciden por una modalidad de pareja reconocida o por el matrimonio, normalmente porque a la mujer se le despierta el instinto maternal. La madre empieza a planear la boda, el padre calcula los costes, la tía se compra un sombrero nuevo… Alivio general alrededor de la pareja. Una escaramuza victoriosa más sobre el caos moral y social.

Clara se echó a reír.

– Bueno, es mejor que el ritual de apareamiento de la generación de nuestras abuelas. La mía escribía un diario, y está todo ahí. Era la hija de un prominente abogado que vivía en Leamington Spa, donde están las famosas aguas termales. Nunca se planteó la cuestión de que trabajase, por supuesto. Tras el colegio, vivió en casa para hacer la clase de cosas que hacían las hijas mientras sus hermanos iban a la universidad: preparar arreglos florales, repartir las tazas en las reuniones para tomar el té, participar en unas cuantas obras benéficas respetables, pero ninguna que pudiese hacerla entrar en contacto con la realidad más sórdida de la pobreza, contestar las aburridas cartas familiares con las que no se podía importunar a su madre, ayudar con las recepciones al aire libre… Mientras, todas las madres organizaban una vida social para asegurarse de que sus hijas conocían a los hombres adecuados: partidos de tenis, pequeños bailes privados, fiestas en el jardín… A los veintiocho años, la chica ya empezaba a ponerse nerviosa, y a los treinta, se quedaba para vestir santos. ¡Pobres de aquellas que eran normalitas, o de carácter difícil, o tímidas!

– Pobres de ellas también hoy, dicho sea de paso -señaló Emma-. El sistema es igual de brutal a su manera, ¿no te parece? Sólo que al menos podemos organizarlo nosotras mismas, y hay una alternativa.

Clara se rió de nuevo.

– No sé de qué te quejas; tú no eres de las que no paran de subirse y bajarse del carrusel, como lo llamas. Te quedarás ahí subida a lomos de tu reluciente corcel echando a patadas a todos los pretendientes. ¿Y por qué hacer que suene como si el tiovivo fuese siempre heterosexual? Todos somos espectadores. A algunos nos sonríe la suerte, y también a los que, por lo general, no se conforman con menos. Y a veces, conformarse con menos resulta ser, a la postre, la mejor opción.

– Pues yo no quiero conformarme con menos. Sé a quién quiero y lo que quiero, y no es una aventura pasajera. Sé que si me voy a la cama con él, me costará demasiado si luego decide romper. La cama no va a hacer que me sienta más comprometida de lo que lo estoy.

El tren de Londres avanzó retumbando hasta el andén número uno. Clara dejó en el suelo su bolsa de lona y se dieron un breve abrazo.

– Hasta el viernes entonces -dijo Emma.

Obedeciendo a un impulso, Clara volvió a unir las manos por detrás del cuerpo de su amiga.

– Si te da plantón el viernes -dijo-, creo que deberías plantearte si tenéis algún futuro juntos.

– Si me da plantón el viernes, a lo mejor lo hago.

Emma se quedó de pie observando, pero sin despedirse con la mano, hasta perder el tren de vista.

6

Desde su infancia, la palabra «Londres» había evocado en Tallulah Clutton la imagen de una ciudad legendaria, un mundo de misterio y agitación. Se decía a sí misma que el ansia casi física de su infancia y su juventud no era irracional ni obsesiva, sino que hundía sus raíces en la realidad, pues, al fin y al cabo, era londinense de nacimiento: había llegado al mundo en una casa adosada de dos plantas en una estrecha callejuela de Stepney. Sus padres, sus abuelos y su abuela materna, cuyo nombre había heredado, habían nacido en el East End. La ciudad le correspondía por derecho de cima. Su propia supervivencia había sido fortuita, y en sus estados de ánimo más fantasiosos la veía como mágica. Cuando en 1942 un bombardeo destruyó la calle, sólo ella, con apenas cuatro años, había sido sacada con vida de entre los escombros. Le parecía conservar un recuerdo de aquel momento, avivado tal vez por el relato que hacía su tía del rescate. Con el paso de los años, cada vez estaba menos segura de si lo que recordaba eran las palabras de su tía o el acontecimiento en sí, el instante en que la sacaban a la luz, cubierta de polvo gris pero riendo y extendiendo los brazos como si quisiera tomar entre ellos la calle entera.

Desterrada en la infancia a una tienda de barrio en los arrabales de Leeds para que la criasen la hermana de su madre y el marido de ésta, una parte de su espíritu se había quedado en aquella calle destrozada. Había sido educada concienzudamente y quizás, incluso, querida, pero puesto que ni su tía ni su tío eran personas efusivas o expresivas, el amor era algo que no esperaba ni entendía. Había dejado la escuela a los quince años, después de que algunos de los profesores subrayasen su inteligencia, y nadie había conseguido disuadirla. Todos sabían que la aguardaba la tienda familiar.